jueves, 31 de diciembre de 2020

Montañas de Deseos

Aterricé para descubrir un calor seco, un aeropuerto caótico, y una ciudad donde no había semáforos. Pagué en dólares mi visado para unos cuantos días, y fui en busca de alguien con un cartel con mi nombre.

Acceder no fue fácil. El todoterreno de marca blanca se tambaleaba violentamente bajo las órdenes de nuestro habilidoso conductor local. Subíamos la montaña, acompañados de unos paisajes espectaculares, y —la verdad— no sabía muy bien qué me esperaba al otro lado.

Al llegar a Rampur, tuve la extraña sensación de ser observado desde todos los rincones de aquel pequeño poblado con apenas cien familias. Al fin y al cabo, yo venía del espacio exterior. Sonreí. Y, aunque había intentado educarme en lo contrario, en el fondo de mí mismo portaba la mentalidad del astronauta con escafandra que va a juzgar un planeta inexplorado. Un planeta que necesita aprobación. La mía. Mi bolsa de viaje de marca ecológica no sólo traía medicinas para una guerra, botellas de agua para un desierto, y ropa de batalla. Por desgracia, también portaba una tonelada de prejuicios y condescendencia.

No había carreteras; los todoterrenos se quedaban a menudo varados en mitad de barro y rocas. El agua se acababa a las 8.30 de la mañana en los tres grifos públicos de la aldea, y no era potable. Para ello, llevaba conmigo unas cuantas pastillas potabilizadoras. Las familias racionaban los pocos litros de los que disponían para beber, limpiar, cocinar, alimentar a sus animales, y —si sobraba algo— asearse. Dormía sobre una tabla de madera, a escasos metros de cabras, gallinas y búfalos. A las 5.30am la orquesta de la naturaleza hacía imposible dormir. Los niños debían andar una hora y media para llegar a la escuela —montaña arriba, en la aldea de al lado—, y otra y pico para volver. Iban en chanclas aunque, curiosamente, con un uniforme impoluto. Caminaban por un sendero que me ponía en serias dificultades, con mis botas de $150 diseñadas por ingenieros de campeonato. Día tras día, la comida y la cena eran arroz blanco y sopa de lentejas, dal bhat. No había desayuno, más allá de un té. Y, por supuesto, no había médicos en horas —literalmente— a la redonda.

Yo estaba allí para ayudar. Ayudarles a ellos. O eso quería creer. 

[…]

Durante los primeros días, aprendí cómo funcionaba la comunidad, a qué se dedicaba cada familia, y en qué consistía su rutina. Mi trabajo era intentar descubrir qué pequeños cambios podían mejorar la calidad de vida en la aldea, e identificar qué problemas frenaban su desarrollo. Un ejemplo eran los pequeños préstamos que hacían unos vecinos a otros: un foco de tensiones constante, donde el anonimato bancario al que yo estaba acostumbrado no era una opción, y la armonía social del pueblo siempre estaba en juego. Además, mi objetivo allí era repartir una serie de micro-donaciones entre las familias de la aldea: agricultores de tomates y coliflores, criadores de pollos y cabras, un sastre, así como humildes comerciantes locales. 

[…]

Pasaron los días. Y quería saber si aquella gente era feliz. Quería saber cuánto lo eran, y porqué. Necesitaba imperiosamente medir y comparar con lo que yo conocía, y documentarlo todo antes de huir de allí para siempre. Estaba en mí ADN: la comparación constante era el motor de allí donde yo venía, y alimentaba el venenoso juego donde los ganadores pierden menos.

Mis cálculos indicaban que era altamente improbable que los habitantes de la aldea fueran felices. La vida era monótona —que los días de la semana tuvieran nombre era simplemente un capricho. Tenían pocas expectativas de mejorar y, al margen de las incomodidades diarias, el espectro de vivencias que les aguardaba a lo largo de la vida se me adivinaba limitado. Muy pocos llegarían a abandonar la imponente montaña. Al menos, todo aquello creía yo. Al fin y al cabo, los esquemas mentales son un sutil titiritero; uno que desliza en nosotros una conclusión de partida, y nos invita sigilosamente a inventar cualquier narrativa que la confirme y justifique. Arenas movedizas de las que es difícil escapar.

El idioma era una gran barrera. Asal, mi traductor siempre sonriente, mediaba entre mis ocurrencias extravagantes y la gente de Rampur. Una noche, impaciente ante no poder cuantificarlo todo, tuve una idea. Mientras evitaba mosquitos y disfrutaba del licor local (al que unos llamaban vino, y otros whisky), me acerqué al padre de una familia que plantaba tomates y alubias, para venderlos en un mercado cercano. Se llamaba Ranjeet. Pensé que una buena forma de medir su nivel de felicidad y entusiasmo con la vida consistía en entender sus deseos. Y ver qué tipo de carencias abordaban. Por ello, le pedí a Asal que preguntara a aquel hombre cuales serían los tres deseos que pediría a un genio de la lámpara que se le apareciera de repente.

Asal se quedó pensativo al principio; sorprendido, divertido. Al cabo de unos segundos, tras sonreír, se dirigió a Ranjeet y le transformó mi pregunta de forma totalmente ininteligible para mí, en Nepalí, escapando la conversación a mi control. Por mi cabeza rondaban respuestas potenciales: ¿Hablaría del agua? ¿De mejores carreteras? ¿Un médico más cerca? ¿Universidad para sus hijos en la capital? Jamás olvidaré la reacción de aquel padre de familia. Me miró, y explotó en una carcajada estruendosa que bien duró un minuto. Finalmente, se encogió de hombros, dijo que no sabía (ni parecía que le interesara demasiado), se dio la vuelta y volvió a sus quehaceres. Ranjeet no necesitaba nada lo suficiente como para desearlo. ¿Acaso no era esa la más poderosa plenitud?

[…]

Pensé y pensé sobre la respuesta de Ranjeet. O la falta de ella.

[…]

Y todo sucedió una tarde. Descansaba en el porche de mi choza, leyendo distraído un libro, cuando Ranjeet se acercó, y me indicó con la mano que le siguiera. Dejé mi libro sobre la esterilla de mimbre, me puse mis botas embarradas, y fui tras los pasos de Ranjeet.

Aún no conocía todos los recovecos de aquella aldea de montaña. Y al seguir a Ranjeet, descubrí caminos estrechos entre los que no me había adentrado antes. Tras varios giros, y saludar con Namasté a varias personas desconocidas que descansaban en la puerta de sus casas, mirando al infinito como estatuas, nos encontramos ante una choza de aspecto singular. No estaba rodeada de tantos animales como las demás; las gallinas parecían respetar su entrada, y desviaban sus paseos disimuladamente. Además, varias estacas de madera adornadas con imágenes de mantras tibetanos y otros símbolos de aspecto místico anticipaban la energía especial del lugar. Ranjeet se detuvo, y se volvió hacia mí. Me miró con una sonrisa, no exenta de cierta solemnidad y respeto, y señalando a la puerta, repitió dos veces una palabra en Nepalí que luego aprendí significaba “maestro”. Allí me esperaba el maestro espiritual de la aldea. Entré. Sólo y sin traductor.

[…]

El interior, diáfano y humilde, se parecía mucho a otros que había visto. Al fondo, apoyado contra la pared, se encontraba un hombre cuya edad era difícil de estimar, con ojos claros y afables. Su mirada se clavó en mi, y con un ademán me invito a sentarme. Por algún extraño motivo, me imagine la estancia como la corte y tribunal donde probablemente se resolvían las disputas del pueblo.

― ¿Disfrutas las montañas que nos rodean? ¿Los árboles verdes? ¿El canto de esos animales cuyo nombre, posiblemente, desconoces?

― Por supuesto. Son únicos, nunca había visto algo igual. ― respondí de forma casi automática. Era cierto, pero habría dicho lo mismo si no lo fuera.

― Y, sin embargo, realmente no los ves cuando miras a tu alrededor. — afirmó tajante.

No respondí, pues supuse que lo elaboraría.

― La belleza y la armonía de nuestra tierra es como un río. Un río que debería fluir de tus ojos a tu mente, e inundarte. Rápido y embriagador. Un vendaval que lo eclipsa todo. Sin embargo, esa tubería tuya está atascada; lo que entra por tus ojos no llega en todo su esplendor a ti, pues tu atención está lejos. Pensando en otro tiempo y en otro lugar. En lo abstracto, que no se puede tocar, no brilla, ni huele. Pero se adhiere, y martillea por dentro. No estás aquí.

Ciertamente, tenía razón. Desde mi llegada, había puesto una cortina de análisis presuntuoso entre aquella realidad y la mía. Experimentaba por videoconferencia y con guantes.

― Preguntas por deseos. A nuestros hombres que disfrutan absortos su presente, les pides que imaginen un futuro diferente —tal vez mejor, tal vez no— y que sufran por no tenerlo. — espetó con tono un tanto acusador.

― Sólo quería entender…

― Resulta curioso. El enfermo debería envidiar al sano. Esa falta de deseos que tanto te sorprende, que ves como un mundo interior incompleto o una ambición dormida; esa falta de deseos que ves como un paso aún por dar, es precisamente lo que nos hace libres aquí. Libres de la mayor esclavitud; la de señalar como fracaso todo lo que no sigue el dictamen de nuestros deseos.

Me mordí la lengua antes de contestar. Al fin y al cabo, tampoco sabía qué decir. Me resistía sin embargo a pensar que tener propósitos fuera perjudicial.

― Llevas una mochila pesada contigo, amigo. Todos esos deseos artificiales que de una forma u otra han acabado dentro de ti, esas metas milimetricamente inoculadas en tu interior, te limitan, te persiguen, y te pesan como piedras a la espalda. Dan forma a tus actos, a tus decisiones, consumen tu tiempo y tus nervios. Ni siquiera cuando duermes eres capaz de escapar de tu prisión. — hizo un breve parada para fumar de su pipa — Y quieres entender porqué…

Pasaron unos segundos, minutos u horas, no estoy seguro. Tranquilos, en silencio.

Me miró con una mirada triste, y lo que es aún peor, con cierta condescendencia. Aquello quemaba. Y entendí que eso era precisamente lo que yo llevaba haciendo desde que llegué allí.

― Tengo algo para ti. ― me dijo al fin, esbozando una ligera sonrisa.

Con un rápido movimiento agarró un pequeño botijo de bambú, en el que yo hasta entonces no había reparado. Era pequeño, estaba cerrado, y parecía desgastado y antiguo. Me lo extendió, y lo cogí. Pesaba más de lo que habría anticipado.

― Te ayudaré. — añadió orgulloso.

Disfruté el olor y la paz de aquel lugar durante unos segundos, sabiendo que su explicación estaba al caer. Supuse que aún no debía abrir aquel recipiente.

― Contiene todos tus deseos. Y te permitirá eliminar aquellos que no quieras. Hay deseos y motivaciones que, como el helio, te empujan y elevan. Perseguirlos es una aventura que, incluso si termina de forma abrupta y repentina, habrá merecido la pena. Pues lo importante es de hecho el camino. Son simples; no descansan en complicados malabarismos entre pasado, futuro, y presente. E iluminarían tus ojos aún en mitad de estas montañas. No pierdas tu helio, pues te hará volar.

Se tocó la barba pensativo y tranquilo.

― Por otro lado, tus deseos hechos de roca te impiden avanzar. Los introdujeron en tu interior sin que te dieras cuenta. Se sostienen en promesas de un fin lejano y, tal vez, grandioso a ojos de jueces sin toga. En otra época y lugar habrían sido distintos, ya que se basan en una identidad colectiva, de tribu, que te estrangula. — dudó un segundo mientras enumeraba características terribles, y carraspeó — Por ello, te serían inútiles en una isla desierta.

El maestro disfrutó otra larga calada de su pipa.

― Y la vida es, demasiado a menudo, una isla desierta. — añadió divertido.

Empecé a comprender lo que decía el hombre que tenía enfrente.

― Sé cuidadoso al usarlo y elegir. Y, cuando vuelvas a tu mundo, recuerda que no hay hombre más libre que aquel capaz de establecer sus propios deseos. — concluyó.

[…]

Metí el recipiente de deseos y una caja de cerillas en mi mochila. Y empecé a caminar montaña arriba, pensando en lo que me había dicho el maestro. Me acompañaba una mezcla entre curiosidad y miedo por lo que me podía encontrar en aquel recipiente. Me crucé con varios campesinos que volvían de cortar hojas y hierbas en la selva para alimentar a sus cabras; llevaban todo lo recogido en un enorme cesto a su espalda, sujeto mediante unas cintas a su frente. Tras saludarles, me pregunté si mis deseos me estarían encorvando de igual forma. Y haciendo cada paso más difícil.

Después de subir y subir, finalmente vi un saliente que parecía el lugar adecuado. Las nubes eran ligeras ese día, y la estampa era espectacular. Tenía buena parte del Himalaya enfrente mío: el monte Manaslu justo delante, y el rango de la cordillera de Annapurna a mi izquierda. Al ver aquellos picos, majestuosos e indiferentes, entendí que mi vocabulario necesitaba palabras nuevas. Demasiado a menudo tildaba de impresionantes algunos inventos recientes; inventos humanos que palidecían al lado de esas barbaries de las ciencias sísmicas. Allí sentado, por fin, abrí el recipiente de mis deseos. Y miré dentro.

Tiras y más tiras de papel, con palabras garabateadas en diferentes colores. Muchas más de las que había imaginado. Saqué una y la leí. Una mueca de disgusto se dibujó en mi cara. Saqué otra, y una leve sonrisa. Saqué y saqué. Y no tuve más remedio que reconocerme en esas descripciones de mi interior. Ideas que habría negado elocuentemente en cualquier tertulia de terraza, deseos que habría desmentido ante notario, estaban allí sin embargo. Miré a las montañas con picos nevados, y quise ser de otra forma, zafarme de algunos de los deseos que llevaba dentro. Elegí mi primer enemigo; un deseo pesado como una roca. Prendí una cerilla, y vi aquel papel consumirse en llamas con satisfacción. A cambio, volví a encestar en mi interior tres deseos sobre los cuales mi convicción no titubeaba. Confiado, empece a encender cerillas y moldear lo que quería querer. Y sobre todo, a librarme de lo que no quería dentro. Mientras que cada día nos enfrentamos a un lienzo donde dibujar y añadir nuevos trazos es sencillo, la habilidad para borrar y deshacer es mucho más sutil y sofisticada. Quemé lo que pensaba que no me ayudaba, y lo que no era genuinamente mío; vi arder sin compasión recuerdos racionalizados y contaminados, anhelos resultadistas que conducían a una vida de cine o de total fracaso, codicias de manual, y ansias de domar lo que debe ser salvaje. Me deshice de deseos cuyo porqué no podía explicar. Al final, me quedé sin cerillas y tuve que innovar para hacer desaparecer lo que sobraba. Incluso me atreví a tachar lo que ponía en algunos papeles y, con un bolígrafo azul pedirme deseos a mí mismo. Los lancé sin miramientos al botijo de bambú; quién sabe, tal vez funcionara. 

Contemplé las montañas un rato más en silencio. Puede que nunca volviera a verlas. Me despedí, y cerré el recipiente. Me levanté, y volví caminando al poblado. Por realidad o por espejismo, me sentía más ligero. Tal y como había prometido al maestro, me acerqué a su choza y dejé el botijo en la puerta. A partir de ahora, si quería controlar mis deseos, lo tendría que hacer por mí mismo.

Me invadió una extraña tranquilidad. El tiempo aminoró la marcha. Todo iba bien, y no había prisa.

[…]

La voz de la azafata me despertó súbitamente. Estábamos llegando a Kathmandu. Somnoliento, miré por la ventana. Aquello coincidía con las fotos que había visto en mi guía. Se me escapó una sonrisa. Y luego recordé que por desgracia no había cerillas mágicas, y todos mis deseos seguían allí, intactos, en algún sitio, en lo más profundo de mí.

domingo, 26 de abril de 2020

Tesoros de Abril

Muros de humo,
deseos de cartón,
ruido que inunda
brújula y corazón.

Lapiceros al viento
danzan sin motor.
Ayer se fue,
mañana no existió.

Besos y palabras,
espejismos son.
Fluyen ríos veloces
al calor del Sol.

Sólo perdura,
profundo y galán,
silencioso y dispuesto,
el amor sin autor.


 Dedicado a MCA.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

La gente que no podía ignorar

Recuerdo cuando aún pensaba que las tres monedas que me daba mi madre cada mañana de sábado me hacían rico. Por aquel entonces, en mi barrio era difícil dividir a los vecinos en dos tipos de personas, en dos grupos. Cualquier diferencia era poco relevante. Ni los buenos eran tan buenos, ni los malos tan malos. Ni los más felices poseían un secreto definitivo y envidiado por sus compañeros de escalera, ni conocimientos, puntos de vista o anhelos de signo cambiado podían dar al traste con una primera cita. Lo que es aún más importante: cualquier diferencia oscilaba y fluctuaba en el tiempo como las olas del mar. Padres e hijos lanzaban sus dados de forma prácticamente independiente; el pasado no encarrilaba el futuro. Los buenos y los malos momentos en las vidas de unos y otros iban y venían sin más patrón que el camino del borracho que vuelve a casa. Por ello, si me hubieran ofrecido los caramelos llenos de azúcar que compraba con mis tres monedas por describir una división de mi vecindario en dos, no habría sabido qué decir. Habría argumentado, como mucho, que unos animaban al equipo Norte mientras que otros eran incondicionales del Sur en el derbi futbolístico de la ciudad.

Las personas nacen con dos cámaras acorazadas en el mismísimo fondo de sí mismas: la de su memoria y la de sus deseos. Esta es la triste historia sobre cómo demasiadas llaves fueron robadas, muros derruidos, y almas pirateadas. Y, de paso, es la historia sobre cómo años después podría haber obtenido mis caramelos con una respuesta más sencilla, evidente y, a la vez, desgarradora.

Todo comenzó un día de verano cuando yo era ya un adolescente. Bueno, posiblemente todo comenzó mucho antes, pues al fin y al cabo mi barrio no era nada especial, y lo mismo ocurrió simultáneamente en otros lugares. Los vendedores de gafas llegaron. Llegaron haciendo ruido, en una caravana amarilla, moderna y atractiva, con una ventana alargada que emulaba la barra de un bar. Los barman encarnaban la primera impresión que cualquiera desearía producir; eran guapos, sonrientes, simpáticos, y parlanchines. En un barrio donde rara vez pasaba algo, la novedad atrajo a la gente de inmediato. Aquellos hombres y mujeres, ataviados con una gorra con un enigmático símbolo griego, vendían un producto extraño. Inicialmente, los vecinos comentaban que eran gafas. Aún recuerdo cómo algunos —degustando ese placer periodístico de informar al de al lado— afirmaban que la montura era glamurosa, pues estaba a la última moda, y era parecida a la que llevaban los actores tales o cuales de Hollywood. Al principio no le di mucha importancia. Pensé que sería una de esas agresivas campañas de marketing para publicitar un producto nuevo y bonito. Un producto cuyo alto precio respondía no sólo al objeto en sí, sino que reflejaba la oportunidad de diferenciarse del vecino que no podía permitírselo. Una manera de comprar estatus; una forma de hacer signaling. Lo habíamos visto antes. Pero luego me di cuenta de que me equivocaba.

Pasaron los días, y los más aventureros se decidieron a ir a la caravana más cercana y hacerse con unas gafas. Entonces la información fue fluyendo por el vecindario. Todo el mundo tenía un amigo lejano que se había hecho con ellas. La patilla izquierda tenía grabado el logo de la marca en gris oscuro, una elegante Gamma cursiva. Y la montura venía con un conjunto de lentes diferentes que el propietario podía intercambiar con facilidad. Sorprendentemente, el color de la montura cambiaba en función de las lentes que se colocaran en ella, en varios tonos agradables aunque, a la vez, llamativos y exóticos. Según decían los primeros vecinos, más allá de lo estético, distintas lentes tenían diversos efectos característicos. Aunque estos efectos sólo se entenderían con el tiempo. Lo más curioso de todo es que las gafas eran totalmente gratuitas. O, al parecer, no había que pagar por ellas. Ninguno de mis vecinos preguntó el porqué.

Al igual que tantos jóvenes, en tantos barrios, uno de mis planes de tarde de viernes favoritos consistía en comprar cervezas y frutos secos con mis amigos, y subir al parque del mirador desde el que podíamos ver todo nuestro barrio, e incluso más allá. Charlábamos durante horas, hasta que el sol se iba. Hablábamos de todo y de nada, pero allí estábamos, juntos y entretenidos. Aprendiendo a querernos, construyendo una historia común. Poco tiempo después de que la primera caravana amarilla hiciera resonar su sirena por la calle grande del barrio, mi amigo Andrés trajo sus nuevas gafas al banco del parque donde siempre acampábamos. Todo giró en torno a ellas aquel día. Éramos unos cuantos, como de costumbre, y nos turnamos en hacer mil preguntas y en probar las gafas. Mis amigos estaban entusiasmados con el nuevo gadget. Venía con tres lentes: unas transparentes y clásicas, unas más oscuras, y finalmente unas de tono verdoso. Con las primeras lentes, el color de la montura apenas cambiaba de su amarillo original. Sin embargo, con las lentes oscuras la montura adquiría un espectacular color rojizo. Finalmente, los cristales verdosos hacían que la montura se tornase azul turquesa, un color parecido al del fondo del mar en las fotos de lunas de miel de revista. El nombre impreso en la pequeña tarjeta que acompañaba esas lentes era “reflejo”.

Andrés estaba encantado con su adquisición. ¡Y no le habían costado nada!

Era sólo el principio; y es que eran unas gafas especiales. Por lo visto tenían una tecnología novedosa y futurista que permitía al portador mirar igual, pero ver más. La versión clásica no parecía ayudar de modo alguno, pero las lentes oscuras eran otra historia. Apenas me las probé un minuto; lo suficiente para pensar que aquello era prácticamente mágico. Las gafas me absorbieron, mis sentidos se agudizaron. Cuando movía los ojos, las gafas enfocaban algunos de los objetos más cercanos. Eran capaces de detectar hasta el movimiento de las hojas de árboles lejanos. Su uso era estimulante y divertido, podía apuntar y hacer zoom con un sutil movimiento de mirada. Normalmente, la diferencia entre unas gafas de mayor o menor precio recaía en su diseño, sus materiales, y la calidad de sus lentes. Las Gamma, sin embargo, complementaban al dueño, permitían ver más. O eso queríamos pensar.

— Y eso no es todo. Mejorarán con el tiempo; su software se actualiza automáticamente por Internet. — aseguró Andrés orgulloso, repitiendo lo que aseguraban todos los carteles que ahora inundaban las calles.

Entre gritos, risas, y afirmaciones rotundas y poco científicas se nos fueron las horas. Soñábamos juntos con las cosas que podríamos hacer con esas gafas. Todos envidiábamos a Andrés, y era evidente que el viernes siguiente cada uno de nosotros tendría sus propias Gamma. Cuando finalmente las gafas ya habían pasado por todas las manos, volví a probármelas. Esta vez quería ver cómo eran las lentes reflejo. Al principio, no estaba claro lo que hacían. Todo parecía igual. Puede ser que viera a algunos de mis compañeros de batalla más borrosos que a otros, puede ser que mi buen amigo de la infancia Bruno proyectara a mis ojos más carisma que de costumbre, ó tal vez mi mente —simplemente— intentaba encontrar alguna explicación que justificase la razón de ser de tales lentes.

Los días y las semanas pasaron, y la fiebre por las gafas sólo aumentó. Todos mis amigos se hicieron con unas; cada vez se veía a más vecinos con ellas. Por eso, las volví a probar un par de veces. Sin embargo, algo me inquietaba. Las gafas me hacían sentir enclaustrado, incómodo, prisionero. La realidad aumentada era adictiva, y —al mismo tiempo— notaba que tenerlas puestas me obligaba a fijarme en aspectos de mi alrededor que no me interesaban, en detalles, en ruido. Tenía la sensación de que perdía el control y el mando de mi mente, ó, cuanto menos, de que lo compartía con los dictados de aquel aparato de plástico.

Finalmente, me decidí a ir a la tienda, aunque no sé muy bien porqué ni con qué objetivo. Es lo que tienen los carteles. Acabé pasándome por una de las caravanas que solía estar aparcada a escasos metros de mi casa.

— Hola, buenos días. He venido porque quería informarme un poco sobre las gafas Gamma. — comencé, intentando dejar claro que aún no había decidido si me iba a llevar unas.
— ¡Bienvenido! Las Gamma son unas gafas revolucionarias, con el diseño más moderno y elegante del mercado. No se arrepentirá de llevárselas puestas. — respondió, con un mensaje que probablemente hubiera repetido cientos de veces.
— Sí, la verdad es que muchos conocidos míos las tienen, y están muy contentos. Sin embargo, las he probado un par de veces, y he notado sus efectos. No son como unas gafas corrientes, y querría entender mejor qué es lo que hacen. — pregunté.
— ¡Exacto! No son como las demás gafas. Hacen a su portador único y especial. Con ellas será usted la envidia del barrio. — volvió a añadir. Entonces entendí que iba a ser complicado sacarle de tales eslóganes. Armado de paciencia, lo volví a intentar una vez más.
— ¿Cómo funcionan? ¿En qué consiste su tecnología? — mi cara denotaba ya cierto hastío, y mi tono no era tan simpático. Mi interlocutor, un chico joven y sonriente por obligación, comprendió que no podía volver a soltarme una de sus frases genéricas de manual.
— Las Gamma tienen una tecnología super avanzada, diseñada por nuestro equipo que cuenta con los mayores expertos del planeta. Y las actualizamos constantemente. — dijo con visible orgullo en su cara.

Entonces lo entendí. Aquel hombre no sabía lo que estaba vendiendo. No es que no quisiera responder a mis preguntas, es que no podía. Ni vendedores ni compradores comprendían qué era aquello que las personas usaban diariamente durante horas. Apuntaba a receta para el desastre. Alguien podría argumentar que un vendedor de coches no conoce los detalles de los motores de cuatro cilindros. Y vende coches con elocuencia. No obstante, sí entiende los beneficios, los peligros, y las consecuencias que puede tener el uso de su producto.

— Y ¿cómo puede su empresa sobrevivir si regalan todas las gafas? — pregunté de repente, al ver como otras personas a mi lado se llevaban las gafas tras firmar unos cuantos papeles pero sin abonar nada. Esta vez algo brilló en los ojos de aquel hombre.
— Bueno, no regalamos todas las gafas. — acto seguido, se agachó durante unos segundos, buscando algo debajo del mostrador de la caravana, y entonces me mostró una funda verde parecida a las que había visto a mis amigos — Estas son las Gamma NoiseCancelling. Por ellas hay que pagar una tasa mensual… sustancial. — me dijo mientras señalaba un papel con un número demasiado alto para mí.
— Qué raro, — respondí de manera prácticamente instantánea mirando aquellas gafas verdes — no había oído a nadie hablar de este modelo.
— Sí, la verdad es que casi nadie llega a preguntar por ellas. — sentenció el vendedor.
— ¿Y qué tienen de diferentes? ¿Por qué ese precio?
— Usan nuestra tecnología más avanzada. — pensé que el vendedor volvía al manual de frases genéricas, cuando por fin añadió — Estas gafas ayudan a concentrarse.

Me fui de allí con un sabor agridulce. Por un lado, quería las gafas que no me podía permitir. Por otro, aún no sabía en qué consistía lo que todos mis amigos y familiares llevaban puesto cada vez más horas al día. Al mismo tiempo, empezaba a darme cuenta de que el hilo conductor de la historia era la atención; probablemente, la nueva divisa de nuestros tiempos.

[…]

Andrés siempre había sido alguien con hábitos corrientes. Tenía un grupo de amigos al que se sentía unido: nosotros. Sus amigos formábamos parte de su identidad. Por ello, se apuntaba a casi todas nuestras actividades: íbamos a comer, a cenar, hacíamos deporte juntos, o pequeñas escapadas a conocer el mar y la montaña. Además, Andrés disfrutaba tocando el violín desde que era un crío. Puede ser que no fuera un ávido lector, si bien es cierto que de vez en cuando nos sorprendía con alguna recomendación literaria. La verdad es que se inclinaba más por las películas; preguntarle por las triunfadoras de Venecia, Cannes o Sundance era una apuesta segura. De hecho, en su tiempo libre publicaba críticas online sobre sus últimas visitas al cine. Yo las leía de vez en cuando.

Aquellas gafas cambiaron a Andrés. Sin duda seguía queriéndonos; en la historia de Andrés nuestros nombres aparecían y aparecerían. Y continuaba viniendo a nuestras reuniones, desde luego. Al menos físicamente. Las veladas donde antes defendía apasionadamente sus opiniones sobre el tema de actualidad de la semana, se transformaron lentamente en otras donde un Andrés más silencioso cenaba aislado de su mesa, mirando algo a lo que los demás no podíamos acceder. Los viajes seguían sucediendo, aunque motivados de forma distinta. No tenía tiempo de disfrutar los paisajes ni la experiencia, pues debía compartirlo todo con el mundo entero simultáneamente.

Las películas y el violín también sufrieron un gran varapalo. Andrés iba al cine —como a todos lados— con sus gafas puestas. Y seguía yendo a ver películas elegidas con el criterio de un experto. Antes, sus ojos despiertos eran capaces de advertir detalles que otros no veíamos, y de extraer todo el sabor de aquellas obras de arte. Pero ahora las gafas filtraban su visión, direccionaban lo mostrado en la pantalla en ciertos ángulos, especiaban el plato a su discreción antes siquiera de que Andrés pudiera probarlo.

Aún recuerdo cuando le pregunté por la última producción de su director americano favorito. Nervioso, no supo explicarme qué le había parecido. Y admitió, balbuceante, que no recordaba bien los detalles.

Y el pobre violín y las reseñas online requerían demasiado tiempo concentrado. Las constantes interrupciones de las gafas lo hacían imposible. La paciencia era cosa del pasado; los bloques de tres minutos pedir demasiado.

No había, sin embargo, nada especial en el caso de Andrés. Podría contar lo mismo sobre mi amigo Bruno y el tenis y la cocina, o sobre Carmen y su extinguida pasión por la pintura y la escritura.

[…]

Durante los siguientes meses fui testigo de cómo las gafas de Andrés accedieron a apartados de su persona que deberían ser inquebrantables. Dicen que en cada persona hay un faro de base pentagonal, posiblemente pintado a rallas blancas y rojas, que emite luz potente, y en lo alto tiene una pequeña sala de mandos desde la cual se contempla el mundo exterior y se toman decisiones de todo tipo. Diferentes culturas le dan diferentes nombres. Hasta entonces, siempre existió un fino muro que separaba el mando de control del faro de Andrés de ese mundo exterior. Es cierto que sus decisiones se veían influidas por lo que veía desde allí arriba y lo que experimentaba; sí, claro. Y no me malinterpreten, a veces Andrés tomaba decisiones equivocadas. Sin embargo, las Gamma fueron más allá. Abrieron la puerta de su faro y subieron las escaleras; se agenciaron un sillón junto a él, y empezaron a tomar decisiones de forma conjunta o —a veces— incluso unilateralmente.

Se libró una lucha silenciosa entre su voluntad y la del aparato; una lucha que desafortunadamente nadie advirtió, ni siquiera el propio Andrés. Una lucha que —poco a poco— Andrés y todos sus amigos fueron perdieron. Progresivamente; socialmente; asumiendo como normal algo que poco tiempo atrás habría justificado una visita al loquero. Y entonces Andrés pasó a ser esclavo del piloto automático —el peor de los compañeros—, y a consumir todo aquello que las gafas decidieron mostrarle. Sin rechistar. Pensamientos que habrían nacido en su mente libre fueron abortados antes incluso de ser embrión. No había tiempo para ellos en una realidad donde se le servía constantemente algún contenido nuevo que ver o escuchar, acompañado siempre de una pregunta diabólica y muchas veces implícita: ¿te gusta o no?

Al fin y al cabo, la pregunta constante es la más sencilla forma de dominación.

[…]

Años después lo comprendería mejor. Mihaly Csikszentmihalyi, un psicólogo húngaro de la Universidad de Chicago, definió hace décadas el flow como un estado mental de concentración absoluta para alcanzar un objetivo concreto. En ese estado interaccionan profundamente el reto de la propia empresa, las habilidades de la persona, y, cómo no, el sex-appeal del juego que nos conduce a nuestra meta. Obras de arte, teorías científicas disruptivas, ó decisiones estratégicas en guerras demasiado largas nacieron de este tipo de hechizo. Pero también creaciones intelectuales más mundanas de gente corriente: desde los malabarismos necesarios en las cuentas a fin de mes de una familia humilde, ó la forma de reutilizar y renovar la ropa remendada que perteneció al hermano mayor, al siguiente y al posterior, hasta la nueva lasaña de la abuela con su toque especial.

Ahora, desgraciadamente, nos veíamos empujados de manera salvaje al flow prostituido, al bucle lúdico. Csikszentmihalyi lo describió hace casi 25 años como el ‘lado oscuro del flow’, y eso que aún no había oído hablar de las gafas Gamma. Andrés había caído en ese bucle: una interacción solitaria, con pequeñas inyecciones de placer y estímulo cada cierto tiempo, y un futuro monótono y uniforme, sin final ni objetivo definido.

Las gafas eran nuevas; el fenómeno no tanto. De pequeño había visto entrevistas en la televisión a ludópatas adictos a las tragaperras, en casinos brillantes de Las Vegas. Recuerdo mi sorpresa cuando, tras horas y horas allí sentados, ante las preguntas del reportero, los adictos admitían saber que habían perdido, perdían y perderían dinero. Les daba igual; no querían dinero. Estaban allí porque el continuo y vacuo juego les permitía entrar en un estado mental de reposo y paz silenciosa. Entrar en stand-by.

Las gafas habían traído el casino a nosotros. Lo habían envuelto, actualizado y disfrazado, eliminado su estigma. Habían modernizado y optimizado el concepto de stand-by. La brutal diferencia era que nosotros no éramos conscientes de lo que estábamos perdiendo. No sabíamos que llevábamos una máquina tragaperras sobre las orejas y la nariz, ni tampoco lo que nos estaba costando.

[…]

Algún sabio afirmó que la atención es el guardaespaldas del hotel de la memoria. Y, efectivamente, ante una atención desbordada, bombardeada, desfigurada por la constante promesa de la novedad, sobrepasada por estímulos infinitos y por llamadas fosforitas en todas direcciones y a todas horas, las compuertas de nuestra cabeza quedan rotas. El guardaespaldas cae; ya no hay cola ordenada, ni lista de espera, ni dress-code. Todo puede entrar. Y, por tanto, todo debe salir, para que luego pase lo siguiente. Y ya nada destaca, pues destacar requiere tiempo. Y evaluación. Y detalles. E intimar, con nuestras propias vivencias, con el nacimiento de nuestros propios recuerdos.

La gente que no puede ignorar está condenada a no poder recordar. Y es difícil decidir si aquel que no recuerda ha vivido en absoluto.

[…]

Natasha Dow Schüll pasó muchos años viajando de forma regular a Las Vegas. Esta antropóloga americana descubrió que el maná perseguido por los adictos al juego no era sino la posibilidad de fundirse en una realidad adormecida, donde las máquinas marcan el tempo, y uno sólo ha de responder de forma automática y dejarse llevar. Sin expectativas, sin futuro, sin miedo a no saber qué hacer, en ese scroll infinito.

Lo bautizó como la zona de la máquina.

[…]

El nuestro es un mundo selvático; de grandes victorias y grandes derrotas personales, de montañas rusas de ánimo, con sequías de adrenalina durante mucho tiempo y décadas vividas en apenas segundos. Por ello, por lo que tiene de extremo e inestable, a veces el mundo da vértigo. Y ahí las gafas aportaban seguridad. Tranquilidad. Racionalizaban los estímulos, la novedad, mandando pequeñas cápsulas de ilusión como un sistema de riego por goteo.

No sé a qué tenían miedo mis vecinos antes. Ahora les aterraba el no hacer nada, y mirar al frente, sin más. Y aburrirse, llegado el caso. Les aterraba enfrentarse a tomar el mando de sus pensamientos. Las gafas ofrecían una solución, una salida barata, dando al portador siempre algo que ver y consumir, y la garantía de que eso no cambiaría.

[…]

Las gafas y las actualizaciones que nos habían prometido llegaron. Y aprendieron a hacer cosas sorprendentes. De alguna forma, por algún motivo, por alguna correlación estadística cotilla o quién sabe qué, cada vez acertaban más en cómo enfocarnos la mirada, y en qué mostrar. 

Las gafas descubrieron que pintar las flores y los árboles de colores estrambóticos y con estampados de mascotas divertidas embelesaba a la mitad de los encuestados. Tal fue el efecto, que el concejal en funciones tuvo que pasar una propuesta para añadir una sirena a los pasos de peatones y evitar un despunte en los atropellos.

Igualmente, las Gamma aprendieron que a la gente le gustaba ver las calles limpias y relucientes, y por ello filtraron todo aquello molesto a los ojos del portador. Sin embargo, las colillas y los papeles seguían cayendo diariamente en las aceras. Pero ya nadie lo veía. Y la distancia entre realidad y mundos ficticios individuales aumentó.

Las lentes “reflejo” no eran sólo polarizadas sino también polarizantes. Exaltaban aquello que ya nos habitaba, reforzándolo, y eliminando disimuladamente cualquier sana incertidumbre que pudiera desafiarlo. Por otro lado, las lentes manipulaban tamaños, formas y demás mensajeros de la percepción para ocultar y ridiculizar cualquier realidad que no encajara con el color de nuestra camiseta ideológica cual piezas de Tetris. Al fin y al cabo, ese comportamiento era el más rentable para unas gafas que querían ser usadas. Cambiar camisetas se hizo más complicado sin poder ir de compras. Y la muerte de la incertidumbre nos condujo al más lúgubre de los callejones: el de estar equivocado y no poder saberlo.

Más allá de estos episodios —tal vez anecdóticos, tal vez sintomáticos—, los vecinos parecían cada vez más satisfechos con sus gafas, pues el servicio incrementó su calidad. Y con ello el problema; cada vez era más difícil defenderse ante una extensión de nosotros mismos que parecía conocer nuestro apetito mejor que nuestro propio alma.

[…]

Triste, aquella noche, me dirigí al mirador del parque. Estaba vacío. Y contemplé mi barrio. Innumerables puntos amarillos, rojos, y azules brillantes cruzaban las calles a paso rápido. Siempre corriendo. Lo que antes eran mil entes con dos ojos, parecía ahora uno sólo, con dos mil ojos. Tal y como había anticipado Ortega cien años antes. A su vez, algunos, pocos, puntos verdes se movían despacio por la ciudad, viviendo, con escafandra. La división del barrio en dos era ya evidente. La desigualdad no era en conocimientos, en monedas, ni en creencias, aunque eso dijeran siempre los periódicos. La desigualdad era mucho más profunda: en control de uno mismo. Y, como casi todo, se reforzaría con el paso de los años.

El salto de la atención secuestrada y la memoria destrozada a los deseos profanados era sólo una cuestión de tiempo. Nuestra última cámara acorazada parecía no tener escapatoria.

domingo, 24 de julio de 2016

Selva

Era agradable contemplar el rastro que dejaba aquella locomotora en el cielo. Eso, y el olor del café recién hecho. Un escalofrío de satisfacción le acarició la espalda. Estaba allí, y no sabía cómo había llegado. Su compartimento era confortable: tenía espacio de sobra, una ventana amplia y limpia, una cama individual —pero cómoda y dura—, además de un sillón que le permitía contemplar el paisaje sin tener que forzar demasiado el cuello. Posiblemente hubiera compartimentos mejores, cierto; pero aquel era suficiente. Había oído hablar del Orient Express, y de vez en cuando fantaseaba con reunir todo lo que éste costaba y viajar hasta Estambul. O tal vez Venecia. Explorar. Algún día lo haría.

Los libros se apilaban en la pequeña mesita que acompañaba al sillón. Allí sentado alternaba pasar páginas con largos periodos observando la naturaleza que desfilaba por la ventana. No sabía mucho sobre los árboles que tenía enfrente y, sin embargo, su belleza le divertía. De hecho, él era de la opinión de que la belleza se contagia, y por ello siempre procuraba rodearse de elementos con brillo.

La vida en el tren era excitante. La gente sonreía, caras nuevas en cada pasillo, caras nuevas que buscaban otras caras nuevas, para conversar, presentarse, ó únicamente intercambiar miradas de júbilo por estar en aquel tren. Al fin y al cabo, eran jóvenes y tenían ante ellos una oportunidad especial. Un atardecer entabló conversación con una peculiar pareja. Él era un personaje imponente, alto y fuerte, de ojos claros. Una de esas personas que estrechaba la mano con convicción, y decía lo que pensaba. Había pasado años en una escuela de ingeniería, aprendiendo a levantar puentes. Ella, tímida y de sonrisa escurridiza, seguía con atención las explicaciones sobre lo que diferencia a un buen puente de un puente magnífico, quizá soñando con recorrer estos últimos algún día. Una sensual mancha de nacimiento donde acababa su ceja derecha la hacía realmente atractiva.

La gente le gustaba; aunque no era lo único. Los cocineros de aquel tren le conquistaban día tras día. En su vida había conocido a verdaderos fanáticos del paladar, amigos suyos que no se gastarían sus ahorros en camisas, viajes u otros vicios comunes, sino que lo darían todo por degustar el más selecto menú. Él, ciertamente, no era así. No estaba educado en las sutilezas de la cocina, no era capaz de diferenciar lo bueno de lo mejor. Sin embargo, disfrutaba con los sabores exóticos que emanaban diariamente de su plato en el vagón restaurante. Además, había adquirido por unos pocos francos un tocadiscos antiguo, junto con varios vinilos de artistas de blues americanos de los que nunca había oído hablar. El ritmo de aquella música rápidamente se apoderó de él. Los detalles a menudo cambian la magnitud de una experiencia, y lo que le enamoraba de aquel sitio era su olor. Simplemente olía a nuevo. Y le gustaba. Mucho.

Muchos de los pasajeros se reunían en las largas noches para beber, cantar y bailar. Era divertido. Él creía en la moderación, y se esforzaba por ponerla en práctica. Por ello, cuando escapaba de sus libros bañados en blues, y se unía a las animadas veladas, no bebía más de uno o dos Old Fashioned, antes de retirarse a una hora siempre prudente. Afortunada o desafortunadamente, los vivos tienen accidentes. Y una noche después del segundo llegó el tercero, y después del tercero vinieron demasiados más. Tambaleándose, y tras torcer todos los cuadros que adornaban el pasillo de su vagón, finalmente aterrizó en su compartimento. El alcohol picaba en su estómago y en su mente. Como no podía dormir, se sentó en su sillón y contempló árboles desfilar.

Por la noche, la luz que emanaba del tren apenas permitía adentrar la mirada unos metros entre la frondosa manada de troncos, hojas y ramas. A menudo se preguntaba qué albergarían aquellos bosques. Ebrio y sólo, la duda le inundó aún más. Todo ocurrió en un instante. El tren marchaba tranquilo, acertó a observar una sombra, siguió el movimiento con los ojos. Una figura humana danzaba por las copas de los árboles, se deslizaba como el agua sigue el curso de un río rocoso: ágil, libre, al compás de la noche. Era parte de aquel bosque. No podía creer lo que veía.

Y fue así como conoció a Selva.

En los días que siguieron le observó durante horas. Sus movimientos, su piel, sus afilados ojos. No lo entendía, se preguntaba quién sería, qué haría allí, cómo podría sobrevivir volando medio-desnudo por la inmensidad del océano verde, en el calor asfixiante del día, en la fría soledad de la noche. Sintió compasión; sintió pena. El salvaje nunca tendría la posibilidad de viajar en su tren. Su mente analítica le incitaba a buscar respuestas. Leyó sus libros, consultó sus notas, reflexionó. La respuesta no llegó.

Una noche, después de varios cócteles, avistó de nuevo a Selva en el bosque. Se decidió a abrir la ventana, y a asomar la cabeza. Inmediatamente, el frío —o el miedo— le golpeó fuerte. Poco a poco el olor de la tierra húmeda, y los sonidos de la naturaleza fueron entrando en él. De repente, se dio cuenta de que tenía casi medio cuerpo fuera de aquel tren. Estaba tranquilo, y fantaseó. ¿Cómo sería su vida como nómada, lejos del calor de su camarote sobre raíles? Jugueteó con la idea de saltar y seguirle, con la convicción del adicto que sueña con poner fin a su amada pesadilla. Por un momento, pensó estar sólo a unos metros de Selva, cuando en realidad les separaban kilómetros. Selva lo advirtió.

El tiempo pasa rápido: los minutos, las horas, los días, y hasta las semanas. A veces olvidaba a donde se dirigía, pero el tren mantenía el rumbo, inmutable. Adelante. La vida en el tren seguía igual. O casi. Era más complicado encontrar caras nuevas y, de algún modo, notó que se veía a menos gente por los pasillos, en el restaurante, en las reuniones nocturnas. La uniformidad crecía.

Y súbitamente se sintió bien. Se encontraba a gusto, asentado. Su compartimento se había convertido en un hogar, ciertos conocidos en amigos, y el tren en su universo. La rutina, ese traicionero calor que anestesia la visión, acalla las preguntas y —en definitiva— complace al alma, le fue dominando lentamente. La vida iba bien, estaba siguiendo el guión que había planeado. Se fusionó con el tren; simplemente avanzaban juntos. Olvidó el bosque; los arboles estaban cada vez más lejos.

La ventana seguía frente a su sillón. No parecía tan grande como antaño y, después de varios golpes, no se podía abrir completamente. Seguía pasando mucho tiempo allí, leyendo y escribiendo, y de vez en cuando Selva aparecía, deslizándose elegantemente a una velocidad endiablada. Luego desaparecía durante largas épocas. En ocasiones regresaba con otros como él, un espectáculo parecido al de esos delfines del mar que se entretienen escoltando a un barco atestado de cámaras.

El aspecto físico de Selva evolucionaba. Varias cicatrices le cubrían ahora una pierna y parte del costado izquierdo, su mirada era más profunda, y su tupida barba daba contundencia a su rostro. Sus músculos, definidos y sudorosos, reflejaban la adrenalina del que no entiende de zonas de confort. Sin embargo, aún había algo en aquel hombre que desprendía un potente aroma a juventud.

Adivinar lo que esconde lo desconocido es imposible; pero intuir la magnitud de lo que puede albergar es sencillamente cosa de brujas. Y es que entonces las preguntas —que se pueden enterrar pero no matar—volvieron con la fuerza de un vendaval. ¿Y si Selva iba y venía entre innumerables trenes a lo largo y ancho del continente? ¿Cómo serían esos trenes? ¿Y sus pasajeros? ¿Qué experiencias, qué recuerdos, qué conocimientos se encerrarían tras esas descuidadas barbas? Al fin y al cabo, ¿quién era el verdadero salvaje?

Se agobió. Necesitaba aire. Oler algo nuevo. Abrió como pudo la ventana y sacó la cabeza. Decenas de Selvas parecían levitar de forma caótica, danzando de rama en rama. Y en ese preciso instante, se le heló la sangre. Acababa de divisar una inconfundible marca de nacimiento en uno de ellos. Se abalanzó hacia adelante para intentar cerciorarse de que sus ojos no le engañaban y, cuando estuvo a punto de perder el equilibrio, se dio cuenta de que estaba más fuera que dentro del tren. Y llegó su momento. La idea y su balanza cruzaron su mente como un relámpago. Podía saltar, intentar volar y adentrarse en un lugar que no aparecía en sus mapas. Podía caer, perderse en la noche ó, tal vez, morir de frío. Volvió la vista atrás, vio su viejo tocadiscos, sus libros garabateados, vio su tren.

[…]

A la mañana siguiente se levantó con resaca. Y solamente vio desgaste. Estaba demasiado acostumbrado al olor de la estancia como para advertir lo que hacía tiempo le había embriagado. Se dio una larga ducha mientras aún pensaba en lo acontecido la noche anterior. El agua caía, pero era otra cosa lo que le taladraba. Se sentía como ese niño que gira hacia la derecha en una bifurcación en busca de caramelos para, repentinamente, intuir que grandes tesoros podrían aguardar al final del camino de la izquierda. Pero sabía que ese mismo niño —caprichoso— posiblemente siempre soñara con montañas de caramelos escondidos en el camino que decidió no tomar. Ese argumento le tranquilizó. Sin embargo, también sabía que él no había girado a la izquierda ni a la derecha: tan solo había seguido recto. Como siempre hacía. Salió de la ducha, y se secó con una toalla aún mojada tras su último baño. Mientras tanto, indiferente, el tren seguía lo marcado por los raíles.

No volvió a ver a Selva nunca más. Puede que los peligros de su mundo se lo hubieran llevado para siempre. Puede que no hubiera sobrevivido a la enésima cicatriz. O puede que hubiera descubierto otros trenes jóvenes, con pintura y olor nuevos, otros trenes más interesantes a los que perseguir. Y —pensó— hasta puede que, sencillamente, hubiera perdido la esperanza de seducirle. Puede que Selva hubiera sido parte de él todo este tiempo, el espejismo de la aventura en su alma, que había ido desvaneciéndose, muriendo, gradualmente hasta evaporarse para dejar barrotes en una ventana que antes daba al mundo.

Y entonces comprendió que era preso en su propia casa. Entendió que jamás iría a Estambul. Ni tampoco a Venecia. Se dio cuenta de que ya no era dueño de su futuro, sólo era espectador del mismo. No abandonaría ese tren; ese tren que ya no olía a nada en absoluto, ese tren con paredes sin misterios y comida sin sabor. Y sin embargo, ese tren le llevaba a un futuro aún desconocido. La idea le reconfortó. Tapó aquella maldita ventana con un póster de colores.

Hizo café; el blues sonó. Sonrió allí sentado.

Y —una vez más—, simplemente se dejó llevar.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El Arte del Huracán. El Arte Huracanado.

El entrenador entró en la sala. Todo su equipo aguardaba. Muchos ojos se clavaron en él. Se aflojó el nudo de la corbata. Y alzó la mirada hacia su público.

- Existe una enfermedad muy común y extendida en el mundo de los grifos. Se conoce como el Síndrome del Pomo Cerrado. Y, créanme, es algo terrible. En ocasiones, el grifo tiene agua esperando. Agua que desea salir. Agua que merece salir. Pero el grifo, tras pensarlo detenidamente y sopesando demasiados factores, entiende y decide que lo mejor es esperar. Simplemente esperar. Esperar a tiempos mejores. O esperar a tiempos peores. Esperar a tener más agua para poder soltar cierta cantidad y, simultáneamente, ser capaz de mantener unos litros en la recámara. Por si acaso. El grifo considera que él no tiene control alguno sobre el agua que le llega. Y, por tanto, debe ser prudente. Prudente. El grifo actúa fatalmente influenciado por la filosofía del agricultor del desierto, ese que no sabe qué día las nubes le sorprenderán enviándole el agua que tanto necesita.

Finalmente, el grifo llegará un momento en que fallezca. Por causas terceras. En ese preciso instante, la tragedia será un hecho. Un grifo que pudo haber llenado el lago Atitlán, apenas habrá derramado unas pocas gotas más que lágrimas la mujer media de Brooklyn. Dicen que la energía ni se crea ni se destruye. Dicen que la energía sólo se transforma. Lamentablemente, esto no ocurre con el agua que un grifo no compartió. Ese agua muere. Desaparece. Probablemente, ese agua jamás existió.

En mi primer día en la Academia de Entrenadores, el director del curso comenzó diciendo “Señores, las decisiones correctas son aquellas que conllevan el menor tiempo de lloros.” Es paradójico, ¿saben? Ese grifo que no quiso llorar en vida, llorará desde cualquier cementerio para grifos. Y lo hará para siempre.

No hay que reservar nada. No hay que guardar las ideas en un baúl cerrado con un candado por miedo a que nos las roben. Puesto que pueden robarnos una idea concreta, o dos, o quizá incluso quinientas, más no pueden robarles la capacidad de generar ideas. Eso es algo que es únicamente suyo. Está grabado a fuego en su mente.

No hay que esperar. Ni por miedo a tiempos de menor inspiración. Ni por inseguridad. No se pasen la vida diseñando, revisando y mejorando un único avión sin llegar siquiera a probarlo. No. Construyan cien aviones y háganlos volar. Habrán conquistado el cielo. Habrán experimentado y visto algunos arder. Aprenderán. Y además el último será espectacular. Cualquier chef con las yemas de los dedos insensibles por las repetidas quemaduras puede confirmar lo que les digo: hasta los más finos manjares de la cocina oriental pierden su sabor si se quedan demasiado tiempo en el congelador. Asuman su responsabilidad con la Humanidad, compartan su talento, compartan todo aquello que tengan dentro. Sea mucho ó sea poco. Y háganlo ya. Llamen a las puertas que se encuentren. Usen su tiempo, pues éste se les acabará cuando menos lo sospechen. Su tiempo es finito. Lo que podrán producir a lo largo de su vida también lo será. No obstante, su capacidad para crear es infinita. Así que no intenten repartir la creación en el tiempo. Lo hecho, hecho queda. Y lo intentado despeja las dudas del alma.

No hay que posponer lo genial. Así habrá tiempo para más.

Amigos, let the water flow. – concluyó con una leve sonrisa.