tag:blogger.com,1999:blog-8529677124633283292024-03-06T07:31:20.690+01:00nirvana con chocolaterikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.comBlogger35125tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-41492603941058242712020-12-31T19:22:00.001+01:002020-12-31T19:24:21.080+01:00Montañas de Deseos<p><span style="font-family: arial;">Aterricé para descubrir un calor seco, un aeropuerto caótico, y una ciudad donde no había semáforos. Pagué en dólares mi visado para unos cuantos días, y fui en busca de alguien con un cartel con mi nombre.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Acceder no fue fácil. El todoterreno de marca blanca se tambaleaba violentamente bajo las órdenes de nuestro habilidoso conductor local. Subíamos la montaña, acompañados de unos paisajes espectaculares, y —la verdad— no sabía muy bien qué me esperaba al otro lado.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Al llegar a Rampur, tuve la extraña sensación de ser observado desde todos los rincones de aquel pequeño poblado con apenas cien familias. Al fin y al cabo, yo venía del espacio exterior. Sonreí. Y, aunque había intentado educarme en lo contrario, en el fondo de mí mismo portaba la mentalidad del astronauta con escafandra que va a juzgar un planeta inexplorado. Un planeta que necesita aprobación. La mía. Mi bolsa de viaje de marca ecológica no sólo traía medicinas para una guerra, botellas de agua para un desierto, y ropa de batalla. Por desgracia, también portaba una tonelada de prejuicios y condescendencia.</span></p><p><span style="font-family: arial;">No había carreteras; los todoterrenos se quedaban a menudo varados en mitad de barro y rocas. El agua se acababa a las 8.30 de la mañana en los tres grifos públicos de la aldea, y no era potable. Para ello, llevaba conmigo unas cuantas pastillas potabilizadoras. Las familias racionaban los pocos litros de los que disponían para beber, limpiar, cocinar, alimentar a sus animales, y —si sobraba algo— asearse. Dormía sobre una tabla de madera, a escasos metros de cabras, gallinas y búfalos. A las 5.30am la orquesta de la naturaleza hacía imposible dormir. Los niños debían andar una hora y media para llegar a la escuela —montaña arriba, en la aldea de al lado—, y otra y pico para volver. Iban en chanclas aunque, curiosamente, con un uniforme impoluto. Caminaban por un sendero que me ponía en serias dificultades, con mis botas de $150 diseñadas por ingenieros de campeonato. Día tras día, la comida y la cena eran arroz blanco y sopa de lentejas, <i>dal bhat</i>. No había desayuno, más allá de un té. Y, por supuesto, no había médicos en horas —literalmente— a la redonda.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Yo estaba allí para ayudar. Ayudarles a ellos. O eso quería creer. </span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">Durante los primeros días, aprendí cómo funcionaba la comunidad, a qué se dedicaba cada familia, y en qué consistía su rutina. Mi trabajo era intentar descubrir qué pequeños cambios podían mejorar la calidad de vida en la aldea, e identificar qué problemas frenaban su desarrollo. Un ejemplo eran los pequeños préstamos que hacían unos vecinos a otros: un foco de tensiones constante, donde el anonimato bancario al que yo estaba acostumbrado no era una opción, y la armonía social del pueblo siempre estaba en juego. Además, mi objetivo allí era repartir una serie de micro-donaciones entre las familias de la aldea: agricultores de tomates y coliflores, criadores de pollos y cabras, un sastre, así como humildes comerciantes locales. </span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">Pasaron los días. Y quería saber si aquella gente era feliz. Quería saber cuánto lo eran, y porqué. Necesitaba imperiosamente medir y comparar con lo que yo conocía, y documentarlo todo antes de huir de allí para siempre. Estaba en mí ADN: la comparación constante era el motor de allí donde yo venía, y alimentaba el venenoso juego donde los ganadores pierden menos.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Mis cálculos indicaban que era altamente improbable que los habitantes de la aldea fueran felices. La vida era monótona —que los días de la semana tuvieran nombre era simplemente un capricho. Tenían pocas expectativas de mejorar y, al margen de las incomodidades diarias, el espectro de vivencias que les aguardaba a lo largo de la vida se me adivinaba limitado. Muy pocos llegarían a abandonar la imponente montaña. Al menos, todo aquello creía yo. Al fin y al cabo, los esquemas mentales son un sutil titiritero; uno que desliza en nosotros una conclusión de partida, y nos invita sigilosamente a inventar cualquier narrativa que la confirme y justifique. Arenas movedizas de las que es difícil escapar.</span></p><p><span style="font-family: arial;">El idioma era una gran barrera. Asal, mi traductor siempre sonriente, mediaba entre mis ocurrencias extravagantes y la gente de Rampur. Una noche, impaciente ante no poder cuantificarlo todo, tuve una idea. Mientras evitaba mosquitos y disfrutaba del licor local (al que unos llamaban vino, y otros whisky), me acerqué al padre de una familia que plantaba tomates y alubias, para venderlos en un mercado cercano. Se llamaba Ranjeet. Pensé que una buena forma de medir su nivel de felicidad y entusiasmo con la vida consistía en entender sus deseos. Y ver qué tipo de carencias abordaban. Por ello, le pedí a Asal que preguntara a aquel hombre cuales serían los tres deseos que pediría a un genio de la lámpara que se le apareciera de repente.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Asal se quedó pensativo al principio; sorprendido, divertido. Al cabo de unos segundos, tras sonreír, se dirigió a Ranjeet y le transformó mi pregunta de forma totalmente ininteligible para mí, en Nepalí, escapando la conversación a mi control. Por mi cabeza rondaban respuestas potenciales: ¿Hablaría del agua? ¿De mejores carreteras? ¿Un médico más cerca? ¿Universidad para sus hijos en la capital? Jamás olvidaré la reacción de aquel padre de familia. Me miró, y explotó en una carcajada estruendosa que bien duró un minuto. Finalmente, se encogió de hombros, dijo que no sabía (ni parecía que le interesara demasiado), se dio la vuelta y volvió a sus quehaceres. Ranjeet no necesitaba nada lo suficiente como para desearlo. ¿Acaso no era esa la más poderosa plenitud?</span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">Pensé y pensé sobre la respuesta de Ranjeet. O la falta de ella.</span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">Y todo sucedió una tarde. Descansaba en el porche de mi choza, leyendo distraído un libro, cuando Ranjeet se acercó, y me indicó con la mano que le siguiera. Dejé mi libro sobre la esterilla de mimbre, me puse mis botas embarradas, y fui tras los pasos de Ranjeet.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Aún no conocía todos los recovecos de aquella aldea de montaña. Y al seguir a Ranjeet, descubrí caminos estrechos entre los que no me había adentrado antes. Tras varios giros, y saludar con Namasté a varias personas desconocidas que descansaban en la puerta de sus casas, mirando al infinito como estatuas, nos encontramos ante una choza de aspecto singular. No estaba rodeada de tantos animales como las demás; las gallinas parecían respetar su entrada, y desviaban sus paseos disimuladamente. Además, varias estacas de madera adornadas con imágenes de mantras tibetanos y otros símbolos de aspecto místico anticipaban la energía especial del lugar. Ranjeet se detuvo, y se volvió hacia mí. Me miró con una sonrisa, no exenta de cierta solemnidad y respeto, y señalando a la puerta, repitió dos veces una palabra en Nepalí que luego aprendí significaba “maestro”. Allí me esperaba el maestro espiritual de la aldea. Entré. Sólo y sin traductor.</span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">El interior, diáfano y humilde, se parecía mucho a otros que había visto. Al fondo, apoyado contra la pared, se encontraba un hombre cuya edad era difícil de estimar, con ojos claros y afables. Su mirada se clavó en mi, y con un ademán me invito a sentarme. Por algún extraño motivo, me imagine la estancia como la corte y tribunal donde probablemente se resolvían las disputas del pueblo.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― ¿Disfrutas las montañas que nos rodean? ¿Los árboles verdes? ¿El canto de esos animales cuyo nombre, posiblemente, desconoces?</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Por supuesto. Son únicos, nunca había visto algo igual. ― respondí de forma casi automática. Era cierto, pero habría dicho lo mismo si no lo fuera.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Y, sin embargo, realmente no los ves cuando miras a tu alrededor. — afirmó tajante.</span></p><p><span style="font-family: arial;">No respondí, pues supuse que lo elaboraría.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― La belleza y la armonía de nuestra tierra es como un río. Un río que debería fluir de tus ojos a tu mente, e inundarte. Rápido y embriagador. Un vendaval que lo eclipsa todo. Sin embargo, esa tubería tuya está atascada; lo que entra por tus ojos no llega en todo su esplendor a ti, pues tu atención está lejos. Pensando en otro tiempo y en otro lugar. En lo abstracto, que no se puede tocar, no brilla, ni huele. Pero se adhiere, y martillea por dentro. No estás aquí.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Ciertamente, tenía razón. Desde mi llegada, había puesto una cortina de análisis presuntuoso entre aquella realidad y la mía. Experimentaba por videoconferencia y con guantes.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Preguntas por deseos. A nuestros hombres que disfrutan absortos su presente, les pides que imaginen un futuro diferente —tal vez mejor, tal vez no— y que sufran por no tenerlo. — espetó con tono un tanto acusador.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Sólo quería entender…</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Resulta curioso. El enfermo debería envidiar al sano. Esa falta de deseos que tanto te sorprende, que ves como un mundo interior incompleto o una ambición dormida; esa falta de deseos que ves como un paso aún por dar, es precisamente lo que nos hace libres aquí. Libres de la mayor esclavitud; la de señalar como fracaso todo lo que no sigue el dictamen de nuestros deseos.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Me mordí la lengua antes de contestar. Al fin y al cabo, tampoco sabía qué decir. Me resistía sin embargo a pensar que tener propósitos fuera perjudicial.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Llevas una mochila pesada contigo, amigo. Todos esos deseos artificiales que de una forma u otra han acabado dentro de ti, esas metas milimetricamente inoculadas en tu interior, te limitan, te persiguen, y te pesan como piedras a la espalda. Dan forma a tus actos, a tus decisiones, consumen tu tiempo y tus nervios. Ni siquiera cuando duermes eres capaz de escapar de tu prisión. — hizo un breve parada para fumar de su pipa — Y quieres entender porqué…</span></p><p><span style="font-family: arial;">Pasaron unos segundos, minutos u horas, no estoy seguro. Tranquilos, en silencio.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Me miró con una mirada triste, y lo que es aún peor, con cierta condescendencia. Aquello quemaba. Y entendí que eso era precisamente lo que yo llevaba haciendo desde que llegué allí.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Tengo algo para ti. ― me dijo al fin, esbozando una ligera sonrisa.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Con un rápido movimiento agarró un pequeño botijo de bambú, en el que yo hasta entonces no había reparado. Era pequeño, estaba cerrado, y parecía desgastado y antiguo. Me lo extendió, y lo cogí. Pesaba más de lo que habría anticipado.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Te ayudaré. — añadió orgulloso.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Disfruté el olor y la paz de aquel lugar durante unos segundos, sabiendo que su explicación estaba al caer. Supuse que aún no debía abrir aquel recipiente.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Contiene todos tus deseos. Y te permitirá eliminar aquellos que no quieras. Hay deseos y motivaciones que, como el helio, te empujan y elevan. Perseguirlos es una aventura que, incluso si termina de forma abrupta y repentina, habrá merecido la pena. Pues lo importante es de hecho el camino. Son simples; no descansan en complicados malabarismos entre pasado, futuro, y presente. E iluminarían tus ojos aún en mitad de estas montañas. No pierdas tu helio, pues te hará volar.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Se tocó la barba pensativo y tranquilo.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Por otro lado, tus deseos hechos de roca te impiden avanzar. Los introdujeron en tu interior sin que te dieras cuenta. Se sostienen en promesas de un fin lejano y, tal vez, grandioso a ojos de jueces sin toga. En otra época y lugar habrían sido distintos, ya que se basan en una identidad colectiva, de tribu, que te estrangula. — dudó un segundo mientras enumeraba características terribles, y carraspeó — Por ello, te serían inútiles en una isla desierta.</span></p><p><span style="font-family: arial;">El maestro disfrutó otra larga calada de su pipa.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Y la vida es, demasiado a menudo, una isla desierta. — añadió divertido.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Empecé a comprender lo que decía el hombre que tenía enfrente.</span></p><p><span style="font-family: arial;">― Sé cuidadoso al usarlo y elegir. Y, cuando vuelvas a tu mundo, recuerda que no hay hombre más libre que aquel capaz de establecer sus propios deseos. — concluyó.</span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">Metí el recipiente de deseos y una caja de cerillas en mi mochila. Y empecé a caminar montaña arriba, pensando en lo que me había dicho el maestro. Me acompañaba una mezcla entre curiosidad y miedo por lo que me podía encontrar en aquel recipiente. Me crucé con varios campesinos que volvían de cortar hojas y hierbas en la selva para alimentar a sus cabras; llevaban todo lo recogido en un enorme cesto a su espalda, sujeto mediante unas cintas a su frente. Tras saludarles, me pregunté si mis deseos me estarían encorvando de igual forma. Y haciendo cada paso más difícil.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Después de subir y subir, finalmente vi un saliente que parecía el lugar adecuado. Las nubes eran ligeras ese día, y la estampa era espectacular. Tenía buena parte del Himalaya enfrente mío: el monte Manaslu justo delante, y el rango de la cordillera de Annapurna a mi izquierda. Al ver aquellos picos, majestuosos e indiferentes, entendí que mi vocabulario necesitaba palabras nuevas. Demasiado a menudo tildaba de impresionantes algunos inventos recientes; inventos humanos que palidecían al lado de esas barbaries de las ciencias sísmicas. Allí sentado, por fin, abrí el recipiente de mis deseos. Y miré dentro.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Tiras y más tiras de papel, con palabras garabateadas en diferentes colores. Muchas más de las que había imaginado. Saqué una y la leí. Una mueca de disgusto se dibujó en mi cara. Saqué otra, y una leve sonrisa. Saqué y saqué. Y no tuve más remedio que reconocerme en esas descripciones de mi interior. Ideas que habría negado elocuentemente en cualquier tertulia de terraza, deseos que habría desmentido ante notario, estaban allí sin embargo. Miré a las montañas con picos nevados, y quise ser de otra forma, zafarme de algunos de los deseos que llevaba dentro. Elegí mi primer enemigo; un deseo pesado como una roca. Prendí una cerilla, y vi aquel papel consumirse en llamas con satisfacción. A cambio, volví a encestar en mi interior tres deseos sobre los cuales mi convicción no titubeaba. Confiado, empece a encender cerillas y moldear lo que quería querer. Y sobre todo, a librarme de lo que no quería dentro. Mientras que cada día nos enfrentamos a un lienzo donde dibujar y añadir nuevos trazos es sencillo, la habilidad para borrar y deshacer es mucho más sutil y sofisticada. Quemé lo que pensaba que no me ayudaba, y lo que no era genuinamente mío; vi arder sin compasión recuerdos racionalizados y contaminados, anhelos resultadistas que conducían a una vida de cine o de total fracaso, codicias de manual, y ansias de domar lo que debe ser salvaje. Me deshice de deseos cuyo porqué no podía explicar. Al final, me quedé sin cerillas y tuve que innovar para hacer desaparecer lo que sobraba. Incluso me atreví a tachar lo que ponía en algunos papeles y, con un bolígrafo azul pedirme deseos a mí mismo. Los lancé sin miramientos al botijo de bambú; quién sabe, tal vez funcionara. </span></p><p><span style="font-family: arial;">Contemplé las montañas un rato más en silencio. Puede que nunca volviera a verlas. Me despedí, y cerré el recipiente. Me levanté, y volví caminando al poblado. Por realidad o por espejismo, me sentía más ligero. Tal y como había prometido al maestro, me acerqué a su choza y dejé el botijo en la puerta. A partir de ahora, si quería controlar mis deseos, lo tendría que hacer por mí mismo.</span></p><p><span style="font-family: arial;">Me invadió una extraña tranquilidad. El tiempo aminoró la marcha. Todo iba bien, y no había prisa.</span></p><p><span style="font-family: arial;">[…]</span></p><p><span style="font-family: arial;">La voz de la azafata me despertó súbitamente. Estábamos llegando a Kathmandu. Somnoliento, miré por la ventana. Aquello coincidía con las fotos que había visto en mi guía. Se me escapó una sonrisa. Y luego recordé que por desgracia no había cerillas mágicas, y todos mis deseos seguían allí, intactos, en algún sitio, en lo más profundo de mí.</span></p>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-57938214804350662012020-04-26T19:29:00.000+02:002020-04-26T19:29:37.220+02:00Tesoros de Abril<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Muros de humo,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">deseos de cartón,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">ruido que inunda</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">brújula y corazón.</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><br /></span>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Lapiceros al viento</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">danzan sin motor.</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Ayer se fue,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">mañana no existió.</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><br /></span>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Besos y palabras,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">espejismos son.</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Fluyen ríos veloces</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">al calor del Sol.</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><br /></span>
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">Sólo perdura,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">profundo y galán,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">silencioso y dispuesto,</span><br />
<span style="font-family: Verdana, sans-serif;">el amor sin autor.<br /><br /><br /></span><span style="background-color: white; color: #222222; font-family: sans-serif; font-size: 14px;">—</span><span style="font-family: Verdana, sans-serif;"><i> Dedicado a MCA.</i></span>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-85244776518121327862019-11-06T23:24:00.000+01:002019-11-06T23:24:04.953+01:00La gente que no podía ignorar<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Recuerdo cuando aún pensaba que las tres monedas que me daba mi madre cada mañana de sábado me hacían rico. Por aquel entonces, en mi barrio era difícil dividir a los vecinos en dos tipos de personas, en dos grupos. Cualquier diferencia era poco relevante. Ni los buenos eran tan buenos, ni los malos tan malos. Ni los más felices poseían un secreto definitivo y envidiado por sus compañeros de escalera, ni conocimientos, puntos de vista o anhelos de signo cambiado podían dar al traste con una primera cita. Lo que es aún más importante: cualquier diferencia oscilaba y fluctuaba en el tiempo como las olas del mar. Padres e hijos lanzaban sus dados de forma prácticamente independiente; el pasado no encarrilaba el futuro. Los buenos y los malos momentos en las vidas de unos y otros iban y venían sin más patrón que el camino del borracho que vuelve a casa. Por ello, si me hubieran ofrecido los caramelos llenos de azúcar que compraba con mis tres monedas por describir una división de mi vecindario en dos, no habría sabido qué decir. Habría argumentado, como mucho, que unos animaban al equipo Norte mientras que otros eran incondicionales del Sur en el derbi futbolístico de la ciudad.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las personas nacen con dos cámaras acorazadas en el mismísimo fondo de sí mismas: la de su memoria y la de sus deseos. Esta es la triste historia sobre cómo demasiadas llaves fueron robadas, muros derruidos, y almas pirateadas. Y, de paso, es la historia sobre cómo años después podría haber obtenido mis caramelos con una respuesta más sencilla, evidente y, a la vez, desgarradora.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Todo comenzó un día de verano cuando yo era ya un adolescente. Bueno, posiblemente todo comenzó mucho antes, pues al fin y al cabo mi barrio no era nada especial, y lo mismo ocurrió simultáneamente en otros lugares. Los vendedores de gafas llegaron. Llegaron haciendo ruido, en una caravana amarilla, moderna y atractiva, con una ventana alargada que emulaba la barra de un bar. Los barman encarnaban la primera impresión que cualquiera desearía producir; eran guapos, sonrientes, simpáticos, y parlanchines. En un barrio donde rara vez pasaba algo, la novedad atrajo a la gente de inmediato. Aquellos hombres y mujeres, ataviados con una gorra con un enigmático símbolo griego, vendían un producto extraño. Inicialmente, los vecinos comentaban que eran gafas. Aún recuerdo cómo algunos —degustando ese placer periodístico de informar al de al lado— afirmaban que la montura era glamurosa, pues estaba a la última moda, y era parecida a la que llevaban los actores tales o cuales de Hollywood. Al principio no le di mucha importancia. Pensé que sería una de esas agresivas campañas de marketing para publicitar un producto nuevo y bonito. Un producto cuyo alto precio respondía no sólo al objeto en sí, sino que reflejaba la oportunidad de diferenciarse del vecino que no podía permitírselo. Una manera de comprar estatus; una forma de hacer <i>signaling</i>. Lo habíamos visto antes. Pero luego me di cuenta de que me equivocaba.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Pasaron los días, y los más aventureros se decidieron a ir a la caravana más cercana y hacerse con unas gafas. Entonces la información fue fluyendo por el vecindario. Todo el mundo tenía un amigo lejano que se había hecho con ellas. La patilla izquierda tenía grabado el logo de la marca en gris oscuro, una elegante Gamma cursiva. Y la montura venía con un conjunto de lentes diferentes que el propietario podía intercambiar con facilidad. Sorprendentemente, el color de la montura cambiaba en función de las lentes que se colocaran en ella, en varios tonos agradables aunque, a la vez, llamativos y exóticos. Según decían los primeros vecinos, más allá de lo estético, distintas lentes tenían diversos efectos característicos. Aunque estos efectos sólo se entenderían con el tiempo. Lo más curioso de todo es que las gafas eran totalmente gratuitas. O, al parecer, no había que pagar por ellas. Ninguno de mis vecinos preguntó el porqué.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Al igual que tantos jóvenes, en tantos barrios, uno de mis planes de tarde de viernes favoritos consistía en comprar cervezas y frutos secos con mis amigos, y subir al parque del mirador desde el que podíamos ver todo nuestro barrio, e incluso más allá. Charlábamos durante horas, hasta que el sol se iba. Hablábamos de todo y de nada, pero allí estábamos, juntos y entretenidos. Aprendiendo a querernos, construyendo una historia común. Poco tiempo después de que la primera caravana amarilla hiciera resonar su sirena por la calle grande del barrio, mi amigo Andrés trajo sus nuevas gafas al banco del parque donde siempre acampábamos. Todo giró en torno a ellas aquel día. Éramos unos cuantos, como de costumbre, y nos turnamos en hacer mil preguntas y en probar las gafas. Mis amigos estaban entusiasmados con el nuevo gadget. Venía con tres lentes: unas transparentes y clásicas, unas más oscuras, y finalmente unas de tono verdoso. Con las primeras lentes, el color de la montura apenas cambiaba de su amarillo original. Sin embargo, con las lentes oscuras la montura adquiría un espectacular color rojizo. Finalmente, los cristales verdosos hacían que la montura se tornase azul turquesa, un color parecido al del fondo del mar en las fotos de lunas de miel de revista. El nombre impreso en la pequeña tarjeta que acompañaba esas lentes era “reflejo”.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Andrés estaba encantado con su adquisición. ¡Y no le habían costado nada!</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Era sólo el principio; y es que eran unas gafas especiales. Por lo visto tenían una tecnología novedosa y futurista que permitía al portador mirar igual, pero ver más. La versión clásica no parecía ayudar de modo alguno, pero las lentes oscuras eran otra historia. Apenas me las probé un minuto; lo suficiente para pensar que aquello era prácticamente mágico. Las gafas me absorbieron, mis sentidos se agudizaron. Cuando movía los ojos, las gafas enfocaban algunos de los objetos más cercanos. Eran capaces de detectar hasta el movimiento de las hojas de árboles lejanos. Su uso era estimulante y divertido, podía apuntar y hacer zoom con un sutil movimiento de mirada. Normalmente, la diferencia entre unas gafas de mayor o menor precio recaía en su diseño, sus materiales, y la calidad de sus lentes. Las Gamma, sin embargo, complementaban al dueño, permitían ver más. O eso queríamos pensar.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Y eso no es todo. Mejorarán con el tiempo; su <i>software</i> se actualiza automáticamente por Internet. — aseguró Andrés orgulloso, repitiendo lo que aseguraban todos los carteles que ahora inundaban las calles.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Entre gritos, risas, y afirmaciones rotundas y poco científicas se nos fueron las horas. Soñábamos juntos con las cosas que podríamos hacer con esas gafas. Todos envidiábamos a Andrés, y era evidente que el viernes siguiente cada uno de nosotros tendría sus propias Gamma. Cuando finalmente las gafas ya habían pasado por todas las manos, volví a probármelas. Esta vez quería ver cómo eran las lentes reflejo. Al principio, no estaba claro lo que hacían. Todo parecía igual. Puede ser que viera a algunos de mis compañeros de batalla más borrosos que a otros, puede ser que mi buen amigo de la infancia Bruno proyectara a mis ojos más carisma que de costumbre, ó tal vez mi mente —simplemente— intentaba encontrar alguna explicación que justificase la razón de ser de tales lentes.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Los días y las semanas pasaron, y la fiebre por las gafas sólo aumentó. Todos mis amigos se hicieron con unas; cada vez se veía a más vecinos con ellas. Por eso, las volví a probar un par de veces. Sin embargo, algo me inquietaba. Las gafas me hacían sentir enclaustrado, incómodo, prisionero. La realidad aumentada era adictiva, y —al mismo tiempo— notaba que tenerlas puestas me obligaba a fijarme en aspectos de mi alrededor que no me interesaban, en detalles, en ruido. Tenía la sensación de que perdía el control y el mando de mi mente, ó, cuanto menos, de que lo compartía con los dictados de aquel aparato de plástico.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Finalmente, me decidí a ir a la tienda, aunque no sé muy bien porqué ni con qué objetivo. Es lo que tienen los carteles. Acabé pasándome por una de las caravanas que solía estar aparcada a escasos metros de mi casa.</span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Hola, buenos días. He venido porque quería informarme un poco sobre las gafas Gamma. — comencé, intentando dejar claro que aún no había decidido si me iba a llevar unas.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— ¡Bienvenido! Las Gamma son unas gafas revolucionarias, con el diseño más moderno y elegante del mercado. No se arrepentirá de llevárselas puestas. — respondió, con un mensaje que probablemente hubiera repetido cientos de veces.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Sí, la verdad es que muchos conocidos míos las tienen, y están muy contentos. Sin embargo, las he probado un par de veces, y he notado sus efectos. No son como unas gafas corrientes, y querría entender mejor qué es lo que hacen. — pregunté.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— ¡Exacto! No son como las demás gafas. Hacen a su portador único y especial. Con ellas será usted la envidia del barrio. — volvió a añadir. Entonces entendí que iba a ser complicado sacarle de tales eslóganes. Armado de paciencia, lo volví a intentar una vez más.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— ¿Cómo funcionan? ¿En qué consiste su tecnología? — mi cara denotaba ya cierto hastío, y mi tono no era tan simpático. Mi interlocutor, un chico joven y sonriente por obligación, comprendió que no podía volver a soltarme una de sus frases genéricas de manual.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Las Gamma tienen una tecnología super avanzada, diseñada por nuestro equipo que cuenta con los mayores expertos del planeta. Y las actualizamos constantemente. — dijo con visible orgullo en su cara.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Entonces lo entendí. Aquel hombre no sabía lo que estaba vendiendo. No es que no quisiera responder a mis preguntas, es que no podía. Ni vendedores ni compradores comprendían qué era aquello que las personas usaban diariamente durante horas. Apuntaba a receta para el desastre. Alguien podría argumentar que un vendedor de coches no conoce los detalles de los motores de cuatro cilindros. Y vende coches con elocuencia. No obstante, sí entiende los beneficios, los peligros, y las consecuencias que puede tener el uso de su producto.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Y ¿cómo puede su empresa sobrevivir si regalan todas las gafas? — pregunté de repente, al ver como otras personas a mi lado se llevaban las gafas tras firmar unos cuantos papeles pero sin abonar nada. Esta vez algo brilló en los ojos de aquel hombre.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Bueno, no regalamos todas las gafas. — acto seguido, se agachó durante unos segundos, buscando algo debajo del mostrador de la caravana, y entonces me mostró una funda verde parecida a las que había visto a mis amigos — Estas son las Gamma NoiseCancelling. Por ellas hay que pagar una tasa mensual… sustancial. — me dijo mientras señalaba un papel con un número demasiado alto para mí.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Qué raro, — respondí de manera prácticamente instantánea mirando aquellas gafas verdes — no había oído a nadie hablar de este modelo.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Sí, la verdad es que casi nadie llega a preguntar por ellas. — sentenció el vendedor.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— ¿Y qué tienen de diferentes? ¿Por qué ese precio?</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">— Usan nuestra tecnología más avanzada. — pensé que el vendedor volvía al manual de frases genéricas, cuando por fin añadió — Estas gafas ayudan a concentrarse.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Me fui de allí con un sabor agridulce. Por un lado, quería las gafas que no me podía permitir. Por otro, aún no sabía en qué consistía lo que todos mis amigos y familiares llevaban puesto cada vez más horas al día. Al mismo tiempo, empezaba a darme cuenta de que el hilo conductor de la historia era la <i>atención</i>; probablemente, la nueva divisa de nuestros tiempos.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Andrés siempre había sido alguien con hábitos corrientes. Tenía un grupo de amigos al que se sentía unido: nosotros. Sus amigos formábamos parte de su identidad. Por ello, se apuntaba a casi todas nuestras actividades: íbamos a comer, a cenar, hacíamos deporte juntos, o pequeñas escapadas a conocer el mar y la montaña. Además, Andrés disfrutaba tocando el violín desde que era un crío. Puede ser que no fuera un ávido lector, si bien es cierto que de vez en cuando nos sorprendía con alguna recomendación literaria. La verdad es que se inclinaba más por las películas; preguntarle por las triunfadoras de Venecia, Cannes o Sundance era una apuesta segura. De hecho, en su tiempo libre publicaba críticas online sobre sus últimas visitas al cine. Yo las leía de vez en cuando.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Aquellas gafas cambiaron a Andrés. Sin duda seguía queriéndonos; en la historia de Andrés nuestros nombres aparecían y aparecerían. Y continuaba viniendo a nuestras reuniones, desde luego. Al menos físicamente. Las veladas donde antes defendía apasionadamente sus opiniones sobre el tema de actualidad de la semana, se transformaron lentamente en otras donde un Andrés más silencioso cenaba aislado de su mesa, mirando algo a lo que los demás no podíamos acceder. Los viajes seguían sucediendo, aunque motivados de forma distinta. No tenía tiempo de disfrutar los paisajes ni la experiencia, pues debía compartirlo todo con el mundo entero simultáneamente.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las películas y el violín también sufrieron un gran varapalo. Andrés iba al cine —como a todos lados— con sus gafas puestas. Y seguía yendo a ver películas elegidas con el criterio de un experto. Antes, sus ojos despiertos eran capaces de advertir detalles que otros no veíamos, y de extraer todo el sabor de aquellas obras de arte. Pero ahora las gafas filtraban su visión, direccionaban lo mostrado en la pantalla en ciertos ángulos, especiaban el plato a su discreción antes siquiera de que Andrés pudiera probarlo.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Aún recuerdo cuando le pregunté por la última producción de su director americano favorito. Nervioso, no supo explicarme qué le había parecido. Y admitió, balbuceante, que no recordaba bien los detalles.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Y el pobre violín y las reseñas online requerían demasiado tiempo concentrado. Las constantes interrupciones de las gafas lo hacían imposible. La paciencia era cosa del pasado; los bloques de tres minutos pedir demasiado.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">No había, sin embargo, nada especial en el caso de Andrés. Podría contar lo mismo sobre mi amigo Bruno y el tenis y la cocina, o sobre Carmen y su extinguida pasión por la pintura y la escritura.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
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<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Durante los siguientes meses fui testigo de cómo las gafas de Andrés accedieron a apartados de su persona que deberían ser inquebrantables. Dicen que en cada persona hay un faro de base pentagonal, posiblemente pintado a rallas blancas y rojas, que emite luz potente, y en lo alto tiene una pequeña sala de mandos desde la cual se contempla el mundo exterior y se toman decisiones de todo tipo. Diferentes culturas le dan diferentes nombres. Hasta entonces, siempre existió un fino muro que separaba el mando de control del faro de Andrés de ese mundo exterior. Es cierto que sus decisiones se veían influidas por lo que veía desde allí arriba y lo que experimentaba; sí, claro. Y no me malinterpreten, a veces Andrés tomaba decisiones equivocadas. Sin embargo, las Gamma fueron más allá. Abrieron la puerta de su faro y subieron las escaleras; se agenciaron un sillón junto a él, y empezaron a tomar decisiones de forma conjunta o —a veces— incluso unilateralmente.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Se libró una lucha silenciosa entre su voluntad y la del aparato; una lucha que desafortunadamente nadie advirtió, ni siquiera el propio Andrés. Una lucha que —poco a poco— Andrés y todos sus amigos fueron perdieron. Progresivamente; socialmente; asumiendo como normal algo que poco tiempo atrás habría justificado una visita al loquero. Y entonces Andrés pasó a ser esclavo del piloto automático —el peor de los compañeros—, y a consumir todo aquello que las gafas decidieron mostrarle. Sin rechistar. Pensamientos que habrían nacido en su mente libre fueron abortados antes incluso de ser embrión. No había tiempo para ellos en una realidad donde se le servía constantemente algún contenido nuevo que ver o escuchar, acompañado siempre de una pregunta diabólica y muchas veces implícita: <i>¿te gusta o no?</i></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Al fin y al cabo, la pregunta constante es la más sencilla forma de dominación.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Años después lo comprendería mejor. Mihaly Csikszentmihalyi, un psicólogo húngaro de la Universidad de Chicago, definió hace décadas el <i>flow</i> como un estado mental de concentración absoluta para alcanzar un objetivo concreto. En ese estado interaccionan profundamente el reto de la propia empresa, las habilidades de la persona, y, cómo no, el sex-appeal del juego que nos conduce a nuestra meta. Obras de arte, teorías científicas disruptivas, ó decisiones estratégicas en guerras demasiado largas nacieron de este tipo de hechizo. Pero también creaciones intelectuales más mundanas de gente corriente: desde los malabarismos necesarios en las cuentas a fin de mes de una familia humilde, ó la forma de reutilizar y renovar la ropa remendada que perteneció al hermano mayor, al siguiente y al posterior, hasta la nueva lasaña de la abuela con su toque especial.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Ahora, desgraciadamente, nos veíamos empujados de manera salvaje al flow prostituido, al <i>bucle lúdico</i>. Csikszentmihalyi lo describió hace casi 25 años como el ‘lado oscuro del flow’, y eso que aún no había oído hablar de las gafas Gamma. Andrés había caído en ese bucle: una interacción solitaria, con pequeñas inyecciones de placer y estímulo cada cierto tiempo, y un futuro monótono y uniforme, sin final ni objetivo definido.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las gafas eran nuevas; el fenómeno no tanto. De pequeño había visto entrevistas en la televisión a ludópatas adictos a las tragaperras, en casinos brillantes de Las Vegas. Recuerdo mi sorpresa cuando, tras horas y horas allí sentados, ante las preguntas del reportero, los adictos admitían saber que habían perdido, perdían y perderían dinero. Les daba igual; no querían dinero. Estaban allí porque el continuo y vacuo juego les permitía entrar en un estado mental de reposo y paz silenciosa. Entrar en <i>stand-by</i>.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las gafas habían traído el casino a nosotros. Lo habían envuelto, actualizado y disfrazado, eliminado su estigma. Habían modernizado y optimizado el concepto de stand-by. La brutal diferencia era que nosotros no éramos conscientes de lo que estábamos perdiendo. No sabíamos que llevábamos una máquina tragaperras sobre las orejas y la nariz, ni tampoco lo que nos estaba costando.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Algún sabio afirmó que la atención es el guardaespaldas del hotel de la memoria. Y, efectivamente, ante una atención desbordada, bombardeada, desfigurada por la constante promesa de la novedad, sobrepasada por estímulos infinitos y por llamadas fosforitas en todas direcciones y a todas horas, las compuertas de nuestra cabeza quedan rotas. El guardaespaldas cae; ya no hay cola ordenada, ni lista de espera, ni dress-code. Todo puede entrar. Y, por tanto, todo debe salir, para que luego pase lo siguiente. Y ya nada destaca, pues destacar requiere tiempo. Y evaluación. Y detalles. E intimar, con nuestras propias vivencias, con el nacimiento de nuestros propios recuerdos.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">La gente que no puede ignorar está condenada a no poder recordar. Y es difícil decidir si aquel que no recuerda ha vivido en absoluto.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Natasha Dow Schüll pasó muchos años viajando de forma regular a Las Vegas. Esta antropóloga americana descubrió que el maná perseguido por los adictos al juego no era sino la posibilidad de fundirse en una realidad adormecida, donde las máquinas marcan el tempo, y uno sólo ha de responder de forma automática y dejarse llevar. Sin expectativas, sin futuro, sin miedo a no saber qué hacer, en ese scroll infinito.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Lo bautizó como <i>la zona de la máquina</i>.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">El nuestro es un mundo selvático; de grandes victorias y grandes derrotas personales, de montañas rusas de ánimo, con sequías de adrenalina durante mucho tiempo y décadas vividas en apenas segundos. Por ello, por lo que tiene de extremo e inestable, a veces el mundo da vértigo. Y ahí las gafas aportaban seguridad. Tranquilidad. Racionalizaban los estímulos, la novedad, mandando pequeñas cápsulas de ilusión como un sistema de riego por goteo.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">No sé a qué tenían miedo mis vecinos antes. Ahora les aterraba el no hacer nada, y mirar al frente, sin más. Y aburrirse, llegado el caso. Les aterraba enfrentarse a tomar el mando de sus pensamientos. Las gafas ofrecían una solución, una salida barata, dando al portador siempre algo que ver y consumir, y la garantía de que eso no cambiaría.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las gafas y las actualizaciones que nos habían prometido llegaron. Y aprendieron a hacer cosas sorprendentes. De alguna forma, por algún motivo, por alguna correlación estadística cotilla o quién sabe qué, cada vez acertaban más en cómo enfocarnos la mirada, y en qué mostrar. </span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las gafas descubrieron que pintar las flores y los árboles de colores estrambóticos y con estampados de mascotas divertidas embelesaba a la mitad de los encuestados. Tal fue el efecto, que el concejal en funciones tuvo que pasar una propuesta para añadir una sirena a los pasos de peatones y evitar un despunte en los atropellos.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Igualmente, las Gamma aprendieron que a la gente le gustaba ver las calles limpias y relucientes, y por ello filtraron todo aquello molesto a los ojos del portador. Sin embargo, las colillas y los papeles seguían cayendo diariamente en las aceras. Pero ya nadie lo veía. Y la distancia entre realidad y mundos ficticios individuales aumentó.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Las lentes “reflejo” no eran sólo polarizadas sino también polarizantes. Exaltaban aquello que ya nos habitaba, reforzándolo, y eliminando disimuladamente cualquier sana incertidumbre que pudiera desafiarlo. Por otro lado, las lentes manipulaban tamaños, formas y demás mensajeros de la percepción para ocultar y ridiculizar cualquier realidad que no encajara con el color de nuestra camiseta ideológica cual piezas de Tetris. Al fin y al cabo, ese comportamiento era el más rentable para unas gafas que querían ser usadas. Cambiar camisetas se hizo más complicado sin poder ir de compras. Y la muerte de la incertidumbre nos condujo al más lúgubre de los callejones: el de estar equivocado y no poder saberlo.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Más allá de estos episodios —tal vez anecdóticos, tal vez sintomáticos—, los vecinos parecían cada vez más satisfechos con sus gafas, pues el servicio incrementó su calidad. Y con ello el problema; cada vez era más difícil defenderse ante una extensión de nosotros mismos que parecía conocer nuestro apetito mejor que nuestro propio alma.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">[…]</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">Triste, aquella noche, me dirigí al mirador del parque. Estaba vacío. Y contemplé mi barrio. Innumerables puntos amarillos, rojos, y azules brillantes cruzaban las calles a paso rápido. Siempre corriendo. Lo que antes eran mil entes con dos ojos, parecía ahora uno sólo, con dos mil ojos. Tal y como había anticipado Ortega cien años antes. A su vez, algunos, pocos, puntos verdes se movían despacio por la ciudad, viviendo, con escafandra. La división del barrio en dos era ya evidente. La desigualdad no era en conocimientos, en monedas, ni en creencias, aunque eso dijeran siempre los periódicos. La desigualdad era mucho más profunda: en control de uno mismo. Y, como casi todo, se reforzaría con el paso de los años.</span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;"><br /></span></div>
<div style="text-align: justify;">
<span style="font-family: Helvetica Neue, Arial, Helvetica, sans-serif;">El salto de la atención secuestrada y la memoria destrozada a los deseos profanados era sólo una cuestión de tiempo. Nuestra última cámara acorazada parecía no tener escapatoria.</span></div>
rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-37678561949864092862016-07-24T03:13:00.000+02:002016-07-24T03:13:44.120+02:00Selva<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
Era agradable contemplar el rastro que dejaba aquella locomotora en el cielo. Eso, y el olor del café recién hecho. Un escalofrío de satisfacción le acarició la espalda. Estaba allí, y no sabía cómo había llegado. Su compartimento era confortable: tenía espacio de sobra, una ventana amplia y limpia, una cama individual —pero cómoda y dura—, además de un sillón que le permitía contemplar el paisaje sin tener que forzar demasiado el cuello. Posiblemente hubiera compartimentos mejores, cierto; pero aquel era suficiente. Había oído hablar del Orient Express, y de vez en cuando fantaseaba con reunir todo lo que éste costaba y viajar hasta Estambul. O tal vez Venecia. Explorar. Algún día lo haría.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
Los libros se apilaban en la pequeña mesita que acompañaba al sillón. Allí sentado alternaba pasar páginas con largos periodos observando la naturaleza que desfilaba por la ventana. No sabía mucho sobre los árboles que tenía enfrente y, sin embargo, su belleza le divertía. De hecho, él era de la opinión de que la belleza se contagia, y por ello siempre procuraba rodearse de elementos con brillo.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
La vida en el tren era excitante. La gente sonreía, caras nuevas en cada pasillo, caras nuevas que buscaban otras caras nuevas, para conversar, presentarse, ó únicamente intercambiar miradas de júbilo por estar en aquel tren. Al fin y al cabo, eran jóvenes y tenían ante ellos una oportunidad especial. Un atardecer entabló conversación con una peculiar pareja. Él era un personaje imponente, alto y fuerte, de ojos claros. Una de esas personas que estrechaba la mano con convicción, y decía lo que pensaba. Había pasado años en una escuela de ingeniería, aprendiendo a levantar puentes. Ella, tímida y de sonrisa escurridiza, seguía con atención las explicaciones sobre lo que diferencia a un buen puente de un puente magnífico, quizá soñando con recorrer estos últimos algún día. Una sensual mancha de nacimiento donde acababa su ceja derecha la hacía realmente atractiva.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
La gente le gustaba; aunque no era lo único. Los cocineros de aquel tren le conquistaban día tras día. En su vida había conocido a verdaderos fanáticos del paladar, amigos suyos que no se gastarían sus ahorros en camisas, viajes u otros vicios comunes, sino que lo darían todo por degustar el más selecto menú. Él, ciertamente, no era así. No estaba educado en las sutilezas de la cocina, no era capaz de diferenciar lo bueno de lo mejor. Sin embargo, disfrutaba con los sabores exóticos que emanaban diariamente de su plato en el vagón restaurante. Además, había adquirido por unos pocos francos un tocadiscos antiguo, junto con varios vinilos de artistas de blues americanos de los que nunca había oído hablar. El ritmo de aquella música rápidamente se apoderó de él. Los detalles a menudo cambian la magnitud de una experiencia, y lo que le enamoraba de aquel sitio era su olor. Simplemente olía a nuevo. Y le gustaba. Mucho.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
Muchos de los pasajeros se reunían en las largas noches para beber, cantar y bailar. Era divertido. Él creía en la moderación, y se esforzaba por ponerla en práctica. Por ello, cuando escapaba de sus libros bañados en blues, y se unía a las animadas veladas, no bebía más de uno o dos Old Fashioned, antes de retirarse a una hora siempre prudente. Afortunada o desafortunadamente, los vivos tienen accidentes. Y una noche después del segundo llegó el tercero, y después del tercero vinieron demasiados más. Tambaleándose, y tras torcer todos los cuadros que adornaban el pasillo de su vagón, finalmente aterrizó en su compartimento. El alcohol picaba en su estómago y en su mente. Como no podía dormir, se sentó en su sillón y contempló árboles desfilar.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
Por la noche, la luz que emanaba del tren apenas permitía adentrar la mirada unos metros entre la frondosa manada de troncos, hojas y ramas. A menudo se preguntaba qué albergarían aquellos bosques. Ebrio y sólo, la duda le inundó aún más. Todo ocurrió en un instante. El tren marchaba tranquilo, acertó a observar una sombra, siguió el movimiento con los ojos. Una figura humana danzaba por las copas de los árboles, se deslizaba como el agua sigue el curso de un río rocoso: ágil, libre, al compás de la noche. Era parte de aquel bosque. No podía creer lo que veía.</div>
</div>
<div class="p2">
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
</div>
<div class="p1">
<div style="text-align: justify;">
Y fue así como conoció a <b>Selva</b>.</div>
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En los días que siguieron le observó durante horas. Sus movimientos, su piel, sus afilados ojos. No lo entendía, se preguntaba quién sería, qué haría allí, cómo podría sobrevivir volando medio-desnudo por la inmensidad del océano verde, en el calor asfixiante del día, en la fría soledad de la noche. Sintió compasión; sintió pena. El salvaje nunca tendría la posibilidad de viajar en su tren. Su mente analítica le incitaba a buscar respuestas. Leyó sus libros, consultó sus notas, reflexionó. La respuesta no llegó.</div>
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Una noche, después de varios cócteles, avistó de nuevo a Selva en el bosque. Se decidió a abrir la ventana, y a asomar la cabeza. Inmediatamente, el frío —o el miedo— le golpeó fuerte. Poco a poco el olor de la tierra húmeda, y los sonidos de la naturaleza fueron entrando en él. De repente, se dio cuenta de que tenía casi medio cuerpo fuera de aquel tren. Estaba tranquilo, y fantaseó. ¿Cómo sería su vida como nómada, lejos del calor de su camarote sobre raíles? Jugueteó con la idea de saltar y seguirle, con la convicción del adicto que sueña con poner fin a su amada pesadilla. Por un momento, pensó estar sólo a unos metros de Selva, cuando en realidad les separaban kilómetros. Selva lo advirtió.</div>
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El tiempo pasa rápido: los minutos, las horas, los días, y hasta las semanas. A veces olvidaba a donde se dirigía, pero el tren mantenía el rumbo, inmutable. Adelante. La vida en el tren seguía igual. O casi. Era más complicado encontrar caras nuevas y, de algún modo, notó que se veía a menos gente por los pasillos, en el restaurante, en las reuniones nocturnas. La uniformidad crecía.</div>
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Y súbitamente se sintió bien. Se encontraba a gusto, asentado. Su compartimento se había convertido en un hogar, ciertos conocidos en amigos, y el tren en <i>su</i> universo. La rutina, ese traicionero calor que anestesia la visión, acalla las preguntas y —en definitiva— complace al alma, le fue dominando lentamente. La vida iba bien, estaba siguiendo el guión que había planeado. Se fusionó con el tren; simplemente avanzaban juntos. Olvidó el bosque; los arboles estaban cada vez más lejos.</div>
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La ventana seguía frente a su sillón. No parecía tan grande como antaño y, después de varios golpes, no se podía abrir completamente. Seguía pasando mucho tiempo allí, leyendo y escribiendo, y de vez en cuando Selva aparecía, deslizándose elegantemente a una velocidad endiablada. Luego desaparecía durante largas épocas. En ocasiones regresaba con otros como él, un espectáculo parecido al de esos delfines del mar que se entretienen escoltando a un barco atestado de cámaras.</div>
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El aspecto físico de Selva evolucionaba. Varias cicatrices le cubrían ahora una pierna y parte del costado izquierdo, su mirada era más profunda, y su tupida barba daba contundencia a su rostro. Sus músculos, definidos y sudorosos, reflejaban la adrenalina del que no entiende de zonas de confort. Sin embargo, aún había algo en aquel hombre que desprendía un potente aroma a juventud.</div>
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Adivinar lo que esconde lo desconocido es imposible; pero intuir la <i>magnitud</i> de lo que puede albergar es sencillamente cosa de brujas. Y es que entonces las preguntas —que se pueden enterrar pero no matar—volvieron con la fuerza de un vendaval. ¿Y si Selva iba y venía entre innumerables trenes a lo largo y ancho del continente? ¿Cómo serían esos trenes? ¿Y sus pasajeros? ¿Qué experiencias, qué recuerdos, qué conocimientos se encerrarían tras esas descuidadas barbas? Al fin y al cabo, ¿quién era el verdadero salvaje?</div>
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Se agobió. Necesitaba aire. Oler algo nuevo. Abrió como pudo la ventana y sacó la cabeza. Decenas de Selvas parecían levitar de forma caótica, danzando de rama en rama. Y en ese preciso instante, se le heló la sangre. Acababa de divisar una inconfundible marca de nacimiento en uno de ellos. Se abalanzó hacia adelante para intentar cerciorarse de que sus ojos no le engañaban y, cuando estuvo a punto de perder el equilibrio, se dio cuenta de que estaba más fuera que dentro del tren. Y llegó su momento. La idea y su balanza cruzaron su mente como un relámpago. Podía saltar, intentar volar y adentrarse en un lugar que no aparecía en sus mapas. Podía caer, perderse en la noche ó, tal vez, morir de frío. Volvió la vista atrás, vio su viejo tocadiscos, sus libros garabateados, vio su tren.</div>
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[…]</div>
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A la mañana siguiente se levantó con resaca. Y solamente vio desgaste. Estaba demasiado acostumbrado al olor de la estancia como para advertir lo que hacía tiempo le había embriagado. Se dio una larga ducha mientras aún pensaba en lo acontecido la noche anterior. El agua caía, pero era otra cosa lo que le taladraba. Se sentía como ese niño que gira hacia la derecha en una bifurcación en busca de caramelos para, repentinamente, intuir que grandes tesoros podrían aguardar al final del camino de la izquierda. Pero sabía que ese mismo niño —caprichoso— posiblemente siempre soñara con montañas de caramelos escondidos en el camino que decidió no tomar. Ese argumento le tranquilizó. Sin embargo, también sabía que él no había girado a la izquierda ni a la derecha: tan solo había seguido recto. Como siempre hacía. Salió de la ducha, y se secó con una toalla aún mojada tras su último baño. Mientras tanto, indiferente, el tren seguía lo marcado por los raíles.</div>
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No volvió a ver a Selva nunca más. Puede que los peligros de su mundo se lo hubieran llevado para siempre. Puede que no hubiera sobrevivido a la enésima cicatriz. O puede que hubiera descubierto otros trenes jóvenes, con pintura y olor nuevos, otros trenes más interesantes a los que perseguir. Y —pensó— hasta puede que, sencillamente, hubiera perdido la esperanza de seducirle. Puede que Selva hubiera sido parte de él todo este tiempo, el espejismo de la aventura en su alma, que había ido desvaneciéndose, muriendo, gradualmente hasta evaporarse para dejar barrotes en una ventana que antes daba al mundo.</div>
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Y entonces comprendió que era preso en su propia casa. Entendió que jamás iría a Estambul. Ni tampoco a Venecia. Se dio cuenta de que ya no era dueño de su futuro, sólo era espectador del mismo. No abandonaría ese tren; ese tren que ya no olía a nada en absoluto, ese tren con paredes sin misterios y comida sin sabor. Y sin embargo, ese tren le llevaba a un futuro aún desconocido. La idea le reconfortó. Tapó aquella maldita ventana con un póster de colores.</div>
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Hizo café; el blues sonó. Sonrió allí sentado.</div>
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Y —una vez más—, simplemente se dejó llevar.</div>
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rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-31404047240086943252011-09-19T05:00:00.003+02:002011-09-19T05:10:10.440+02:00El Arte del Huracán. 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Todo su equipo aguardaba. Muchos ojos se clavaron en él. Se aflojó el nudo de la corbata. Y alzó la mirada hacia su público.<o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">- Existe una enfermedad muy común y extendida en el mundo de los grifos. Se conoce como el <i style="mso-bidi-font-style:normal">Síndrome del Pomo Cerrado</i>. Y, créanme, es algo terrible. En ocasiones, el grifo tiene agua esperando. Agua que desea salir. Agua que merece salir. Pero el grifo, tras pensarlo detenidamente y sopesando demasiados factores, entiende y decide que lo mejor es esperar. Simplemente esperar. Esperar a tiempos mejores. O esperar a tiempos peores. Esperar a tener más agua para poder soltar cierta cantidad y, simultáneamente, ser capaz de mantener unos litros en la recámara. Por si acaso. El grifo considera que él no tiene control alguno sobre el agua que le llega. Y, por tanto, debe ser prudente. Prudente. El grifo actúa fatalmente influenciado por la filosofía del agricultor del desierto, ese que no sabe qué día las nubes le sorprenderán enviándole el agua que tanto necesita.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">Finalmente, el grifo llegará un momento en que fallezca. Por causas terceras. En ese preciso instante, la tragedia será un hecho. Un grifo que pudo haber llenado el lago Atitlán, apenas habrá derramado unas pocas gotas más que lágrimas la mujer media de Brooklyn. Dicen que la energía ni se crea ni se destruye. Dicen que la energía sólo se transforma. Lamentablemente, esto no ocurre con el agua que un grifo no compartió. Ese agua muere. Desaparece. Probablemente, ese agua jamás existió.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">En mi primer día en la Academia de Entrenadores, el director del curso comenzó diciendo “Señores, las decisiones correctas son aquellas que conllevan el menor <i style="mso-bidi-font-style:normal">tiempo</i> de lloros.” Es paradójico, ¿saben? Ese grifo que no quiso llorar en vida, llorará desde cualquier cementerio para grifos. Y lo hará para siempre.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><b style="mso-bidi-font-weight:normal">No hay que reservar nada.</b> No hay que guardar las ideas en un baúl cerrado con un candado por miedo a que nos las roben. Puesto que pueden robarnos una idea concreta, o dos, o quizá incluso quinientas, más no pueden robarles la capacidad de generar ideas. Eso es algo que es únicamente suyo. Está grabado a fuego en su mente.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">No hay que esperar. Ni por miedo a tiempos de menor inspiración. Ni por inseguridad. No se pasen la vida diseñando, revisando y mejorando un único avión sin llegar siquiera a probarlo. No. Construyan cien aviones y háganlos volar. Habrán conquistado el cielo. Habrán experimentado y visto algunos arder. Aprenderán. Y además el último será espectacular. Cualquier chef con las yemas de los dedos insensibles por las repetidas quemaduras puede confirmar lo que les digo: hasta los más finos manjares de la cocina oriental pierden su sabor si se quedan demasiado tiempo en el congelador. Asuman su responsabilidad con la Humanidad, compartan su talento, compartan todo aquello que tengan dentro. Sea mucho ó sea poco. Y háganlo ya. Llamen a las puertas que se encuentren. Usen su tiempo, pues éste se les acabará cuando menos lo sospechen. Su tiempo es finito. Lo que podrán producir a lo largo de su vida también lo será. No obstante, su capacidad para crear es infinita. Así que no intenten repartir la creación en el tiempo. Lo hecho, hecho queda. Y lo intentado despeja las dudas del alma.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">No hay que posponer lo genial. Así habrá tiempo para más.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph">Amigos, <i>let the water flow</i>. – concluyó con una leve sonrisa.</p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <!--EndFragment--><p></p><p class="MsoNormal" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph"><o:p></o:p></p> <!--EndFragment-->rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-51522868112107925122011-09-19T02:12:00.001+02:002011-09-19T02:16:52.953+02:00the time of your life.<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjoPgYgSK0L4fnWy3Xv2GVmn8H_R2UxruUS81wRNjzPyYgJ7zEIEMixE5QMTHfMolk1aa-Ct_OVfTLpVGQJZDGjj4I7jUoN-_W5SloyetbUu0rGmna7VgSVt7qMMfthOL9qiKMKcNFePao/s1600/cc44b5b22e2d4791e24ccb7101e0702f.png" onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}"><img style="display:block; margin:0px auto 10px; text-align:center;cursor:pointer; cursor:hand;width: 400px; height: 400px;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjoPgYgSK0L4fnWy3Xv2GVmn8H_R2UxruUS81wRNjzPyYgJ7zEIEMixE5QMTHfMolk1aa-Ct_OVfTLpVGQJZDGjj4I7jUoN-_W5SloyetbUu0rGmna7VgSVt7qMMfthOL9qiKMKcNFePao/s400/cc44b5b22e2d4791e24ccb7101e0702f.png" border="0" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5653857142022549234" /></a>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-36161910983846087042011-07-18T00:42:00.002+02:002011-07-18T00:53:27.930+02:00El silencio de los mapas de Inés<div style="text-align: justify;">Fue todo muy rápido. Yo estaba concentrada en mi plano. Era una ciudad que nunca antes había visitado. Tenía que estar atenta para no pasarme de estación, dado que iba con el tiempo justo y una leve desviación del camino exacto conseguiría que el motivo de mi viaje se desvaneciera ante mis narices mediante un cruel “<i>Closed</i>”. Tal pensamiento me recordó lo ocurrido el verano anterior en Florencia. De ninguna manera.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin embargo y por un momento, levanté la cabeza pues el tren frenaba ostentosamente al llegar a una nueva estación. Un nombre extraño comandaba el rótulo, la verdad, pero entraba en mis planes ya que había estudiado cuidadosamente la trayectoria que debía seguir. La realidad que aguardaba unos cuantos metros por encima de mi cabeza era algo totalmente desconocido para mí. Y probablemente siempre lo sería. Entonces vino a mi mente la vieja historia – que había oído en más de una ocasión - sobre un remero maltés que consumió su vida en las entrañas de una galera galocha sin llegar jamás a ver el mar. Sonreí.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces - mientras cientos de ingenieros frenaban mi tren - advertí aquella figura. Inmóvil en el andén. Erguida. Con un paraguas negro. Negro, plegado y firme. Desprendía la convicción de aquel que sabe que la puerta obedecerá sus deseos y se posará exactamente frente a él. Y así sucedió. Avanzó un par de pasos y entró en el vagón. El tren se puso de nuevo en marcha.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He de reconocer que desde el principio captó mi atención. Tengo vecinos de vida que jamás lo admitirán, no obstante, créanme, con apenas ver los ojos de una persona soy capaz de saber con quién valdría la pena recorrer la Muralla China a paso lento ó cuando es preferible mirar el reloj dos veces, hacer un falso aspaviento y salir corriendo a ningún lado en particular.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por su parte, él parecía más interesado en conseguir alcanzar la siguiente estación sin haber movido un sólo músculo del cuerpo que en lo que ocurriera en el resto del vagón. Era más joven de lo que había imaginado en un primer momento. Y más guapo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No sé cuántas estaciones me pasé mirándole. Muchas, creo. Era cómodo pues no había riesgo alguno de ser descubierta. Inventé setenta vidas para aquel señor. Todas extravagantes. Ninguna real. Finalmente, apareció tras mi ventana y sus cien grafitis el nombre que buscaba. Era mi estación. Me levanté.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Supongo que fue, en gran medida, debido a una mezcla de prisa, nerviosismo y la poca habilidad que me había caracterizado desde pequeña. Además, mi manía por llevarlo todo en las manos fue la gota que colmó el vaso. Al intentar cruzar la puerta para acceder al andén, mi bolso golpeó al extremo izquierdo de las puertas automáticas, desestabilizándome. Aún así, en última instancia pude conseguir no caerme agarrándome a la barra alrededor de la cual se deslizaba la propia puerta. Como consecuencia, tuve que soltar lo que llevaba en mi mano izquierda: el plano de metro, la entrada y un recorte de periódico. Aterrizaron dentro del vagón, a escasos centímetros de la puerta. Aturdida, observé como las puertas comenzaban de nuevo a cerrarse. En ese momento, el caballero del paraguas negro dio un paso adelante y extendió su brazo de modo que la puerta no pudiera cerrarse. Apuesto a que habría mostrado la misma seguridad para pedirle a un león que se sentara. Se agachó despacio y recogió mis cosas del suelo. Suspiré aliviada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Al levantarse, me ofreció en primer lugar el recorte de periódico. Lo acepté y antes siquiera de poder agradecérselo, dirigí mi mano de forma automática hacia el plano de metro. Sin embargo, no me lo dio. Retiró la mano con la cual lo sostenía. Apenas pasó una fracción de segundo. Mi cara no lo entendía y él me miró a los ojos. Luego comenzó a hablar:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Sólo origen y destino. Únicamente dos chinchetas: una azul y otra roja. Dos puntos. Lo demás nos da igual. Nos pasamos la vida decidiendo donde ir y siguiendo mapas para lograrlo. Siguiéndolos en silencio y sin levantar la cabeza de ellos. Sin levantar la cabeza por miedo a desviarnos, a llegar tarde, a perdernos. Y, sin embargo, realmente nos perdemos el camino, el cual es, en general, mucho más valioso en sí mismo que su desembocadura. Preferimos arrastrar el dedo por un sucio papel que la mirada por un paisaje, preferimos lo discreto en detrimento de lo continuo, preferimos la confortabilidad de los puntos ante la inmensidad de las rectas que los conectan. Corremos para no andar, para no ver, para no tener la responsabilidad de saborear. Nos quema la trayectoria, nos metemos bajo tierra para no ver lo intermedio y poder esperar ansiosos, acurrucados y cálidos con el único fin de, finalmente, subir las escaleras de nuevo para acceder a nuestro destino. Sanos y salvos. Sin habernos expuesto al proceso, al cambio. A la evolución. Somos forofos de los railes, amantes del ascensor veloz y fanáticos de los siete hitos que resumen una travesía, independientemente de su magnitud. Olvida tus mapas y disfruta del fin disfrazado de medio.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Llegas tarde, Inés. – añadió extendiéndome la entrada.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-50689185270200532302010-12-15T02:24:00.003+01:002010-12-15T02:39:23.896+01:00Fundamentos<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjahv41jkPDdub9j8yr5iirkSTzFSQjc3ytojjSR699fFVSs9g2enx7mOxCItYkyEN8b_mvUfLZTrtU9vDb9jDaJxaaBfQ3RmGO3Pngg3WK2acVdWvBRdVD-kQOxo7_CyxptIURBPhG_2Y/s1600/out_of_balance_by_Ronaaa.jpg"><img style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center; cursor: pointer; width: 400px; height: 266px;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjahv41jkPDdub9j8yr5iirkSTzFSQjc3ytojjSR699fFVSs9g2enx7mOxCItYkyEN8b_mvUfLZTrtU9vDb9jDaJxaaBfQ3RmGO3Pngg3WK2acVdWvBRdVD-kQOxo7_CyxptIURBPhG_2Y/s400/out_of_balance_by_Ronaaa.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5550714006645327858" border="0" /></a>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-29580912031137293532010-07-24T17:31:00.010+02:002010-07-24T17:44:04.692+02:00El universo de Chloé y los caramelos morados<div style="text-align: justify;"><span style="font-size:85%;">Pasajeros del vuelo </span><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0" style="font-size:85%;">IB</span><span style="font-size:85%;">6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.<br />Pasajeros del vuelo </span><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1" style="font-size:85%;">IB</span><span style="font-size:85%;">6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.</span><br /><br />Tras una alocada carrera voy a terminar a mi asiento, el de la ventanilla izquierda en la fila <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">tropecientos</span> de un avión atestado de gente de todo tipo. Junto a mí, se encuentra una cautivadora <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">renacuaja</span> de apenas tres palmos y que, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">probablemente</span>, aún no haya sido capaz de apagar más de una o dos velas a lo largo de su historia.<br /><br />Antes de despegar apago mi móvil soltando al aire una comercial melodía, y cautivando así la atención de la diminuta dama de rasgados ojos negros y pelo azabache. Me mira como lo hace un bebé, con entrega total, sin miedo al cruce de miradas durante segundos y segundos. Proponiendo un enlace eterno. Aprendiendo de todo.<br /><br />Y entonces ella comienza el juego. Como por arte de magia, saca de su bolsillo una <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_5">increíble</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">piruleta</span> de colores, un tesoro que habría hecho perder la cabeza a algunos de los más ilustres nombres de la historia. ¿Quién sabe si <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">Cristobal</span> Colón no hubiera pospuesto su búsqueda de las Indias para centrarse en conseguir aquel magnífico caramelo? Supongo que es una de esas cosas que tan pronto como las ves sabes que se hicieron para ser tuyas. Y aún más, ¿cómo demonios habría conseguido ese monigote de mirada <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">hipnotizante</span> - a su corta edad - tan dulce alhaja? Yo la miraba a ella, ella miraba a su <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">piruleta</span> y su <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">piruleta</span> miraba al universo entero. Tenía que ser mía.<br /><br />- Hola, creo que vamos a compartir un largo trayecto en este avión, y considero razonable que nos presentemos formalmente y sepamos un poco más de nuestro compañero de viaje, ¿no? - dije tratando de ser simpático.<br /><br />Sus ojos estaban fijos en mí. Por primera vez, se le escapó una juvenil sonrisa. Parecía divertida. Ante la falta de respuesta, entendí que estaba <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">completamente</span> de acuerdo.<br /><br />- Me llamo Carlos. ¿Y usted? - añadí extendiéndole la mano.<br /><br />Con su mano derecha mantenía firmemente agarrada la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_12">piruleta</span>, y ahora sus ojos escrutaban mi mano tiesa en el aire. Parecía un poco desconcertada, aunque para conseguirla estoy seguro de que habría tenido que protagonizar decenas de presentaciones a lo largo y ancho del mundo pidiendo pistas sobre su paradero. Tras unos segundos de duda, y tras animar <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_13">fervientemente</span> a la guapa azafata que se enfundaba un llamativo chaleco salvavidas para explicar cómo actuar en caso de catástrofe, finalmente accedió. Emitió un peculiar sonido que <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_14">probablemente</span> ningún catedrático de filología del mundo podría haber entendido. Acto seguido, con su rechoncha manita agarró mi dedo meñique, y durante unos pocos segundos movimos aquel extraño encaje hacia arriba y abajo.<br /><br />Ya éramos amigos. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_15">Probablemente</span>, para siempre.<br /><br />- No es mi intención ofenderla, pero considero de una dificultad que excede mis <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_16">posibilidades</span> la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_17">pronunciación</span> de su nombre, que es muy bonito desde luego. - dije utilizando todo mi poder diplomático.<br /><br />En su cuello reposaba una fina cadena de plata, que unía ambos extremos de una <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_18">plaquita</span> donde podía leerse en letras caligráficas la palabra <span style="font-style: italic;" class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_19">Chloé</span>. Aquello me dio una excelente idea.<br /><br />- Sin embargo, estimada señorita, la llamaré <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_20">Chloé</span>. Si no le importa, claro está. ¿Puedo <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_21">tutearla</span>? - dije más pendiente de la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_22">piruleta</span> que de ella.<br /><br />Al oír aquel nombre, una sonrisa se adueñó de su cara y empezó a mover las piernas y los brazos con excitación. Casi recibo un violento <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_23">piruletazo</span> en la cabeza, un rápido movimiento me salvó de perder el juego nada más empezar. Para ser honesto, su reacción incluyó algún que otro sonido pero me fue imposible <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_24">descifrarlos</span>. Así pues, la diminuta señorita se llamaba <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_25">Chloé</span>. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_26">Chloé</span> de Arco, supuse...<br /><br />Mis recursos allí sentado eran ciertamente limitados. ¿Cómo podría convencer a <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_27">Chloé</span> para que me entregara su <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_28">piruleta</span>? Metí la mano en mi bolsillo y <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_29">vi</span> qué podía encontrar. Saqué un caballo de ajedrez, pero no uno cualquiera, uno pacientemente tallado en mármol blanco por un artesano indio al que conocí en uno de mis viajes. Una pieza de un valor sentimental - e incluso económico - incalculable. Aquello era un trato justo, amigos. Lo puse encima de su mesa plegable, y simule el movimiento del caballo un par de veces. De nuevo, sus ojos abiertos de par en par - haciendo casi imposible ver su nariz <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_30">enanilla</span> - estaban embobados contemplando los saltos de mi mágico corcel.<br /><br />Se lo ofrecí a su mano vacía, a la vez que esperaba con mi otra mano su <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_31">piruleta</span>. Pero <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_32">Chloé</span>, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_33">definitivamente</span>, tenía otros planes. Me arrebató el caballo sin piedad, rió encantada, lo zarandeó un poco y posteriormente lo lanzó hacia los confines del mundo. Emitió la carcajada de bruja que demuestra que el inocente ha sido engañado vilmente. Yo, por mi parte, nunca volví a saber de él. Luego lo comprendí. Ella debía ser una reina. Y yo la había insultado, <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_34">ofreciéndole</span> un simple jinete, quien sabe si de su bando o incluso del equipo contrario.<br /><br />- <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_35">Chloé</span>, ¿tu crees en el destino? - intenté.<br /><br />Se quedó largo tiempo en silencio, pensando. En ese momento, el comandante se presentó y ella consideró más importante atender a sus interesantes <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_36">explicaciones</span> que a mi burda treta.<br /><br />Cogí la revista de la compañía, que descansaba enfrente de mí. Pasé unas cuantas páginas. Había aprendido que en cualquier negociación es bueno, de vez en cuando, dar un tiempo de descanso. Tras unos minutos, llegué a la sección de mapas, donde se reflejaban todos los destinos de la aerolínea.<br /><br />- Querida, aquí es donde nací yo. - dije señalando sobre el mapa - ¿y tú, amiga, de donde has salido? - pregunté.<br /><br /><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_37">Chloé</span> miraba sonriente el mapa, movía la cabeza buscando <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_38">probablemente</span> su lugar de procedencia. Seguro que era un lugar exótico, se veía en sus ojos. Empezó a bailar, allí mismo, sentada en su asiento y atada por un doble cinturón adaptado a sus pequeñas dimensiones. Le gustaban los mapas. Finalmente empezó a dar manotazos sobre el océano Indico.<br /><br />- <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_39">Ahmm</span>. Así que eres una hija del océano Indico. Fascinante, querida. - espeté con total sinceridad.<br /><br />Dicen que los <span style="font-style: italic;">hijos de los océanos</span> lucen la belleza del más asombroso pez de colores que por ellos pasea, la grandeza de espíritu de las sirenas y la fuerza de las olas de <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_40">alta mar</span> en sus ojos. Pero hay pocos. Muy pocos. Yo tenía enfrente a uno de ellos. Y sólo quería robarle su divina <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_41">piruleta</span>...<br /><br />Rebusque en mi bolsillo, y encontré un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_42">pintalabios</span> rojo para el que no recordaba una explicación. Desde que lo saqué, la mirada de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_43">Chloé</span> fue prisionera de - en sus pensamientos en <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_44">Chloéliano</span> - aquel extraño artefacto. Lo situé encima de la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_45">mesita</span> que reposaba enfrente de la genuina <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_46">mujercita</span>. En ese preciso momento, parecía que <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_47">Chloé</span> había conseguido lo que muchos perseguimos y perseguiremos, pero jamás conseguiremos, olvidarse de todo, aislarse del mundo, las ideas y las palmeras, y centrarse únicamente en su juguete. Para luego jugar. Cogió el <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_48">pintalabios</span> abierto, y - como un tornado de apenas 10 kilos que era - impregnó su color en todo cuanto se puso a su paso. Ella tenía ese poder especial, nunca dejaba indiferente a nada que cayera en su radio de acción. Realmente, no sé qué fue del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_49">pintalabios</span>. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_50">Probablemente</span>, cuando se cansó de él lo lanzó al infinito, para dibujar las heridas mortales al olvidado <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_51">corcél</span> blanco. ¿Acaso importa?<br /><br />¿Qué puede querer una reina? No es una pregunta trivial, y yo no era capaz de responderla. Mi rival era más fuerte que yo. No por sus <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_52">bíceps</span> del tamaño de uvas, tampoco por ser capaz de seguir las conclusiones de frías y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_53">calculadoras</span> estrategias, no. Era una cuestión de filosofía. De escalas. Aquella dama no sabría, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_54">posiblemente</span>, ni donde estaba, ni a donde se dirigía. Pero, no existía un sólo motivo en el universo que pudiera <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_55">desanimarla</span>, pues un simple caramelo morado de tienda de barrio sería capaz de devolverle toda la felicidad del mundo en apenas un instante. Compañeros, la niña era invencible.<br /><br />Aceptando mi derrota, me puse a mirar por la ventana. Desanimado, saqué lo poco que quedaba de una bolsa de 300 gramos de <span style="font-family:georgia;">M&</span><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_56" style="font-family:georgia;">Ms</span> y volqué una sucesión de bolas de colores en mi mano. Ahí se produjo el milagro. Inesperado. Sin más. Como la vida misma.<br /><br />Poco más puedo decir: <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_57">Chloé</span> se volvió loca.<br /><br />Soltó la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_58">piruleta</span>. Sin preocupación. Sin pasado, sin futuro. Sin mente. Y se abalanzó sobre el delicioso chocolate. Yo, por mi parte, sorprendido y creyendo tener el secreto de todas las reinas, agarré aquella <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_59">piruleta</span> con fuerza. Y he de decir que la vi más fea en ese mismo instante. Tal vez lo que habría quitado el sueño al <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_60">Sr</span>. Colón habrían sido las revoltosas pelotillas de chocolate.<br /><br />Había logrado volver a ser niño por un rato. Caminar sin memoria. Poder actuar como en un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_61">videojuego</span>, donde las consecuencias no son reales. O tener un piso en <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_62">Paris</span> donde bailar el último tango sin recordar nombres ni circunstancias cada martes por la noche. Y sin embargo, ella, la linda aventurera cuyo tamaño burlaría cualquier trampa de película de pirámides, no había notado nada especial en la situación. Nada. Pues para el que es <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_63">copiloto</span> del viento, nadar entre las nubes, adelantar a los pájaros más veloces y desafiar el rumbo de las veletas de los campanarios de mayor altura no es sino el pan de cada día, la obligación y el único destino. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_64">Lamentablemente</span> con los años, y como tantos otros, era altamente probable que <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_65">Chloé</span> perdiera la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_66">nacionalidad</span> oceánica. Quién sabe...<br /><br /><br />Mientras, ahí abajo, el semblante de Londres me despedía con la suavidad propia de los amantes que saben que, algún día, se volverán a ver.<br /></div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-2120801206404858832010-06-28T13:42:00.006+02:002010-07-09T16:31:01.613+02:00Rugidos de jirafa<div style="text-align: justify;">Nadie sabe su nombre. No tienen pasado. Quizá tampoco reino. Y sin embargo, rugen. Con fuerza. Supongo que, en la soledad de las largas noches, perdidos en su prisión en los márgenes del mapa de guantera - donde el viento ya no sopla, ni las estrellas brillan -, miran fijamente a la Luna y le hacen la misma pregunta que tantos y tantos olvidados niños de orfanato, tras las rejas de su particular ventana.<br /><br />Sin presentaciones. Así funciona. Prostitución discreta. Una semana tras otra. Te entregan las llaves en un sobre medio abierto, con apenas un número garabateado en él, en color rojo y caligrafía irregular. Llegas, sonríes, abres. Te quitas la chaqueta. Cierras la puerta. Introduces. Giras. Una vez, dos... Sólo un leve gemido viola el silencio. Luego lo conduces tú. Sí, hasta donde quieras.<br /><br />No hay amor. Ni una pizca. Y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">probablemente</span></span> por ello, el acelerador se pisa a fondo. Sin piedad, sin respiro. A veces con dirección, otras sin destino, pero siempre al límite. Ese fino freno hecho de consecuencias y respeto parece estar desactivado. Cuando el miedo no existe, entonces sí se puede volar.<br /><br /><div style="text-align: justify;">Realmente, es él quién te mira a los ojos. Te examina, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">cuidadosamente</span></span>. Medita. Juzga. Y este: el mentecato número 18793, ¿qué buscará? ¿querrá realmente aprender mediante ese tipo de aventuras cuya huella es imborrable en nuestra identidad? ¿O, tal y como tantos otros, sólo buscará un calmado paseo que le permita obtener un par de fotografías para poder justificar el <span style="font-style: italic;">tick</span> en la correspondiente casilla?<br /></div><br />Los leones no son esos <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">depredadores</span></span> de hermoso pelaje y majestuosa figura que no necesitan siquiera rugir para reinar. No hombre, no. Son las <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">jirafas</span> y las ardillas, pero no las más altas o las más rápidas, sino aquellas que tienen un arco y cinco flechas, y que cada vez que avistan la diana, simplemente disparan. De hecho, los leones son como los coches de alquiler.<br /><br />Sin matrícula ni dueño. Pero siempre con gasolina.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-89530045412993933262010-04-13T01:55:00.002+02:002010-04-13T02:09:00.513+02:00Trayectorias<div style="text-align: justify;">Nacen sólo cuando hay tormenta. Y son hermosas. No hay dos iguales. Lanzadas desde el precipicio más alto cuando aún no saben siquiera volar, parecen condenadas a bailar al son de los deseos del viento. Tonterías. Alguno apostaría a que su destino está escrito desde el preciso momento en que son soltadas, y los hay que irían incluso más lejos, afirmando que cualquier <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">meteorólogo</span> entendido podría - no sin cierto esfuerzo - calcular el lugar exacto donde todo acabará y habrá acabado. Pobres ingenuos...<br /><br />Tienen voluntad propia, deciden <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">mecerse</span> en las ráfagas más atractivas para cambiar de rumbo y apuntar al océano <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">índico</span>, a la caldera de la cumbre del volcán <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">Mauna</span> Loa o simplemente a la reluciente calva de un visitante que espera en la cola del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">Louvre</span>. A veces, las más valientes, decidieron tirar aviones y hundir barcos, inundar ciudades o apagar fuegos, caer justo encima de la semilla que daría luz al árbol más alto del mundo, aportar el último empujón a la manzana de la gravedad o, quizá, desfigurar las últimas letras de un final triste, y lo consiguieron, desde luego. Entonces, tras un tiempo prudencial, lo olvidan todo y vuelven a subirse a su montaña rusa esperando otra brutal bajada. Y así poco a poco, cambian el mundo. Gota a gota.<br /><br />Pero los únicos que realmente lo comprenden son ellos. Se plantan delante de una ventana en una noche lluviosa. Con su olfato blanco, deciden no mirar más allá - y así ver algo -, prefieren ver lo primero, lo cercano, lo real. Observan cómo innumerables senderos desfilan por la ventana. Unos descienden rápidamente y en línea recta; <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">probablemente</span> algún día se arrepentirán de haber cruzado sin mirar alrededor. Otros describen mil curvas, rebotan, frenan, pelean y se empeñan en vivir el mayor número de aventuras posible antes de aterrizar <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">definitivamente</span>. Y ellos, los bebés, sólo pueden <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_7">sonreír</span> absortos, tratando de tocarlas y jugar con ellas a través del delgado vidrio. Pero no pueden. Sus rechonchos <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">deditos</span> son incapaces de atravesar el fino muro. Ahí caen en la cuenta. No pueden enderezar sus voluntades. Nadie puede. Y es que tienen espíritu salvaje.<br /></div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-167733745749118222010-03-21T15:59:00.006+01:002010-03-21T16:08:14.697+01:00Juegos<div style="text-align: justify;">Con el tiempo uno descubre la amplitud, el océano, la sabana africana. Por supuesto, hay una vela diferente para cada mente, para cada ocasión y para cada discurso. Las hay rojas y azules, circulares o cuadradas, las hay sin olor alguno - para que el lector imagine y decida - o aquellas que desprenden la más dulce esencia del este, las hay verdes o amarillas, con una y mil mechas, las hay que no caben en el jardín de un rey aunque existen esas que entran en el bolsillo de cualquier americana de pana, y desde luego, las hay encendidas pero también apagadas.<br /><br />La vela sin su fuego no es más que un astronauta sin escafandra, un músico sin su instrumento o, a lo sumo, un patrón sin marineros. Es triste. Pero no está más muerta que las que creen estar encendidas por portar una ligera y monótona llama que nunca soñará siquiera con cambiar el mundo. Cuando el rastro de cera carece del grosor característico de la pasión, cuando no hay altibajos ni montañas de cera en el suelo, precedidas y seguidas de curvas imposibles, si faltan los goteos que indican que en alguna ocasión se perdió el aliento pero nunca el fuego, o cuando una vela rechaza tocar el cielo al precio de morir rápidamente, entonces es que, tal vez, vendió su alma. Pero como dijo aquel genio, eso es algo que se descubre únicamente con el tiempo.<br /></div><br /><br /><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhSrkaPBrWZFqsFqD_LjrQKSW3HarBAhq5uKyouWb6zP0A0PmZg8JnIpqgoavN6brH5Eib_xqnNanYHRMVepVudEMvfb-hmPXxFPROV9xdpdv14lvJhMG-wE37NU2WGgM5ihjJBOcxqHJQ/s1600-h/wanderer__by_luanalani.jpg"><img style="display: block; margin: 0px auto 10px; text-align: center; cursor: pointer; width: 400px; height: 266px;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhSrkaPBrWZFqsFqD_LjrQKSW3HarBAhq5uKyouWb6zP0A0PmZg8JnIpqgoavN6brH5Eib_xqnNanYHRMVepVudEMvfb-hmPXxFPROV9xdpdv14lvJhMG-wE37NU2WGgM5ihjJBOcxqHJQ/s400/wanderer__by_luanalani.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5451102358915788194" border="0" /></a><br /><br /><span style="font-weight: bold;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">Ahora súbanse</span> y disfruten el paseo.</span>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-49815305411283425502010-03-12T17:34:00.004+01:002010-03-12T17:46:48.115+01:00La princesa y la bestia<div style="text-align: justify;">Su abuelo la fundó a principios de siglo. Inicialmente sólo tenían dos modelos. El primero de ellos - el que realmente hacía salir adelante a la humilde familia - era el requerido por el uniforme del motor de aquel pequeño pueblo, la fábrica de cerveza. No era más que un simple azul oscuro, y por supuesto, liso. Eso sí, con una orgullosa etiqueta en el reverso, donde podía leerse en elegantes letras caligráficas <span style="font-style: italic;">"Faith"</span>. Más que una etiqueta, era la seña de identidad de esos cincuenta gramos de esperanza para aquellos que se levantaban día tras día para ir consumiendo su vida poco a poco - y sin poder hacer nada - entre la monotonía de los botellines de cerveza. El otro modelo era para los domingos. Alegre. Vitalista. Con una textura más suave y dulce pero un mensaje más rebelde. Sin embargo, pocos podían permitirse una segunda corbata, y la mayoría debían conformarse con llevar la de todos los días también el domingo. Ese día iban todos a la plaza, para compartir el día de fiesta con amigos y familiares, entre tertulias y cotilleos, entre sueños sobre cómo sería su vida si fueran los millonarios dueños de la fábrica y bailes en corro, entre bocadillos de cualquier fiambre barato y carcajadas que no tenían precio.<br /><br />Su padre continuó el negocio cuando su abuelo murió. Él era más atrevido, uno de esos tipos genuinos que levantan la mano cuando piden voluntarios y sólo después preguntan en qué consiste la aventura, uno de esos catedráticos de la importancia, con gracia y barba, que cuando es preguntado acerca del porqué de su sonrisa, no entiende la pregunta. Reformó y amplió la vieja tienda, diseñó una infinidad de modelos, de mil colores y estampados e incluso adquirió alguna de esas privilegiadas: las de siete dobleces. Cada vez que tuvo tiempo y dinero, viajó por el mundo en busca de nuevas ideas, de sabios secretos y asombrosas sedas. Amaba lo que hacía y, por ello, le dedicaba todo su tiempo y energías. El día en que su hijo pudo andar, le dejó sólo en mitad de una de las caóticas galerías de la tienda, para que experimentara, para que descubriera por él mismo, para que eligiera su rumbo por primera vez. Y fue en aquel preciso momento cuando lo supo, cuando su hijo volvió de la trastienda, a veces andando y a ratos gateando, con una carísima corbata italiana de seda atada de cualquier forma a modo de cinturón, con una corbata de estampado clásico en la mano izquierda y, sobre todo, con una sonrisa que no cabía en la tiendecilla. Algún día él la heredaría. Y así fue.<br /><br /><br />Había estado lloviendo intensamente durante las últimas semanas. Eso no era un buen presagio. Muchas cosechas se habían perdido y la gente andaba nerviosa. Es demasiado duro ver llorar a tu hijo porque tiene hambre...<br /><br />Aquella tarde hacía mucho frío, aunque el cielo estaba despejado. De repente, alguien abrió la puerta y entró. Sus ojos tenían miedo, sus manos sudaban y le envolvía una atmósfera tal vez invisible, pero triste y agitada. Se acercó al humilde mostrador.<br /><br />- Mmm... ehm... Quiero una corbata. - dijo con voz entrecortada aquel tipo.<br /><br />- Estupendo. ¿Y qué tipo de corbata quiere? ¿Para qué piensa usarla? ¿Color? ¿Alguna pista? ¡Tenemos montones de corbatas diferentes, amigo! - contestó alegremente aunque algo desconcertado.<br /><br />- Una verde. Quiero una verde. Para ir a trabajar. - respondió el hombre de piel castigada por el sol.<br /><br />Con un movimiento rápido, el profesional de las corbatas desapareció tras las cortinas que daban acceso a la trastienda. La situación le resultaba extraña, apostaría a que aquel hombre no requería para su trabajo nada diferente de una azada, y por su pinta, igualmente apostaría a que no nadaba en una situación propicia para hacer un desembolso considerable en una corbata. Sin embargo, siempre había pensado que hay que darle al menos una oportunidad a lo increible, sería inadmisible la falta de fe en un lugar tan estrechamente vinculado a ella, así pues buscó dos corbatas verdes diferentes. Por las prisas, incluso dejó las cajas fuera de su sitio - cosa que nunca hacía - y volvió al mostrador rápidamente.<br /><br />No perdió la sonrisa. Simplemente, la dulzura que desprendía tornó en decepción. Aquel hombre sostenía una afilada daga en su mano izquierda y una pequeña bolsa de tela en la otra.<br /><br />- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa.<br /><br />Entonces lo comprendió todo. En una batalla de hace muchos siglos, cuando a un simple carpintero de aldea lo plantaban en infantería ligera, en primera línea, aunque él no supiera apenas cómo sujetar la espada pero llevara encima el peso de sus tres hijos y esposa, el miedo era ensordecedor. Atronador. Paralizante. Mareante. Tal vez una de las pocas veces en las que el corazón se hiela. Pero todo eso sólo puede vivir en el preludio, compañeros. En el preludio. Cuando relinchaban las trompetas, cuando gritaban los tambores, hasta el más sencillo guerrero sabía que debía luchar a muerte, salvajemente, sin contemplaciones, sin absurdas miradas atrás, y que ese era el único camino por el que podía escapar de ella.<br /><br />- Si te doy lo poco que tengo, aquello por lo que he luchado durante toda mi vida se habrá esfumado en apenas segundos. Aquello por lo que lucharon mi abuelo y mi padre durante años habrá caído con la fuerza del espejo que se estampa contra el suelo. Tal vez otra vida para levantarlo, a lo mejor tan sólo siete años de mala suerte o quién sabe, ¿la herencia de un familiar lejano, mañana?. Sin embargo, amigo, ese pequeño rincón por el que algo dentro de ti combatió desde el primer día, posiblemente escondido donde nunca te atreviste a mirar, tu tesoro de ser hombre, también quedará devastado. Y algún día, cuando te azote algo mucho peor que el hambre, no podrás refugiarte allí. Entonces, ya sólo serás una bestia.<br /><br />El atracador bajó el brazo con el que sujetaba la bolsa. Pasaron unos segundos que envejecieron a ambos al menos una docena de años. La vergüenza que le inundaba le impedía mantener la mirada fija en los ojos que reposaban detrás del mostrador. Recordaba a aquel buen hombre. Solía ir a la iglesia algunas tardes, a contar lo que había visto en sus aventuras por el mundo o simplemente a inventar historias de vaqueros legendarios. Largo tiempo atrás, él había sido uno de esos desdichados niños que disfrutaba, absorto, con cada visita suya. Finalmente, levantó la cabeza.<br /><br />- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa de nuevo.<br /><br />Siempre hay una jugada maestra guardada para los que tienen fe. Cuando parece que todo está perdido, todavía hay una escotilla por la que burlar la tragedia. Pero, a veces, hasta una simple caja de cartón fuera de sitio puede tirar nuestra última carrera por la borda.<br /><br /><br />Gobernaba ese sol traicionero que luce y no calienta. Ella bajó como todas las tardes hacia el parque. Era su pequeño respiro diario. Estar rodeada de gente la quemaba, necesitaba la soledad. Bendita soledad. Además, para ellos no era más que la extraña chica que nunca tuvo padre. Y no era cierto. Su padre dejó un regalo para ella, al menos uno, aunque sólo ella lo supiera. Siempre lo guardaría, era su único vínculo con él. Sí, una corbata. Verde. Era bonita. A ella le gustaba mucho. Como aquel paseo diario, como aquel parque y como aquel banco. Se sentó.<br /><br />Desde él, podía ver todo el pueblo y también las montañas y el río. La imponente iglesia que surcaba el cielo, la chimenea - fumadora compulsiva - de la centenaria fábrica de cerveza, la antigua tienda de corbatas trágicamente cerrada muchos años atrás, la nueva librería donde se podía conseguir prácticamente cualquier cuento de piratas... Y, por supuesto, la pequeña y misteriosa placa que vivía en aquel banco desde antes que ella en el mundo. El enigma encerrado por "En honor a los que dieron lo poco que tenían, porque su espíritu nunca se podrá esfumar." había conseguido que ese banco fuera su elegido. Se sentía en casa. Estaba en casa.<br /><br />Y entonces ocurrió. Un atardecer más. No lo podía evitar, un escalofrío recorrió su cuerpo de extremo a extremo. Ese grito feroz, ese intenso dolor expulsado al mundo, esa solicitud a Dios para que cesara su eterno sufrimiento cuanto antes. Un descorazonador alarido proveniente de alguna de las montañas cercanas rompió la tranquilidad del pueblo y llegó a cada rincón del mismo. Nadie lo sabía a ciencia cierta. Pero había rumores. Varios, la verdad. Algunos decían que era una bestia que vagabundeaba por colinas y cuevas, otros hablaban de un alma errante que no encontraba donde esconderse de si misma y también había quien defendía que era simplemente una mirada demasiado avergonzada como para vivir por el día. No obstante, todos coincidían en que posiblemente aún llevara al cuello unos gramos de fe y esperanza robada.<br /><br />La princesa de piel tostada se levantó y, lentamente, se fue.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-17369661223222013132010-01-01T23:55:00.002+01:002010-01-02T00:00:06.376+01:00Las cerillas del farero<div style="text-align: justify;">Esta es la historia de un hombre que cambió el mundo. Sí, como lo oyen. El mundo se puede cambiar de infinitas formas, algunos lo cambiaron con su pulgar en un coliseo, otros con un poema escrito durante largas noches de insomnio, incluso estando debajo de un manzano en el momento correcto - y con una buena dosis de talento - puede uno subirse al barco. Al barco de aquellos que entienden que en cualquier viaje de vacaciones a un país exótico de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">Sudamérica</span>, hay que introducir en nuestra propia esencia un poquito de ese espíritu salvaje que allí se respira, pero igualmente hay que enterrar una dosis del nuestro al lado del árbol más bonito que encontremos.<br /><br />No está muy claro porqué acabó allí. Necesitaba un trabajo urgentemente y una noche en una sucia taberna del fin del mundo un viejo borracho comentó que había un puesto vacante en un faro solitario. No se lo pensó dos veces, los trenes sólo paran siete minutos en cada estación. Mató el último <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">gin</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">tonic</span> de un trago y se fue a caminar. Le encantaba caminar por la calle y observar, observarlo todo. Se preguntaba constantemente cómo funcionaba todo lo que nos rodea, desde los semáforos, coches y aviones, hasta las propias personas y sus sentimientos. Sin embargo, su último año en la escuela fue cuando apenas contaba doce años, y por lo tanto, sus conocimientos eran bastante <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">limitaditos</span>. No obstante, no importaba, para cada duda inventaba una respuesta: había decidido que los semáforos eran una extraña especie de seres vivos - <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">probablemente</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">provenientes</span> de un lejano planeta - cuya alma tenía tres estados de ánimo y que, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">mágicamente</span>, siempre que se reunían varios vecinos para charlar un rato, al menos uno de ellos estaba eufórico. Se paró. Estaba enfrente del río.<br /><br />Un antiguo puente de piedra cruzaba el río. Era como aquel desdichado rey al que le robaron la corona y también la majestuosidad de la mirada, o tal vez como esa flor que un día fue la más bonita del mundo pero finalmente sucumbió al tiempo, perdiendo sus colores, su olor y su voz. Era una pena, pues el que nació con un don no debería perderlo jamás. Estuvo mirando al puente durante un buen rato y decidió que había que pintarlo, iluminarlo mejor, arreglar la carretera que lo atravesaba... Siguió caminando, pensando en si, como algunos valientes afirman, la vida pirata es la vida mejor. A partir del día siguiente él se encargaría de que cientos de sueños piratas no reposaran en el fondo del mar.<br /><br />El faro estaba solo contra el peligro. Abandonado a su suerte. Faro y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">farero</span>. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">Farero</span> y faro. Y mucho mar. Las horas allí se hacían largas y pesadas. Por eso, empezó a bailar.<br /><br />Un jueves cualquiera decidió luchar. Se acercó a su escritorio y cogió un folio. Plasmó en él sus ideas para rejuvenecer al puente con el lenguaje más formal que pudo elegir, dirigió la carta al mismísimo alcalde del pueblo y en cuanto le fue posible la mandó. Esperó impaciente. Pasaron días, semanas, meses. No llegó ninguna respuesta. Dicen los sabios que la llama que inunda a los que esperan una respuesta es la que mejor calienta, pero también se corre el riesgo de abrasarse con la esperanza y esas heridas nunca cierran. Es más, la reacción que convierte ilusión en melancolía, la reacción <span style="font-style: italic;">mata-sueños</span> - como es comúnmente conocida entre los magos del Amazonas - es la más cruel que existe porque juega con la verdad y el deseo llevándolos lentamente al desengaño.<br /><br />Un miércoles cualquiera decidió que iba a ganar. Se acercó nuevamente a su escritorio y cogió otro folio. Trato de explicar de nuevo sus motivos para proponer que se hiciera justicia con la dignidad de aquel puente, aunque esta vez añadió una cerilla y una frase. La frase decía algo así: "Pueden prender mi carta si quieren, pero miércoles tras miércoles seguirán recibiendo los sueños del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">farero</span> dado que estos no se pueden quemar."<br /><br />Como había prometido, tempestades terribles, olas gigantes y soleados días de pesca contemplaron los gritos de su pluma. Incontables miércoles volaron. Sin embargo, su buzón siempre estaba vacío. Pero creía. Creía.<br /><br />Un martes cualquiera se encontraba bailando. Bailaba el vals de la boda que nunca protagonizaría con la mujer imaginaria que nunca tendría en sus brazos. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">Probablemente</span>, hasta la música estuviera únicamente en su cabeza. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">Definitivamente</span> era grandioso. Un vals silencioso en medio del océano. Y entonces sucedió. Llegó el pequeño barco que le solía traer el contacto con el mundo exterior. Y sí, esa vez sí, llevaban una carta para él.<br /><br />Los fuertes latidos de su corazón demostraban que en esos momentos de incertidumbre, en el puntiagudo instante que puede decidir si los castillos caen o los caballeros conquistan, si la dama se casará contigo o preferirá caminos separados, es cuando uno más disfruta del juego. Abrió la carta con delicadeza, había esperado mucho tiempo. Sacó el contenido, únicamente una fotografía.<br /><br />Era su puente. Era su puente renovado con sus ideas y propuestas. Y arriba a la izquierda lucía el Sol. Además, en una de las pilas del puente, a la vista de todo caminante que viniera por la ribera del río, se podía leer "<span style="font-style: italic; font-weight: bold;">Puente del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_12">farero</span></span>", cuyos trazos estaban plenamente hechos con cerillas.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-79104416995791029062009-12-18T01:03:00.004+01:002009-12-18T01:18:55.853+01:00Just a butterfly<span style="font-size:110%;">Embedded in the mud, glistening green and gold and black,<br />was a butterfly, very beautiful and very dead.<br />It fell to the floor, an exquisite thing, a small thing<br />that could upset balances and knock down a line of<br />small dominoes and then big dominoes and then<br />gigantic dominoes, all down the years across Time.</span><br /><br /><br /><div style="text-align: right;">Ray Bradbury (1952)</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-70533636692131071602009-10-26T23:31:00.004+01:002009-10-26T23:35:47.770+01:00Koan V<p style="text-align: justify;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">Ikkyu</span>, el maestro <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">Zen</span>, era muy listo incluso de joven. Su maestro tenía una valiosa taza de té, una rara <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">antigüedad</span>. <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_3">Un buen día</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">Ikkyu</span> <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_5">rompió</span> la taza. Al <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_6">oír</span> los pasos de su maestro, <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_7">escondió</span> los trozos <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_8">detrás</span> de su espalda con una mano. Cuando el maestro <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_9">apareció</span>, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">Ikkyu</span> le preguntó:<br /></p><p style="text-align: justify;"><i>"¿Porque tiene que morir la gente?</i>"</p><p style="text-align: justify;"><i>"Es natural." -</i> explicó el maestro - <i>"Todas las cosas tienen que morir, pues son finitas." - concluyó.</i> </p><p style="text-align: justify;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">Ikkyu</span> le <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_12">mostró</span> a su maestro los trozos de la valiosa taza, añadiendo: <i>"Le ha llegado el momento a tu taza"</i>. </p>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-33829285178992562552009-10-20T02:24:00.002+02:002009-10-20T09:43:10.156+02:00Corriendo<div style="text-align: justify;">Aquello iba a comenzar. Apenas cuarenta y cinco grandes zancadas y un suspiro. Y nunca mejor dicho, ya que había sido entrenado para tener que respirar una única vez durante la prueba. Luego todo habría acabado. El viento de cabeza era un inconveniente, pero no más que eso. Fue el último en situarse en los tacos de salida, mientras miraba de forma <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">desafiante</span> al público que defendía otras banderas. Le gustaba competir en territorio enemigo, sentía que la presión se esfumaba liberándolo como a ese niño que llega a clase con la mochila <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">rebosante</span> de libros el primer día de curso y la deja caer para siempre al suelo. La furia de las gradas sólo lo hacía más fuerte. El <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">Carmina</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">Burana</span> desfilaba por sus cascos como la lava que desciende implacable por las laderas del volcán. Quería gritar hasta que no se pudiera <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_4">oír</span> otra cosa en aquel faraónico estadio que su salvaje alarido. Él era el rey.<br /><br />Había protagonizado aquella secuencia montones de veces. Un tiempo en el que reina el silencio más sepulcral, un disparo de pistola y muchos de cámaras, y finalmente, una bestia que enloquece. En su mente, el jaleo del público se había apagado súbitamente, las otras siete calles no iban a Roma y había dado la misma orden a cada célula de su cuerpo, a cada engranaje de aquella explosiva máquina: volad, volemos.<br /><br />Apoyó las manos en el suelo. Levantó la cabeza y contempló pensativo los cien metros que tenía delante. Apasionantes. Cada carrera era diferente, nueva e impredecible, como la vida. Mientras los demás corredores se preocupaban de sus contrincantes: sus marcas, sus contratos, sus técnicas y, en definitiva, sus vidas, él exclusivamente se preocupaba de si mismo, su mayor y único rival. En ocasiones incluso desconocía el nombre de sus compañeros, para él no había nada a los lados de su calle, su verdadero mundo. Tampoco solía asistir a los correspondientes eventos <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">extradeportivos</span>, grandes fiestas con todo tipo de oportunidades, donde se reunían los otros atletas. Prefería escapar de aquel festival de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">egos</span> y placeres deslumbrantes, y pasear por la playa con su pastor alemán. Algunos le tildaban de prepotente y engreído por ello, pero sus convicciones eran demasiado fuertes.<br /><br />El disparo estremeció a cada persona del estadio, a cada aficionado del mundo entero que estaba pegado a su televisión, en casa, con sus ilusiones y sus sueños en la mano, a cada trabajador que tenía una radio cerca y la mirada puesta lejos, muy lejos, más allá del océano y las montañas, en aquel círculo olímpico. Sin embargo, a él no. Amaba comenzar aventuras, sobretodo cuando veía el éxito en el horizonte. Salió con la fuerza de un tornado. Un tornado llamado juventud.<br /><br />Corría. Rápido. Pensó en sus orígenes. Cuando un avión despega está mirando a los ojos, primero, y desafiando, después, a la mismísima naturaleza, y es por eso que al que te ayuda al principio es al que más debes. Mamá. Papá. Divinos conceptos. Recordó al triste boxeador que tras recibir golpes y más golpes se desploma sangrando en la silla de su esquina del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">ring</span>, solo, sin nadie que le cure sus heridas ni siquiera que le escuche gemir asustado, tal y como el barco que se hunde sin remedio, espectadores ni bandera. Ahora entendía que cada gramo de amor que había recibido, cada momento y cada palabra que alguna persona había decidido compartir con él y cada mano a él tendida, eran azotes que le impulsaban y le conferían esa velocidad que le obligaba a seguir <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">imparable</span> hacia adelante. Volaba.<br /><br />En la siguiente zancada comprendió que aquella búsqueda adolescente de mujeres bonitas debía haberse encaminado a mujeres atractivas, dado que la belleza perece pero la atracción perdura. Aquellos ojos verdes, las copas de vino a medias reposando en el suelo mientras el fuego rugía, bonitas bufandas y exposiciones intelectuales, caminar bajo la nevada guiado por el imán de un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">pintalabios</span> o la compañía de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">marihuana</span>, cerveza y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">John</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_12">Lennon</span> eran, tal vez, aviones de papel. Pero es que el que jamás ha jugado con aviones de papel, el que nunca abrió un sobre de cromos, dio dos pasos en uno, y la vida tiene demasiados pocos peldaños como para pretender brincar.<br /><br />Cuando su cuerpo quiso quedarse atrás, cuando las gotas de la lluvia empezaron a golpearle violentamente la cara y el viento resopló tratando de impedirle el paso, cuando las sonrisas fáciles se esfumaron desvelando su traición, cuando una botella pidiendo bandera blanca llegó a su orilla, fue justamente el momento en que, sin saber porqué, siguió corriendo, más <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_13">duramente</span> que nunca. No entendía qué le hacía correr, no entendía porque no se paraba y se resguardaba bajo un paraguas. Por primera vez, no comprendió porque siempre se reía de aquel que usa casco al correr en bicicleta estática o de la que sufre porque no puede comer helados ya que los diseñadores un día decidieron que el número correcto era el 36. Y corrió, y corrió, como aquel inmenso <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_14">Tom</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_15">Hanks</span> de mediados de los noventa. Todo el mundo afirma saber que luchando se puede perder y sin luchar se está perdido, no obstante, cuando el suelo resbala demasiados frenan.<br /><br />El peor enemigo, el más diabólico compañero y el más <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_16">truhán</span> de todos los personajes es sin duda el miedo. Sus piernas aún se movían firmes cuando llegó a aquel terrible lugar. Según dicen allí es donde los leones lloran y los petroleros de sueños se marchan cargados para volver con cenizas. Un escalofrío cruzó su espalda mientras su luz interna espantaba fantasmas negros y sus piernas pedaleaban con más prisa de la habitual. En pocas ocasiones alguien caído en semejante agujero, pudo escapar. Y desde luego, jamás el que miró atrás lo consiguió. Donde los leones lloran... el fin del mundo.<br /><br />Una zancada, otra zancada y otra... Estaba fatigado y la meta ya no quedaba lejos. Un músculo falló. Una duda le asaltó y otro músculo falló de inmediato. Se detuvo. Miró al público, miró a las gradas, se giró y contempló montones de vidas, montones de historias y sentimientos, cada una con sus pequeños éxitos y sus pequeños fracasos, pero todas únicas y diferentes. Levantó las palmas de sus manos hasta la altura de sus hombros y, exhausto, las observó. El tiempo pasaba y dejaba huellas. Innumerables líneas cruzaban sus manos en todas las direcciones. Una tarde de octubre le dijeron que cada línea que ondea en las palmas se debe a una aventura que en un momento u otro nos sacó una sonrisa. Ahora sí, ahora podía cruzar la meta.<br /><br />Respiró. Una, dos o tal vez cien veces. No tenía sentido, a estas alturas, seguir siendo esclavo del protocolo, de las reglas, o de ataduras inútiles. Tal vez con bastón, tal vez sin él, siguió adelante, como tantas otras veces. Cuando parece que lo que uno haga da igual porque ya no habrá mañana, desgraciadamente, es el preciso momento en que se puede <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_17">surfear</span> en la ola del instante, en vez de mirar desde la orilla bajo la sombrilla de las expectativas. Siguió, siguió.<br /><br />Allí estaba la meta. No mayor fin que el enésimo metro, aunque tampoco menor. Con el mítico <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_18">Chariots</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_19">of</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_20">Fire</span> de fondo sus piernas podían temblar, mas su espíritu, galán, aceptaba el destino. Dio el último paso, aquel que sólo dan los campeones, los leones que no lloraron y siempre avanzaron. Fue un destello, la muerte de una estrella, toda la luz que había acumulado en su corazón durante tantos y tantos pasos era ahora devuelta al universo, su hogar, donde ni la luz ni las aventuras acaban.<br /><br /><br />Fue un destello, pero qué destello...</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-3853899880141348392009-10-01T02:14:00.002+02:002009-10-01T02:18:09.158+02:00Estimado amigo,<div style="text-align: justify;">Un buen día llegue a este mundo. Cuando era aún un prisionero de cuna me dí cuenta de que la vida sería un duro camino. Y la verdad es que hay determinados caminos que no están hechos para ser recorridos en solitario.<br /><br />Nos <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_0">conocimos</span> y crecimos juntos. Son ya innumerables las aventuras y los momentos especiales que habitan en mi memoria, y sin embargo, son muy pocos los recuerdos en los que no apareces sonriendo y haciéndome <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_1">sonreír</span>.<br /><br />Como esos pequeños afluentes que deciden unirse para formar el majestuoso Amazonas, como las líneas de un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">pentagrama</span> que permanecen unidas hasta el infinito, como esa cerilla encendida que al acercarse a su hermana apagada hace brotar una estridente explosión, como ese mendigo hambriento que comparte la mitad de su bocadillo con su compañero de banco, como ese par de peces de colores que tratan, incansables, de buscar la salida de la pecera juntos, así es nuestra amistad.<br /><br />Me apoyaste cuando quise ser cantante de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">rock</span>, afirmaste que algún día pisaría la luna cuando decidí ser astronauta, calificaste de extraordinario aquel gol que me habías regalado el único día en que mi padre estaba en la grada, me ataste la corbata cuando yo no sabía, soplaste cuando mi barco se hundía para que el viento lo empujara hacia lugares más seguros, viniste a buscarme con una sonrisa en la cara y un par de cervezas al kilómetro mil cien de aquella infernal carretera donde había pinchado una rueda, y sobretodo, aprendiste a quererme. Aprendiste a quererme tal y como soy. Miraste dentro antes de hablar, para poder comprender.<br /><br />Un amigo es una mano tendida que nunca tiene agujetas, y aún más, es un arquitecto que nunca derriba, un atento oyente que permite hablar solo sin estarlo, un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">ludópata</span> de casino que siempre apuesta por que las felicidades vayan de la mano y un filósofo que expone su verdad como una hermosa rosa roja de espinas con puntas redondeadas, que no se muerde la lengua pero tampoco da mordiscos. Un amigo es un agradable compañero en el silencio, aquel que calla cuando todos hablan y habla cuando todos callan, pero no grita, porque las buenas intenciones nunca necesitan demasiado volumen. Un amigo...<br /><br />Muchos creen en dioses, otros adoran el dinero, las casas bonitas y los barcos de mástiles poderosos, los hay que no creen en nada e incluso algunos que únicamente pueden creer en ellos mismos.<br />Yo, amigo mío, creo en <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_5">ti</span>.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-82972364495854333912009-09-20T18:49:00.001+02:002009-09-20T18:54:04.566+02:00La guitarra del gurú<div style="text-align: justify;">En la habitación 152 no había <span style="font-style: italic;">luz</span>. Allí noche y día eran lo mismo: un monótono y continuo silencio desgastado como la suela de unas botas viejas. Parecía que alguien, con amargas intenciones y ambas manos, hubiera exprimido la estancia hasta que el color de aquel lugar se hubiera derretido, cayendo lentamente de cuadros, paredes y demás objetos, fluyendo hacia un desagüe sin retorno posible y dejando el paisaje mudo. En aquella mente, la vida carecía de un interés que no fuera el de finalizar pronto y dar paso a cosas mejores y más interesantes. Si hubiera tenido un cuchillo a mano o una simple cuerda, no habría dudado un sólo segundo. ¿Por qué no? La vida era una estafa. Encima, de las baratas. Los sentimientos eran burdas mentiras que engañaban al alma para mantenerla <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">entretenida</span>, las aceitunas de la sala de espera. Sí, sí, el hombre inventó todo tipo de extraños artefactos para matar tiempo hasta la muerte. Lo peor de todo, es que algunos hasta se lo creían. Vándalos intelectuales...<br /><br />Todos nacían de la misma forma y todos estaban condenados a la muerte. ¿Acaso era eso bello? Menudo juego más aburrido, inicio y final estaban ya decididos. Quería pulsar el botón que le llevara al siguiente juego y quería hacerlo ya. Anhelaba poder participar en un juego de verdad, uno de esos donde puedes ganarte tu propio final y escapar del destino común. Las palabras eran balas de agua que se evaporaban con el tiempo. Los hechos caían en el olvido con la misma facilidad con la que la manzana cae del árbol. La propia importancia no tenía importancia. Todo daba igual. Rojo o negro, par o impar... ¿Qué más daba si siempre salía el cero, verde? Sólo deseaba prender fuego al mundo y quemarse con él.<br /><br />En la habitación 154 no había <span style="font-style: italic;">fe</span>. El cielo estaba nublado. Llovía. Y siempre sería así. Desde pequeña todo había sido dolor. Violaciones, palizas, insultos, lloros y gritos. Lloros y gritos. Gritos, insultos y más gritos. Tenía aquellos gritos grabados en su cabeza, seguían revoloteando en sus pensamientos como relámpagos ensordecedores que trataban de que la tormenta no cesara. Había navegado por el mar de la maldad humana, ese donde ni se ve el sol ni se ve la luna, ese donde todos los peces son tiburones y no hay sirenas, ese donde el agua es ácido y el viento te envenena. Nadie le había tendido la mano jamás. Una simple sonrisa en el momento adecuado, una mirada de complicidad y conexión, o tal vez, unas dulces palabras declarando un amor imposible en una servilleta, habrían salvado su alma de la muerte más terrible, la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">desconfianza</span>. Era tarde. No creía ni creería en otros, todos eran enemigos dispuestos a hacer heridas, amantes del daño más peligroso: el gratuito. Cada segundo de existencia dolía.<br /><br />Allí estaba, sentada en su cama mirando al techo. Horas y horas. Días y meses. A veces se levantaba y miraba por la ventana al patio. En cuanto sus observados mostraban un atisbo de interés por su minúsculo cuadrado, ella se apartaba. Tenía miedo, vivía con miedo. Odiaba el contacto directo, una batalla de la que había salido golpeada demasiadas veces. Cada noche soñaba con poder vivir en un trono alejado del mundo, con un enorme catalejo que la permitiera ver sin ser vista, tocar sin ser tocada, existir sin dejar huella.<br /><br /><br />En la habitación 156 no había <span style="font-style: italic;">fuerza</span>. La ventana estaba abierta y el viento se colaba gélido. Pero la habitación ya estaba helada. Montones de cartas reposaban en el suelo, unas leídas, otras sin leer, pero todas sin contestar. Cogió una que estaba cerrada, miró el remitente, suspiró y la lanzó por la ventana. Había plantado en el altar a tantas mujeres, había abandonado a familiares terminales sin que le temblase el corazón, había cambiado de canal en la parte difícil de la película una y otra vez. Cuando el sol caía y él se acostaba, cuando trataba de dormir sobre su cama, todas las lágrimas de aquellas desdichadas mujeres, todas las miradas sombrías de sus agonizantes abuelos, padres y hermanos, todas aquellas tristes cartas pidiendo <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">porqués</span>, le consumían por dentro cual voraces termitas. Por ello, calzaba unas <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">pronunciadas</span> ojeras que delataban todos sus crímenes.<br /><br />No era capaz de sentir con intensidad. No podía sentir ese bendito apego que los entendidos <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">consideraban</span> como la obra divina del hombre. No quería, no amaba, no podía... Nació con una marcha menos, y por tanto, nunca pudo circular realmente por la autopista de la vida. El cobarde, maldita enfermedad, amordaza a su conciencia, y la asfixia poco a poco quitándola el aire hasta que finalmente ese pequeño y gigante fuego encendido en lo más profundo de uno mismo se reduce a cenizas. Aquella silueta sabía, como dijo <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">Shakespeare</span>, que los cobardes morían muchas veces. Y aunque tenía dos piernas y dos brazos, dos ojos y una boca, estaba muerto, y no era más que un zombie esperando a ser enterrado para siempre.<br /><br /><br />En la habitación 157 había un <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">gurú</span> de pelo revuelto. Y el <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">gurú</span> tenía una guitarra. Sobre su mesa siempre reposaba una vela encendida, la cual alumbraba la pequeña estancia. Terminó de ojear un libro donde explicaban las últimas teorías físicas acerca del origen y el destino del universo, e insatisfecho con lo que había leído, se entregó al presente. Cogió su guitarra y se sentó en la cama. Recorrió su memoria en un tren silencioso, de los de vapor, mirando por la ventana y viendo aquellos momentos en los que perdió la respiración. Luego las notas salieron solas. Veloces y decididas inundaron su habitación, el pasillo, las demás habitaciones, y finalmente, supongo, el mundo.<br /><br />Aquel <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">gurú</span> solía afirmar que la belleza de las cosas se mide por la pasión que las impulsa. De su teoría de la medida se desprendía que esa música concentraba la pasión de las olas del mar en días de bandera roja, pues era francamente bella. Por un fugaz y breve instante, todo fue mejor. Aquella música, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">directamente</span> nacida del corazón del <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">gurú</span>, transportaba la luz de su vela, la fe de su espíritu y la fuerza de su pelo revuelto. Un espejismo de color resopló en la 152, una invitación de amistad aterrizó en la 154 y un diario en blanco recibió el de la 156. Tal vez fuera apenas un instante, tal vez sólo un efímero momento, pero quedó grabado en el cuaderno de bitácora de cada alma de aquel pasillo, y eso sí es para siempre.<br /></div><br /><br />El mármol del pasillo de aquel manicomio estaba ahora un poco menos frío.<br /><br /><br /><span style="font-style: italic;">Y es que un alma puede iluminarlas a todas.</span>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-4982251076270387792009-09-18T16:25:00.004+02:002009-09-18T16:32:37.426+02:00Koan IV<p style="text-align: justify;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">Nan</span>-<span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">in</span>, un maestro Japonés de la era <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">Meiji</span> (1868-1912), recibió la visita de un profesor de universidad que quería informarse sobre el <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">Zen</span>. </p><p style="text-align: justify;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">Nan</span>-<span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">in</span> le <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_6">sirvió</span> té. Llenó la taza de su visita hasta el borde, y <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_7">siguió</span> <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_8">vertiendo</span> más té.</p><p style="text-align: justify;">El profesor observó como el té llenaba la taza y se derramaba sobre la mesa hasta que no pudo aguantarse más: <i><br /></i></p><p style="text-align: justify;"><i>"¡Está rebosando! ¡No cabe nada más!"</i> - exclamó el profesor.<br /></p><div style="text-align: justify;"><i>"Al igual que esta taza,"</i> - dijo <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">Nan</span>-<span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">in</span> - <i>"usted está lleno de sus propias opiniones e ideas. ¿Cómo le voy a enseñar <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">Zen</span> si no <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_12">vacía</span> primero su taza?"</i></div><p> </p>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-67439143621587483302009-09-18T16:20:00.001+02:002009-09-18T16:24:57.339+02:00Escalando el Everest...<div style="text-align: center;"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh5kJYY5pE1nXkeDOjR5qFOcoJSsd8ajBJm0Qetbc_JRMkD5NCN4DM89cIOLaUUmAmYK08eX2Fwp26Lcqu-Rtv240jEPS8jpcoFsecLbxgTQvkVzGawHTyONjYr0gOPQn84Lj4lXoKL4rQ/s1600-h/everest.jpg"><img style="margin: 0px auto 10px; display: block; text-align: center; cursor: pointer; width: 400px; height: 282px;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh5kJYY5pE1nXkeDOjR5qFOcoJSsd8ajBJm0Qetbc_JRMkD5NCN4DM89cIOLaUUmAmYK08eX2Fwp26Lcqu-Rtv240jEPS8jpcoFsecLbxgTQvkVzGawHTyONjYr0gOPQn84Lj4lXoKL4rQ/s400/everest.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5382812416525190018" border="0" /></a><br /><div style="text-align: justify;"><span style="font-size:100%;color:#000080;"><span><blockquote>Así fue como se sentó a meditar Sidarta al pie del árbol (desde entonces conocido como el árbol Bodhi, o de la "Sabiduría"), a orillas del río Neranjara, en <span class="IL_SPAN"><input name="IL_MARKER" type="hidden">Buda</span> Gaya (en el actual Bihar), cuando contaba ya 35 años. Tras muchos días y noches, donde fue sometido a toda clase de tentaciones y depresiones, alcanzó la iluminación y con ella la transformación. <span style="font-weight: bold;"><br /><br />Se había sentado a meditar Sidarta; al levantarse era el </span><span style="font-weight: bold;" class="IL_SPAN"><input name="IL_MARKER" type="hidden">Buda</span>.</blockquote></span></span></div></div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-24588718501202129702009-09-15T17:24:00.003+02:002009-09-15T17:29:11.653+02:00La vida según Silvia II...<div style="text-align: justify;">Sólo hay tres clases de hombres, los vivos, los muertos y los que navegan, pero cualquier navegante del Mediterráneo se volverá loco si trata hoy de encajar con la realidad los nombres de los vientos que rigen en ese mar. Según su origen, el gregal es el viento que viene de Grecia; el siroco, de Siria; el lebeche, de Libia; la tramontana, de tras los montes. El gregal es un noreste y allí no está Grecia; el siroco es un sureste y allí no está Siria; el lebeche es un suroeste y allí no está Libia; la tramontana es un norte y los montes están en todas partes. Existe también el mistral o viento maestro, que proviene del noroeste. En la Provenza hay una región con ese mismo nombre, aunque la Provenza tampoco está en el noroeste. Cuando se dice que el levante sopla del este, de donde se levanta el Sol y el poniente llega del oeste, de donde se pone, sólo es verdad los dos únicos días de equinoccio, porque el Sol va derivando hasta 30 grados al norte o al sur el resto del año.<br /><br />Para resolver este enigma hay que encontrar un punto en el Mediterráneo donde el nombre y la dirección de los vientos encajen. Ese lugar existe y su elección fue producto de un consenso entre pescadores sicilianos, mercaderes genoveses y catalanes, navegantes tunecinos, corsarios y piratas berberiscos, que surcaban esas aguas en el medievo. Por supuesto no se decidió durante las travesías. Cuando se navega no se pueden hacer demasiados cálculos, ya que a los tripulantes sólo les separa de la muerte los cuatro dedos de espesor del casco de la nave. La decisión de someter la veleidad de los vientos a la lógica fue tomada a través de la experiencia de los marineros en las tabernas portuarias en largas conversaciones al calor de un aguardiente. Sólo hay una isla en medio del Mediterráneo donde los nombres de los vientos responden a su dirección. Esa isla es Malta. En La Odisea se la llama Ogigia, el ombligo del mar. Allí permaneció siete años Ulises en brazos de la ninfa Calipso. Pero en literatura el viento es una ficción. Por eso en cualquier latitud donde uno se halle, el gregal llegará de Grecia; el siroco, de Siria; el lebeche, de Libia, siempre que el viento sea una forma de poderosa locura que, unida a la marea del tiempo, al final te lleve a Ítaca.<br /></div><pre><span style="font-weight: bold;">Vientos</span>,<br /><span style="font-style: italic;">Manuel Vicent</span>, EL PAIS.</pre>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-90121219713333188852009-09-13T19:35:00.002+02:002009-09-13T19:45:48.435+02:00Sobre la lluvia<div style="text-align: justify;">Aquel día tenía su encuentro mensual. Estaba obligado por ley a él. Cada mes la mayoría de los ciudadanos debían acudir a un lugar determinado, vistiendo de una forma concreta y esperando encontrarse a una persona que respondiera a un cierto atuendo igualmente. Debían pasear juntos durante setenta y cinco minutos y, normalmente, charlar <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">desenfadadamente</span>. Era, por supuesto, un ordenador el encargado de decidir <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">mensualmente</span> todos los encuentros del país. Analizaba una serie de datos de cada persona para tratar de emparejarle con alguien a quien no conociera, exterior a su ámbito. Posteriormente a la elección, era seleccionada una hora y un lugar que pudiera acoger un agradable paseo así como una prenda claramente <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">identificativa</span> que debía llevar cada una de las partes del encuentro. Una carta era enviada a ambos informando de dichos datos. No se desvelaba en ella el género del compañero de paseo. Desde luego, nunca nada de nombres. Aquello enriquecía el espíritu de cada persona, ampliaba los ojos de cada ciudadano y, en ocasiones, hasta derivaba en grandes amistades e incluso matrimonios.<br /></div><div style="text-align: justify;"><br />A lo largo de los años se había encontrado con gente de casi todo tipo. Hombres y mujeres. Ricos y pobres. Creyentes y ateos. Gente que llevó la dirección de la <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">conversación</span> y gente que necesitaba ser guiada. Tímidos interlocutores que rara vez aportaban palabras y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">desenfrenadas</span> <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">marujas</span> que generaban avalanchas de sonidos que acababan por perderse para siempre sin ser oídas. Gente que le aseguró tener revolucionarias ideas para cambiar el país y gente a la que simplemente esos temas no le interesaban. Artistas, deportistas y filósofos de hora punta en <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">TV</span> por cable. Profesores, alumnos y auténticos maestros. Una vez caminó junto a un músico que aseguraba que cada objeto del mundo posee, finalmente, una esencia musical única y que descubrir su melodía propia era lo que le había ocupado en los últimos años. En otra ocasión coincidió con un arquitecto de pelo canoso que le expuso el proyecto de su vida, levantar una torre de base pentagonal que alcanzara la mayor altura vista jamás. Le prometió dedicarle una de las plantas de la torre. A veces había tratado de acortar la reunión y finalizarla cuanto antes, aunque otras veces se habían llegado a prolongar durante horas. Sin embargo, la verdad es que en muy contadas ocasiones había mantenido el contacto una vez despedidos del paseo inaugural.<br /><br />Se enfundó su sombrero de copa verde y salió a la calle. Llovía. Cuando alcanzó la mayoría de edad y empezó a recibir cartas con datos de prometedoras tardes, tenía mucha ilusión. A medida que los años pasaron y las cartas desfilaron por su buzón, la ilusión tornó en pesadumbre. No obstante, en las últimas ocasiones había recuperado cierta de aquella ilusión juvenil. Era su respiro mensual, podía olvidar el resto de su vida y aventurarse en un paseo con alguien, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">probablemente</span>, muy diferente a él para charlar sobre el precio del pan o acerca del sentido de la vida. Se dirigió al lugar estipulado caminando. Era un antiguo jardín botánico que estaba ciertamente cerca de su casa. Llovía.<br /><br />Llegó a la puerta de piedra que daba acceso al jardín un par de minutos antes de la hora. Se resguardó de la lluvia bajo un pequeño saliente que emergía en las alturas de la puerta y esperó fumándose un cigarrillo. Aquellos momentos previos a la visión de su extraño acompañante siempre generaban en él una buena dosis de nerviosismo y también un placer fugaz que solía apagarse al vislumbrar la silueta en cuestión. Llovía.<br /><br />Cuando el segundo cigarrillo agonizaba, una silueta apareció a lo lejos, avanzando entre la lluvia. En efecto, era la mujer del sombrero de vaquero del mismísimo <span style="font-style: italic;" class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">western</span> a la que estaba esperando. Ella se acercó rápido y reparó en su llamativo sombrero verde. Él hizo una aparatosa reverencia quitándose el sombrero. Ella golpeó suavemente con su dedo índice la parte delantera del suyo. Llovía. Él desplazó su brazo señalando en dirección al interior del jardín. Ella comenzó a andar y él la acompañó. Anduvieron juntos y en silencio. El sonido de la lluvia era maravilloso, mejor que cualquier <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">conversación</span> posible. Él, situado a la izquierda, miraba a la izquierda. Ella, situada a la derecha, miraba a la derecha. Árboles. Plantas. Verde. Llovía.<br /><br />Avanzaban lentamente. Al llegar al primer cruce ella decidió <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_10">tomando</span> la iniciativa. En el segundo, él se adelantó. Y en el tercero, ambos trataron de mover el timón, pero en sentidos opuestos. Ante ello, ambos se pararon y se miraron. Fijamente. Eran <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">desconocidos</span>. Sin embargo, aquel juego era divertido. De nuevo, él se quitó su sombrero y con un movimiento de la mano que lo sostenía mostró el camino que prefería mientras le ofreció la otra para ayudarla en aquel cambio de dirección. Ella, sonriente, accedió. Llovía.<br /><br />Jugaron y giraron durante largo tiempo hasta que, tras la alternancia de decisiones, se encontraron justo enfrente de la puerta original. Todo, sin decir nada. Por primera vez, ella se salió del camino y se adentró en la vegetación. <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_12">Vio</span> dos pequeñas flores azules que sobrevivían juntas entre inmensos árboles procedentes de Canadá. Con convicción, las arrancó y volvió junto al hombre del sombrero verde. Con las flores en una mano, las dispuso enfrente de él y este eligió la de la derecha. Ella era una gran poetisa. Llovía con fuerza.<br /><br />Cruzaron la puerta y caminaron unos pocos metros. Finalmente, él se detuvo. Ella continuó un paso más y se dio la vuelta. Se miraron. Usaron en ello tiempo, mucho tiempo. Él hizo una reverencia quitándose su espectacular sombrero de copa verde y ella se lo cogió cuando este extendió el brazo con él. Tras ello, la atrevida dama lanzó al aire el suyo y se dio nuevamente la vuelta. Comenzó a caminar mientras se enfundaba aquel peculiar gorro. Llovía.<br /><br />Él evitó que aquel símbolo de espíritu vaquero besara el suelo con un ágil movimiento de su mano derecha. Estaba quieto, de pie, mirando al frente. Llovía con fuerza y lágrimas de lluvia descendían por su mejilla al ver como aquella bella muchacha se alejaba. Cuando ella desapareció, bajó la mirada al suelo. Por accidente, reparó en el interior del sombrero de vaquero que sostenía en la mano. Dentro de él, reposaba una pequeña fotografía. La sacó y observó con <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_13">detenimiento</span>. Se quedó perplejo. Dio la vuelta a la fotografía y se encontró con un nombre de pila y un teléfono. Un calor vital le recorrió cada célula del cuerpo.<br /><br />- Cuando llueve, <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_14">sonríes</span> o te mojas. - pensó al darse cuenta de que no había caído en que estaba total y absolutamente empapado.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-9484519032676822392009-09-08T01:01:00.003+02:002009-09-08T01:24:38.315+02:00Ojos claros<div style="text-align: justify;">Entró por la puerta lateral. La tormenta de flashes se desató sin tregua. Con la calma del que ya había hecho sus deberes, se acercó al asiento central de una hilera de cinco, se acomodó y contempló, sorprendida y admirada, la gran cantidad de micrófonos que tenía enfrente. El afortunado periodista que abriría la rueda de prensa se levantó y el ruido se apagó.<br /><br />- Después de descubrir la vacuna que salvará a miles de personas, después de revolucionar el mundo, después de ser tildada por todos de auténtica heroína... ¿cómo se siente? - preguntó amablemente.<br /><br />- Y es que aquel que nunca defendió sus sueños, se traicionó a sí mismo. Aquel que jamás luchó, no es siquiera comparable a un simple arbusto de carretera. Al menos, éste último trata, con gran coraje, de hundir sus raíces hasta el corazón mismo del planeta y enérgicamente pelea por alcanzar al sol en las alturas. La lucha hace al hombre. Y aquellos, miserables, que nunca enfundaron su voluntad cual hacha de guerra, los que únicamente llegaron al mundo, vieron y se marcharon en silencio y sin tocar nada, no son hombres. Son cobardes.<br /><br />El que decidió no soñar para no caer una, dos ó mil veces, sucumbió ante la propia vida en un único y letal tropezón. Aquel que prefirió cerrar los ojos por temor a deslumbrarse es, efectivamente, ciego. Y claro, los que tienen piernas pero prefieren no correr, no podrán huir del fuego en días de incendio. Igualmente, esos imbéciles que rechazan viajar al cielo, a pasear entre las estrellas, por miedo a no encontrar el camino de vuelta, siempre estarán de por sí perdidos. El que no quiera ganar, perdedor será. Aquel que no fue capaz de desatar siquiera una sonrisa, aquel que siempre rechazó jugar, podría simplemente desaparecer entre las olas.<br /><br />Los amantes de los disfraces, los que placenteramente se ocultan tras escudos y fortalezas, habrán perdido su valioso tiempo ocultando su verdadero espíritu, seguro más bello que cualquier disfraz. Las palabras guardadas que deberían haber sido ser soltadas, las lágrimas evaporadas que deberían haber sido derramadas, queman y torturan a fuego lento a sus temerosos dueños hasta volverlos locos. Los débiles morirán en la selva. Aquellos que construyan cadenas donde no debería haberlas son los verdaderos esclavos, embargados por la necesidad de que los vean guapos ya que ellos se ven feos. No obstante, el hombre que jamás galopó a caballo y sintió el aire golpeando su cara, despierto o dormido, nunca fue libre.<br /><br />Aquel que no aportó, fue inútil. Quién nunca buscó una idea no es diferente de una bombilla estropeada, chatarra incapaz de devolver la luz que recibió del mundo. Y es que al que afirma nunca haberse equivocado, habría, por cínico y gamberro, que enviarle a una isla desierta para que reflexionara mirando al mar. Amigo, el que transporta veneno, se envenena. Y el de corazón negro, ennegrece lo que toca. Aquellos que nunca miraron a los ojos, sólo pudieron ver pies. También el que alberga rencor va, poco a poco, vendiendo su alma al odio y la desesperación. Más valdrían cuatro insultos y cinco puñetazos para liberar tan corrosiva carga.<br /><br />El, sublime desgraciado, que nunca amó, no vivió.<br /><br />Todos y cada uno de los demás, esos, son auténticos héroes. - sentenció visiblemente emocionada la chica de ojos claros.</div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-852967712463328329.post-57710029177189491902009-09-04T22:27:00.000+02:002009-09-04T22:35:25.595+02:00Altos vuelos<div style="text-align: justify;"><span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_0">Adrian</span> era un modesto piloto francés de globo aerostático. El globo que acostumbraba a pilotar no era suyo, él simplemente llevaba a turistas a dar un paseo entre las nubes a cambio de un mísero jornal. Con ese poco dinero era capaz de sacar adelante a su familia. Sin embargo, cuando los inviernos eran especialmente crudos, dado que las gélidas alturas no eran un lugar muy agradable para los aventureros viajeros, alarmantes <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_1">dificultades</span> llamaban a su puerta.<br /><br />Le encantaba oler las nubes, saborearlas y atravesarlas con la decisión del pirata que surca el océano sabiéndose libre. Además, se había dado cuenta de que los problemas no tenían alas y, por tanto, no podían volar. Cada vez que se elevaba surcando el cielo, dejaba todas sus preocupaciones en tierra y, aunque fuera sólo por un rato, podía flotar en un mundo donde únicamente importaba cada instante.<br /><br />Era una tremenda suerte poder conocer cada día a gente proveniente de los rincones más inesperados del planeta. Durante las travesías aéreas sus clientes le contaban fascinantes historias sobre sus lugares de origen. Le habían hablado de montañas de coloridas y sabrosas especias, de pirámides que pinchaban al cielo, de monstruosos y fieros animales que habitaban en misteriosas selvas e incluso de mujeres de una belleza que cortaba la respiración. Soñaba con poder viajar por el mundo y conocer aquellos magníficos sitios y muchos otros. Quería dar la vuelta al mundo en globo. Algún día...<br /><br />La mayoría de la gente que subía al globo venía de países extranjeros y no todos poseían la moneda local. Muchos pagaban en oro ó plata. Por ello, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_2">Adrian</span> poseía una pequeña y vieja balanza de metal con la que pesaba lo que debía abonar cada cliente. Por supuesto, también disponía de toda una ristra de simpáticas pesas patrón. Al cabo del tiempo, debido al intenso uso diario, la balanza fue perdiendo precisión y estropeándose. Desde luego, ya no podía emplearla para sus fines comerciales. Necesitaba una nueva y fiable para no adentrarse en el riesgo de hacer cálculos erróneos con oro y plata.<br /><br />Se llevó la balanza antigua a su casa. Decidió coger las dos pesas patrón de mayor masa y atarlas a uno de los dos platillos de forma que quedaran bien sujetas. Acto seguido, buscó un pequeño trozo de papel y escribió en él con una excelente caligrafía <span style="font-style: italic;">"vida"</span>. Pegó el <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_3">papelito</span> a ambas pesas y dejó flotar la realidad sobre la balanza. La balanza se inclinó hacia la vida, por supuesto.<br /><br />El día en que su hijo cumplió seis años le dijo que quería ir a dar una vuelta con él en el globo. Si existía alguien en el mundo que amara más al viejo globo aerostático que <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_4">Adrian</span>, ese era su hijo <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_5">Christophe</span>. Los ojos del niño se abrieron como platos y un inmenso júbilo le inundó.<br /><br />Aquella tarde el cielo estaba despejado. <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_6">Adrian</span> conducía el globo de forma suave y lenta. Apenas intercambiaron palabra alguna, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_7">Christophe</span> observaba atónito el paisaje, como siempre, parecía bajo el efecto de un placentero embrujo que cubría su cara con una enorme sonrisa. Volaron hasta que el sol empezó a desaparecer <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_8">disimuladamente</span>. Cuando sólo eran capaces de vislumbrar medio círculo, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_9">Adrian</span> se acercó a su hijo y le abrazó dulcemente. Sacó de su mochila un objeto que estaba envuelto en un desgastado trapo.<br /><br />- <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_10">Christophe</span>, este es tu regalo. - comenzó susurrando - Yo no te podré acompañar siempre, ella sí. Es una balanza, pero ni mucho menos una balanza cualquiera. <span style="font-style: italic;">Es</span> <span style="font-style: italic;">la balanza de las sonrisas</span>. Cuando ella sonría tú sonreirás, cuando no lo haga tu cara se teñirá de tristeza. Su <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_11">funcionamiento</span>, como el de una bonita sonrisa, es sencillo. Cada vez que algo te produzca alegría o satisfacción, cada vez que una chica no te permita pensar en nada más que en ella, cada vez que la adrenalina te haga sentir invencible, cuando vayas a pescar y tras horas esperando pacientemente, un pez muerda el anzuelo, cada vez que te apetezca saltar y bailar hasta caer rendido, cuando disfrutes con la vida y anheles seguir viviendo para siempre, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_12">escríbelo</span> en un ligero papel y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_13">ponlo</span> en este lado. - señaló al sólido bando de la vida - Igualmente, cada vez que tu cielo se nuble y comience a llover, cuando algún problema se cierna sobre <span class="blsp-spelling-corrected" id="SPELLING_ERROR_14">ti</span> con fuerza, en esos momentos en los que querrías tirarlo todo por la borda y luego tirarte tú también, cuando creas que luchar no vale la pena, entonces, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_15">escríbelo</span> igualmente en un, aún más, ligero <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_16">papelito</span>, y <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_17">ponlo</span> en este otro lado. - señaló el platillo contrario - Cuando esos sentimientos desaparezcan, retira su correspondiente <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_18">recordatorio</span> de la balanza. En cada instante, tu rostro deberá ser un reflejo del dictamen de la balanza. Si la alegría vence, sonreirás <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_19">exultante</span> y la música del mar te hará avanzar encendido con la furia de una ola. Sin embargo, si la alegría perece, tu rostro, tu voz y tu alma envejecerán bajo el agrio silencio del que no puede amar ni a su propia vida. - apuró su cigarrillo, lo lanzó al vacío y contempló cómo el sol moría en el horizonte - Dicen que la vida <span style="font-weight: bold;">siempre</span> pesa más. - finalizó sonriente.<br /><br /><br />Cuentan los sabios que no había suficiente papel en toda Francia para poder cambiar la divina predisposición de aquella balanza de las sonrisas. Cuentan también que aquel joven muchacho, <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_20">Christophe</span>, jamás dejó de <span class="blsp-spelling-error" id="SPELLING_ERROR_21">sonreir</span>.<br /><br /></div>rikelhttp://www.blogger.com/profile/16043245504024649640noreply@blogger.com0