Aterricé para descubrir un calor seco, un aeropuerto caótico, y una ciudad donde no había semáforos. Pagué en dólares mi visado para unos cuantos días, y fui en busca de alguien con un cartel con mi nombre.
Acceder no fue fácil. El todoterreno de marca blanca se tambaleaba violentamente bajo las órdenes de nuestro habilidoso conductor local. Subíamos la montaña, acompañados de unos paisajes espectaculares, y —la verdad— no sabía muy bien qué me esperaba al otro lado.
Al llegar a Rampur, tuve la extraña sensación de ser observado desde todos los rincones de aquel pequeño poblado con apenas cien familias. Al fin y al cabo, yo venía del espacio exterior. Sonreí. Y, aunque había intentado educarme en lo contrario, en el fondo de mí mismo portaba la mentalidad del astronauta con escafandra que va a juzgar un planeta inexplorado. Un planeta que necesita aprobación. La mía. Mi bolsa de viaje de marca ecológica no sólo traía medicinas para una guerra, botellas de agua para un desierto, y ropa de batalla. Por desgracia, también portaba una tonelada de prejuicios y condescendencia.
No había carreteras; los todoterrenos se quedaban a menudo varados en mitad de barro y rocas. El agua se acababa a las 8.30 de la mañana en los tres grifos públicos de la aldea, y no era potable. Para ello, llevaba conmigo unas cuantas pastillas potabilizadoras. Las familias racionaban los pocos litros de los que disponían para beber, limpiar, cocinar, alimentar a sus animales, y —si sobraba algo— asearse. Dormía sobre una tabla de madera, a escasos metros de cabras, gallinas y búfalos. A las 5.30am la orquesta de la naturaleza hacía imposible dormir. Los niños debían andar una hora y media para llegar a la escuela —montaña arriba, en la aldea de al lado—, y otra y pico para volver. Iban en chanclas aunque, curiosamente, con un uniforme impoluto. Caminaban por un sendero que me ponía en serias dificultades, con mis botas de $150 diseñadas por ingenieros de campeonato. Día tras día, la comida y la cena eran arroz blanco y sopa de lentejas, dal bhat. No había desayuno, más allá de un té. Y, por supuesto, no había médicos en horas —literalmente— a la redonda.
Yo estaba allí para ayudar. Ayudarles a ellos. O eso quería creer.
[…]
Durante los primeros días, aprendí cómo funcionaba la comunidad, a qué se dedicaba cada familia, y en qué consistía su rutina. Mi trabajo era intentar descubrir qué pequeños cambios podían mejorar la calidad de vida en la aldea, e identificar qué problemas frenaban su desarrollo. Un ejemplo eran los pequeños préstamos que hacían unos vecinos a otros: un foco de tensiones constante, donde el anonimato bancario al que yo estaba acostumbrado no era una opción, y la armonía social del pueblo siempre estaba en juego. Además, mi objetivo allí era repartir una serie de micro-donaciones entre las familias de la aldea: agricultores de tomates y coliflores, criadores de pollos y cabras, un sastre, así como humildes comerciantes locales.
[…]
Pasaron los días. Y quería saber si aquella gente era feliz. Quería saber cuánto lo eran, y porqué. Necesitaba imperiosamente medir y comparar con lo que yo conocía, y documentarlo todo antes de huir de allí para siempre. Estaba en mí ADN: la comparación constante era el motor de allí donde yo venía, y alimentaba el venenoso juego donde los ganadores pierden menos.
Mis cálculos indicaban que era altamente improbable que los habitantes de la aldea fueran felices. La vida era monótona —que los días de la semana tuvieran nombre era simplemente un capricho. Tenían pocas expectativas de mejorar y, al margen de las incomodidades diarias, el espectro de vivencias que les aguardaba a lo largo de la vida se me adivinaba limitado. Muy pocos llegarían a abandonar la imponente montaña. Al menos, todo aquello creía yo. Al fin y al cabo, los esquemas mentales son un sutil titiritero; uno que desliza en nosotros una conclusión de partida, y nos invita sigilosamente a inventar cualquier narrativa que la confirme y justifique. Arenas movedizas de las que es difícil escapar.
El idioma era una gran barrera. Asal, mi traductor siempre sonriente, mediaba entre mis ocurrencias extravagantes y la gente de Rampur. Una noche, impaciente ante no poder cuantificarlo todo, tuve una idea. Mientras evitaba mosquitos y disfrutaba del licor local (al que unos llamaban vino, y otros whisky), me acerqué al padre de una familia que plantaba tomates y alubias, para venderlos en un mercado cercano. Se llamaba Ranjeet. Pensé que una buena forma de medir su nivel de felicidad y entusiasmo con la vida consistía en entender sus deseos. Y ver qué tipo de carencias abordaban. Por ello, le pedí a Asal que preguntara a aquel hombre cuales serían los tres deseos que pediría a un genio de la lámpara que se le apareciera de repente.
Asal se quedó pensativo al principio; sorprendido, divertido. Al cabo de unos segundos, tras sonreír, se dirigió a Ranjeet y le transformó mi pregunta de forma totalmente ininteligible para mí, en Nepalí, escapando la conversación a mi control. Por mi cabeza rondaban respuestas potenciales: ¿Hablaría del agua? ¿De mejores carreteras? ¿Un médico más cerca? ¿Universidad para sus hijos en la capital? Jamás olvidaré la reacción de aquel padre de familia. Me miró, y explotó en una carcajada estruendosa que bien duró un minuto. Finalmente, se encogió de hombros, dijo que no sabía (ni parecía que le interesara demasiado), se dio la vuelta y volvió a sus quehaceres. Ranjeet no necesitaba nada lo suficiente como para desearlo. ¿Acaso no era esa la más poderosa plenitud?
[…]
Pensé y pensé sobre la respuesta de Ranjeet. O la falta de ella.
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Y todo sucedió una tarde. Descansaba en el porche de mi choza, leyendo distraído un libro, cuando Ranjeet se acercó, y me indicó con la mano que le siguiera. Dejé mi libro sobre la esterilla de mimbre, me puse mis botas embarradas, y fui tras los pasos de Ranjeet.
Aún no conocía todos los recovecos de aquella aldea de montaña. Y al seguir a Ranjeet, descubrí caminos estrechos entre los que no me había adentrado antes. Tras varios giros, y saludar con Namasté a varias personas desconocidas que descansaban en la puerta de sus casas, mirando al infinito como estatuas, nos encontramos ante una choza de aspecto singular. No estaba rodeada de tantos animales como las demás; las gallinas parecían respetar su entrada, y desviaban sus paseos disimuladamente. Además, varias estacas de madera adornadas con imágenes de mantras tibetanos y otros símbolos de aspecto místico anticipaban la energía especial del lugar. Ranjeet se detuvo, y se volvió hacia mí. Me miró con una sonrisa, no exenta de cierta solemnidad y respeto, y señalando a la puerta, repitió dos veces una palabra en Nepalí que luego aprendí significaba “maestro”. Allí me esperaba el maestro espiritual de la aldea. Entré. Sólo y sin traductor.
[…]
El interior, diáfano y humilde, se parecía mucho a otros que había visto. Al fondo, apoyado contra la pared, se encontraba un hombre cuya edad era difícil de estimar, con ojos claros y afables. Su mirada se clavó en mi, y con un ademán me invito a sentarme. Por algún extraño motivo, me imagine la estancia como la corte y tribunal donde probablemente se resolvían las disputas del pueblo.
― ¿Disfrutas las montañas que nos rodean? ¿Los árboles verdes? ¿El canto de esos animales cuyo nombre, posiblemente, desconoces?
― Por supuesto. Son únicos, nunca había visto algo igual. ― respondí de forma casi automática. Era cierto, pero habría dicho lo mismo si no lo fuera.
― Y, sin embargo, realmente no los ves cuando miras a tu alrededor. — afirmó tajante.
No respondí, pues supuse que lo elaboraría.
― La belleza y la armonía de nuestra tierra es como un río. Un río que debería fluir de tus ojos a tu mente, e inundarte. Rápido y embriagador. Un vendaval que lo eclipsa todo. Sin embargo, esa tubería tuya está atascada; lo que entra por tus ojos no llega en todo su esplendor a ti, pues tu atención está lejos. Pensando en otro tiempo y en otro lugar. En lo abstracto, que no se puede tocar, no brilla, ni huele. Pero se adhiere, y martillea por dentro. No estás aquí.
Ciertamente, tenía razón. Desde mi llegada, había puesto una cortina de análisis presuntuoso entre aquella realidad y la mía. Experimentaba por videoconferencia y con guantes.
― Preguntas por deseos. A nuestros hombres que disfrutan absortos su presente, les pides que imaginen un futuro diferente —tal vez mejor, tal vez no— y que sufran por no tenerlo. — espetó con tono un tanto acusador.
― Sólo quería entender…
― Resulta curioso. El enfermo debería envidiar al sano. Esa falta de deseos que tanto te sorprende, que ves como un mundo interior incompleto o una ambición dormida; esa falta de deseos que ves como un paso aún por dar, es precisamente lo que nos hace libres aquí. Libres de la mayor esclavitud; la de señalar como fracaso todo lo que no sigue el dictamen de nuestros deseos.
Me mordí la lengua antes de contestar. Al fin y al cabo, tampoco sabía qué decir. Me resistía sin embargo a pensar que tener propósitos fuera perjudicial.
― Llevas una mochila pesada contigo, amigo. Todos esos deseos artificiales que de una forma u otra han acabado dentro de ti, esas metas milimetricamente inoculadas en tu interior, te limitan, te persiguen, y te pesan como piedras a la espalda. Dan forma a tus actos, a tus decisiones, consumen tu tiempo y tus nervios. Ni siquiera cuando duermes eres capaz de escapar de tu prisión. — hizo un breve parada para fumar de su pipa — Y quieres entender porqué…
Pasaron unos segundos, minutos u horas, no estoy seguro. Tranquilos, en silencio.
Me miró con una mirada triste, y lo que es aún peor, con cierta condescendencia. Aquello quemaba. Y entendí que eso era precisamente lo que yo llevaba haciendo desde que llegué allí.
― Tengo algo para ti. ― me dijo al fin, esbozando una ligera sonrisa.
Con un rápido movimiento agarró un pequeño botijo de bambú, en el que yo hasta entonces no había reparado. Era pequeño, estaba cerrado, y parecía desgastado y antiguo. Me lo extendió, y lo cogí. Pesaba más de lo que habría anticipado.
― Te ayudaré. — añadió orgulloso.
Disfruté el olor y la paz de aquel lugar durante unos segundos, sabiendo que su explicación estaba al caer. Supuse que aún no debía abrir aquel recipiente.
― Contiene todos tus deseos. Y te permitirá eliminar aquellos que no quieras. Hay deseos y motivaciones que, como el helio, te empujan y elevan. Perseguirlos es una aventura que, incluso si termina de forma abrupta y repentina, habrá merecido la pena. Pues lo importante es de hecho el camino. Son simples; no descansan en complicados malabarismos entre pasado, futuro, y presente. E iluminarían tus ojos aún en mitad de estas montañas. No pierdas tu helio, pues te hará volar.
Se tocó la barba pensativo y tranquilo.
― Por otro lado, tus deseos hechos de roca te impiden avanzar. Los introdujeron en tu interior sin que te dieras cuenta. Se sostienen en promesas de un fin lejano y, tal vez, grandioso a ojos de jueces sin toga. En otra época y lugar habrían sido distintos, ya que se basan en una identidad colectiva, de tribu, que te estrangula. — dudó un segundo mientras enumeraba características terribles, y carraspeó — Por ello, te serían inútiles en una isla desierta.
El maestro disfrutó otra larga calada de su pipa.
― Y la vida es, demasiado a menudo, una isla desierta. — añadió divertido.
Empecé a comprender lo que decía el hombre que tenía enfrente.
― Sé cuidadoso al usarlo y elegir. Y, cuando vuelvas a tu mundo, recuerda que no hay hombre más libre que aquel capaz de establecer sus propios deseos. — concluyó.
[…]
Metí el recipiente de deseos y una caja de cerillas en mi mochila. Y empecé a caminar montaña arriba, pensando en lo que me había dicho el maestro. Me acompañaba una mezcla entre curiosidad y miedo por lo que me podía encontrar en aquel recipiente. Me crucé con varios campesinos que volvían de cortar hojas y hierbas en la selva para alimentar a sus cabras; llevaban todo lo recogido en un enorme cesto a su espalda, sujeto mediante unas cintas a su frente. Tras saludarles, me pregunté si mis deseos me estarían encorvando de igual forma. Y haciendo cada paso más difícil.
Después de subir y subir, finalmente vi un saliente que parecía el lugar adecuado. Las nubes eran ligeras ese día, y la estampa era espectacular. Tenía buena parte del Himalaya enfrente mío: el monte Manaslu justo delante, y el rango de la cordillera de Annapurna a mi izquierda. Al ver aquellos picos, majestuosos e indiferentes, entendí que mi vocabulario necesitaba palabras nuevas. Demasiado a menudo tildaba de impresionantes algunos inventos recientes; inventos humanos que palidecían al lado de esas barbaries de las ciencias sísmicas. Allí sentado, por fin, abrí el recipiente de mis deseos. Y miré dentro.
Tiras y más tiras de papel, con palabras garabateadas en diferentes colores. Muchas más de las que había imaginado. Saqué una y la leí. Una mueca de disgusto se dibujó en mi cara. Saqué otra, y una leve sonrisa. Saqué y saqué. Y no tuve más remedio que reconocerme en esas descripciones de mi interior. Ideas que habría negado elocuentemente en cualquier tertulia de terraza, deseos que habría desmentido ante notario, estaban allí sin embargo. Miré a las montañas con picos nevados, y quise ser de otra forma, zafarme de algunos de los deseos que llevaba dentro. Elegí mi primer enemigo; un deseo pesado como una roca. Prendí una cerilla, y vi aquel papel consumirse en llamas con satisfacción. A cambio, volví a encestar en mi interior tres deseos sobre los cuales mi convicción no titubeaba. Confiado, empece a encender cerillas y moldear lo que quería querer. Y sobre todo, a librarme de lo que no quería dentro. Mientras que cada día nos enfrentamos a un lienzo donde dibujar y añadir nuevos trazos es sencillo, la habilidad para borrar y deshacer es mucho más sutil y sofisticada. Quemé lo que pensaba que no me ayudaba, y lo que no era genuinamente mío; vi arder sin compasión recuerdos racionalizados y contaminados, anhelos resultadistas que conducían a una vida de cine o de total fracaso, codicias de manual, y ansias de domar lo que debe ser salvaje. Me deshice de deseos cuyo porqué no podía explicar. Al final, me quedé sin cerillas y tuve que innovar para hacer desaparecer lo que sobraba. Incluso me atreví a tachar lo que ponía en algunos papeles y, con un bolígrafo azul pedirme deseos a mí mismo. Los lancé sin miramientos al botijo de bambú; quién sabe, tal vez funcionara.
Contemplé las montañas un rato más en silencio. Puede que nunca volviera a verlas. Me despedí, y cerré el recipiente. Me levanté, y volví caminando al poblado. Por realidad o por espejismo, me sentía más ligero. Tal y como había prometido al maestro, me acerqué a su choza y dejé el botijo en la puerta. A partir de ahora, si quería controlar mis deseos, lo tendría que hacer por mí mismo.
Me invadió una extraña tranquilidad. El tiempo aminoró la marcha. Todo iba bien, y no había prisa.
[…]
La voz de la azafata me despertó súbitamente. Estábamos llegando a Kathmandu. Somnoliento, miré por la ventana. Aquello coincidía con las fotos que había visto en mi guía. Se me escapó una sonrisa. Y luego recordé que por desgracia no había cerillas mágicas, y todos mis deseos seguían allí, intactos, en algún sitio, en lo más profundo de mí.