domingo, 24 de julio de 2016

Selva

Era agradable contemplar el rastro que dejaba aquella locomotora en el cielo. Eso, y el olor del café recién hecho. Un escalofrío de satisfacción le acarició la espalda. Estaba allí, y no sabía cómo había llegado. Su compartimento era confortable: tenía espacio de sobra, una ventana amplia y limpia, una cama individual —pero cómoda y dura—, además de un sillón que le permitía contemplar el paisaje sin tener que forzar demasiado el cuello. Posiblemente hubiera compartimentos mejores, cierto; pero aquel era suficiente. Había oído hablar del Orient Express, y de vez en cuando fantaseaba con reunir todo lo que éste costaba y viajar hasta Estambul. O tal vez Venecia. Explorar. Algún día lo haría.

Los libros se apilaban en la pequeña mesita que acompañaba al sillón. Allí sentado alternaba pasar páginas con largos periodos observando la naturaleza que desfilaba por la ventana. No sabía mucho sobre los árboles que tenía enfrente y, sin embargo, su belleza le divertía. De hecho, él era de la opinión de que la belleza se contagia, y por ello siempre procuraba rodearse de elementos con brillo.

La vida en el tren era excitante. La gente sonreía, caras nuevas en cada pasillo, caras nuevas que buscaban otras caras nuevas, para conversar, presentarse, ó únicamente intercambiar miradas de júbilo por estar en aquel tren. Al fin y al cabo, eran jóvenes y tenían ante ellos una oportunidad especial. Un atardecer entabló conversación con una peculiar pareja. Él era un personaje imponente, alto y fuerte, de ojos claros. Una de esas personas que estrechaba la mano con convicción, y decía lo que pensaba. Había pasado años en una escuela de ingeniería, aprendiendo a levantar puentes. Ella, tímida y de sonrisa escurridiza, seguía con atención las explicaciones sobre lo que diferencia a un buen puente de un puente magnífico, quizá soñando con recorrer estos últimos algún día. Una sensual mancha de nacimiento donde acababa su ceja derecha la hacía realmente atractiva.

La gente le gustaba; aunque no era lo único. Los cocineros de aquel tren le conquistaban día tras día. En su vida había conocido a verdaderos fanáticos del paladar, amigos suyos que no se gastarían sus ahorros en camisas, viajes u otros vicios comunes, sino que lo darían todo por degustar el más selecto menú. Él, ciertamente, no era así. No estaba educado en las sutilezas de la cocina, no era capaz de diferenciar lo bueno de lo mejor. Sin embargo, disfrutaba con los sabores exóticos que emanaban diariamente de su plato en el vagón restaurante. Además, había adquirido por unos pocos francos un tocadiscos antiguo, junto con varios vinilos de artistas de blues americanos de los que nunca había oído hablar. El ritmo de aquella música rápidamente se apoderó de él. Los detalles a menudo cambian la magnitud de una experiencia, y lo que le enamoraba de aquel sitio era su olor. Simplemente olía a nuevo. Y le gustaba. Mucho.

Muchos de los pasajeros se reunían en las largas noches para beber, cantar y bailar. Era divertido. Él creía en la moderación, y se esforzaba por ponerla en práctica. Por ello, cuando escapaba de sus libros bañados en blues, y se unía a las animadas veladas, no bebía más de uno o dos Old Fashioned, antes de retirarse a una hora siempre prudente. Afortunada o desafortunadamente, los vivos tienen accidentes. Y una noche después del segundo llegó el tercero, y después del tercero vinieron demasiados más. Tambaleándose, y tras torcer todos los cuadros que adornaban el pasillo de su vagón, finalmente aterrizó en su compartimento. El alcohol picaba en su estómago y en su mente. Como no podía dormir, se sentó en su sillón y contempló árboles desfilar.

Por la noche, la luz que emanaba del tren apenas permitía adentrar la mirada unos metros entre la frondosa manada de troncos, hojas y ramas. A menudo se preguntaba qué albergarían aquellos bosques. Ebrio y sólo, la duda le inundó aún más. Todo ocurrió en un instante. El tren marchaba tranquilo, acertó a observar una sombra, siguió el movimiento con los ojos. Una figura humana danzaba por las copas de los árboles, se deslizaba como el agua sigue el curso de un río rocoso: ágil, libre, al compás de la noche. Era parte de aquel bosque. No podía creer lo que veía.

Y fue así como conoció a Selva.

En los días que siguieron le observó durante horas. Sus movimientos, su piel, sus afilados ojos. No lo entendía, se preguntaba quién sería, qué haría allí, cómo podría sobrevivir volando medio-desnudo por la inmensidad del océano verde, en el calor asfixiante del día, en la fría soledad de la noche. Sintió compasión; sintió pena. El salvaje nunca tendría la posibilidad de viajar en su tren. Su mente analítica le incitaba a buscar respuestas. Leyó sus libros, consultó sus notas, reflexionó. La respuesta no llegó.

Una noche, después de varios cócteles, avistó de nuevo a Selva en el bosque. Se decidió a abrir la ventana, y a asomar la cabeza. Inmediatamente, el frío —o el miedo— le golpeó fuerte. Poco a poco el olor de la tierra húmeda, y los sonidos de la naturaleza fueron entrando en él. De repente, se dio cuenta de que tenía casi medio cuerpo fuera de aquel tren. Estaba tranquilo, y fantaseó. ¿Cómo sería su vida como nómada, lejos del calor de su camarote sobre raíles? Jugueteó con la idea de saltar y seguirle, con la convicción del adicto que sueña con poner fin a su amada pesadilla. Por un momento, pensó estar sólo a unos metros de Selva, cuando en realidad les separaban kilómetros. Selva lo advirtió.

El tiempo pasa rápido: los minutos, las horas, los días, y hasta las semanas. A veces olvidaba a donde se dirigía, pero el tren mantenía el rumbo, inmutable. Adelante. La vida en el tren seguía igual. O casi. Era más complicado encontrar caras nuevas y, de algún modo, notó que se veía a menos gente por los pasillos, en el restaurante, en las reuniones nocturnas. La uniformidad crecía.

Y súbitamente se sintió bien. Se encontraba a gusto, asentado. Su compartimento se había convertido en un hogar, ciertos conocidos en amigos, y el tren en su universo. La rutina, ese traicionero calor que anestesia la visión, acalla las preguntas y —en definitiva— complace al alma, le fue dominando lentamente. La vida iba bien, estaba siguiendo el guión que había planeado. Se fusionó con el tren; simplemente avanzaban juntos. Olvidó el bosque; los arboles estaban cada vez más lejos.

La ventana seguía frente a su sillón. No parecía tan grande como antaño y, después de varios golpes, no se podía abrir completamente. Seguía pasando mucho tiempo allí, leyendo y escribiendo, y de vez en cuando Selva aparecía, deslizándose elegantemente a una velocidad endiablada. Luego desaparecía durante largas épocas. En ocasiones regresaba con otros como él, un espectáculo parecido al de esos delfines del mar que se entretienen escoltando a un barco atestado de cámaras.

El aspecto físico de Selva evolucionaba. Varias cicatrices le cubrían ahora una pierna y parte del costado izquierdo, su mirada era más profunda, y su tupida barba daba contundencia a su rostro. Sus músculos, definidos y sudorosos, reflejaban la adrenalina del que no entiende de zonas de confort. Sin embargo, aún había algo en aquel hombre que desprendía un potente aroma a juventud.

Adivinar lo que esconde lo desconocido es imposible; pero intuir la magnitud de lo que puede albergar es sencillamente cosa de brujas. Y es que entonces las preguntas —que se pueden enterrar pero no matar—volvieron con la fuerza de un vendaval. ¿Y si Selva iba y venía entre innumerables trenes a lo largo y ancho del continente? ¿Cómo serían esos trenes? ¿Y sus pasajeros? ¿Qué experiencias, qué recuerdos, qué conocimientos se encerrarían tras esas descuidadas barbas? Al fin y al cabo, ¿quién era el verdadero salvaje?

Se agobió. Necesitaba aire. Oler algo nuevo. Abrió como pudo la ventana y sacó la cabeza. Decenas de Selvas parecían levitar de forma caótica, danzando de rama en rama. Y en ese preciso instante, se le heló la sangre. Acababa de divisar una inconfundible marca de nacimiento en uno de ellos. Se abalanzó hacia adelante para intentar cerciorarse de que sus ojos no le engañaban y, cuando estuvo a punto de perder el equilibrio, se dio cuenta de que estaba más fuera que dentro del tren. Y llegó su momento. La idea y su balanza cruzaron su mente como un relámpago. Podía saltar, intentar volar y adentrarse en un lugar que no aparecía en sus mapas. Podía caer, perderse en la noche ó, tal vez, morir de frío. Volvió la vista atrás, vio su viejo tocadiscos, sus libros garabateados, vio su tren.

[…]

A la mañana siguiente se levantó con resaca. Y solamente vio desgaste. Estaba demasiado acostumbrado al olor de la estancia como para advertir lo que hacía tiempo le había embriagado. Se dio una larga ducha mientras aún pensaba en lo acontecido la noche anterior. El agua caía, pero era otra cosa lo que le taladraba. Se sentía como ese niño que gira hacia la derecha en una bifurcación en busca de caramelos para, repentinamente, intuir que grandes tesoros podrían aguardar al final del camino de la izquierda. Pero sabía que ese mismo niño —caprichoso— posiblemente siempre soñara con montañas de caramelos escondidos en el camino que decidió no tomar. Ese argumento le tranquilizó. Sin embargo, también sabía que él no había girado a la izquierda ni a la derecha: tan solo había seguido recto. Como siempre hacía. Salió de la ducha, y se secó con una toalla aún mojada tras su último baño. Mientras tanto, indiferente, el tren seguía lo marcado por los raíles.

No volvió a ver a Selva nunca más. Puede que los peligros de su mundo se lo hubieran llevado para siempre. Puede que no hubiera sobrevivido a la enésima cicatriz. O puede que hubiera descubierto otros trenes jóvenes, con pintura y olor nuevos, otros trenes más interesantes a los que perseguir. Y —pensó— hasta puede que, sencillamente, hubiera perdido la esperanza de seducirle. Puede que Selva hubiera sido parte de él todo este tiempo, el espejismo de la aventura en su alma, que había ido desvaneciéndose, muriendo, gradualmente hasta evaporarse para dejar barrotes en una ventana que antes daba al mundo.

Y entonces comprendió que era preso en su propia casa. Entendió que jamás iría a Estambul. Ni tampoco a Venecia. Se dio cuenta de que ya no era dueño de su futuro, sólo era espectador del mismo. No abandonaría ese tren; ese tren que ya no olía a nada en absoluto, ese tren con paredes sin misterios y comida sin sabor. Y sin embargo, ese tren le llevaba a un futuro aún desconocido. La idea le reconfortó. Tapó aquella maldita ventana con un póster de colores.

Hizo café; el blues sonó. Sonrió allí sentado.

Y —una vez más—, simplemente se dejó llevar.