miércoles, 15 de diciembre de 2010

sábado, 24 de julio de 2010

El universo de Chloé y los caramelos morados

Pasajeros del vuelo IB6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.
Pasajeros del vuelo
IB6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.

Tras una alocada carrera voy a terminar a mi asiento, el de la ventanilla izquierda en la fila tropecientos de un avión atestado de gente de todo tipo. Junto a mí, se encuentra una cautivadora renacuaja de apenas tres palmos y que, probablemente, aún no haya sido capaz de apagar más de una o dos velas a lo largo de su historia.

Antes de despegar apago mi móvil soltando al aire una comercial melodía, y cautivando así la atención de la diminuta dama de rasgados ojos negros y pelo azabache. Me mira como lo hace un bebé, con entrega total, sin miedo al cruce de miradas durante segundos y segundos. Proponiendo un enlace eterno. Aprendiendo de todo.

Y entonces ella comienza el juego. Como por arte de magia, saca de su bolsillo una increíble piruleta de colores, un tesoro que habría hecho perder la cabeza a algunos de los más ilustres nombres de la historia. ¿Quién sabe si Cristobal Colón no hubiera pospuesto su búsqueda de las Indias para centrarse en conseguir aquel magnífico caramelo? Supongo que es una de esas cosas que tan pronto como las ves sabes que se hicieron para ser tuyas. Y aún más, ¿cómo demonios habría conseguido ese monigote de mirada hipnotizante - a su corta edad - tan dulce alhaja? Yo la miraba a ella, ella miraba a su piruleta y su piruleta miraba al universo entero. Tenía que ser mía.

- Hola, creo que vamos a compartir un largo trayecto en este avión, y considero razonable que nos presentemos formalmente y sepamos un poco más de nuestro compañero de viaje, ¿no? - dije tratando de ser simpático.

Sus ojos estaban fijos en mí. Por primera vez, se le escapó una juvenil sonrisa. Parecía divertida. Ante la falta de respuesta, entendí que estaba completamente de acuerdo.

- Me llamo Carlos. ¿Y usted? - añadí extendiéndole la mano.

Con su mano derecha mantenía firmemente agarrada la piruleta, y ahora sus ojos escrutaban mi mano tiesa en el aire. Parecía un poco desconcertada, aunque para conseguirla estoy seguro de que habría tenido que protagonizar decenas de presentaciones a lo largo y ancho del mundo pidiendo pistas sobre su paradero. Tras unos segundos de duda, y tras animar fervientemente a la guapa azafata que se enfundaba un llamativo chaleco salvavidas para explicar cómo actuar en caso de catástrofe, finalmente accedió. Emitió un peculiar sonido que probablemente ningún catedrático de filología del mundo podría haber entendido. Acto seguido, con su rechoncha manita agarró mi dedo meñique, y durante unos pocos segundos movimos aquel extraño encaje hacia arriba y abajo.

Ya éramos amigos. Probablemente, para siempre.

- No es mi intención ofenderla, pero considero de una dificultad que excede mis posibilidades la pronunciación de su nombre, que es muy bonito desde luego. - dije utilizando todo mi poder diplomático.

En su cuello reposaba una fina cadena de plata, que unía ambos extremos de una plaquita donde podía leerse en letras caligráficas la palabra Chloé. Aquello me dio una excelente idea.

- Sin embargo, estimada señorita, la llamaré Chloé. Si no le importa, claro está. ¿Puedo tutearla? - dije más pendiente de la piruleta que de ella.

Al oír aquel nombre, una sonrisa se adueñó de su cara y empezó a mover las piernas y los brazos con excitación. Casi recibo un violento piruletazo en la cabeza, un rápido movimiento me salvó de perder el juego nada más empezar. Para ser honesto, su reacción incluyó algún que otro sonido pero me fue imposible descifrarlos. Así pues, la diminuta señorita se llamaba Chloé. Chloé de Arco, supuse...

Mis recursos allí sentado eran ciertamente limitados. ¿Cómo podría convencer a Chloé para que me entregara su piruleta? Metí la mano en mi bolsillo y vi qué podía encontrar. Saqué un caballo de ajedrez, pero no uno cualquiera, uno pacientemente tallado en mármol blanco por un artesano indio al que conocí en uno de mis viajes. Una pieza de un valor sentimental - e incluso económico - incalculable. Aquello era un trato justo, amigos. Lo puse encima de su mesa plegable, y simule el movimiento del caballo un par de veces. De nuevo, sus ojos abiertos de par en par - haciendo casi imposible ver su nariz enanilla - estaban embobados contemplando los saltos de mi mágico corcel.

Se lo ofrecí a su mano vacía, a la vez que esperaba con mi otra mano su piruleta. Pero Chloé, definitivamente, tenía otros planes. Me arrebató el caballo sin piedad, rió encantada, lo zarandeó un poco y posteriormente lo lanzó hacia los confines del mundo. Emitió la carcajada de bruja que demuestra que el inocente ha sido engañado vilmente. Yo, por mi parte, nunca volví a saber de él. Luego lo comprendí. Ella debía ser una reina. Y yo la había insultado, ofreciéndole un simple jinete, quien sabe si de su bando o incluso del equipo contrario.

- Chloé, ¿tu crees en el destino? - intenté.

Se quedó largo tiempo en silencio, pensando. En ese momento, el comandante se presentó y ella consideró más importante atender a sus interesantes explicaciones que a mi burda treta.

Cogí la revista de la compañía, que descansaba enfrente de mí. Pasé unas cuantas páginas. Había aprendido que en cualquier negociación es bueno, de vez en cuando, dar un tiempo de descanso. Tras unos minutos, llegué a la sección de mapas, donde se reflejaban todos los destinos de la aerolínea.

- Querida, aquí es donde nací yo. - dije señalando sobre el mapa - ¿y tú, amiga, de donde has salido? - pregunté.

Chloé miraba sonriente el mapa, movía la cabeza buscando probablemente su lugar de procedencia. Seguro que era un lugar exótico, se veía en sus ojos. Empezó a bailar, allí mismo, sentada en su asiento y atada por un doble cinturón adaptado a sus pequeñas dimensiones. Le gustaban los mapas. Finalmente empezó a dar manotazos sobre el océano Indico.

- Ahmm. Así que eres una hija del océano Indico. Fascinante, querida. - espeté con total sinceridad.

Dicen que los hijos de los océanos lucen la belleza del más asombroso pez de colores que por ellos pasea, la grandeza de espíritu de las sirenas y la fuerza de las olas de alta mar en sus ojos. Pero hay pocos. Muy pocos. Yo tenía enfrente a uno de ellos. Y sólo quería robarle su divina piruleta...

Rebusque en mi bolsillo, y encontré un pintalabios rojo para el que no recordaba una explicación. Desde que lo saqué, la mirada de Chloé fue prisionera de - en sus pensamientos en Chloéliano - aquel extraño artefacto. Lo situé encima de la mesita que reposaba enfrente de la genuina mujercita. En ese preciso momento, parecía que Chloé había conseguido lo que muchos perseguimos y perseguiremos, pero jamás conseguiremos, olvidarse de todo, aislarse del mundo, las ideas y las palmeras, y centrarse únicamente en su juguete. Para luego jugar. Cogió el pintalabios abierto, y - como un tornado de apenas 10 kilos que era - impregnó su color en todo cuanto se puso a su paso. Ella tenía ese poder especial, nunca dejaba indiferente a nada que cayera en su radio de acción. Realmente, no sé qué fue del pintalabios. Probablemente, cuando se cansó de él lo lanzó al infinito, para dibujar las heridas mortales al olvidado corcél blanco. ¿Acaso importa?

¿Qué puede querer una reina? No es una pregunta trivial, y yo no era capaz de responderla. Mi rival era más fuerte que yo. No por sus bíceps del tamaño de uvas, tampoco por ser capaz de seguir las conclusiones de frías y calculadoras estrategias, no. Era una cuestión de filosofía. De escalas. Aquella dama no sabría, posiblemente, ni donde estaba, ni a donde se dirigía. Pero, no existía un sólo motivo en el universo que pudiera desanimarla, pues un simple caramelo morado de tienda de barrio sería capaz de devolverle toda la felicidad del mundo en apenas un instante. Compañeros, la niña era invencible.

Aceptando mi derrota, me puse a mirar por la ventana. Desanimado, saqué lo poco que quedaba de una bolsa de 300 gramos de M&Ms y volqué una sucesión de bolas de colores en mi mano. Ahí se produjo el milagro. Inesperado. Sin más. Como la vida misma.

Poco más puedo decir: Chloé se volvió loca.

Soltó la piruleta. Sin preocupación. Sin pasado, sin futuro. Sin mente. Y se abalanzó sobre el delicioso chocolate. Yo, por mi parte, sorprendido y creyendo tener el secreto de todas las reinas, agarré aquella piruleta con fuerza. Y he de decir que la vi más fea en ese mismo instante. Tal vez lo que habría quitado el sueño al Sr. Colón habrían sido las revoltosas pelotillas de chocolate.

Había logrado volver a ser niño por un rato. Caminar sin memoria. Poder actuar como en un videojuego, donde las consecuencias no son reales. O tener un piso en Paris donde bailar el último tango sin recordar nombres ni circunstancias cada martes por la noche. Y sin embargo, ella, la linda aventurera cuyo tamaño burlaría cualquier trampa de película de pirámides, no había notado nada especial en la situación. Nada. Pues para el que es copiloto del viento, nadar entre las nubes, adelantar a los pájaros más veloces y desafiar el rumbo de las veletas de los campanarios de mayor altura no es sino el pan de cada día, la obligación y el único destino. Lamentablemente con los años, y como tantos otros, era altamente probable que Chloé perdiera la nacionalidad oceánica. Quién sabe...


Mientras, ahí abajo, el semblante de Londres me despedía con la suavidad propia de los amantes que saben que, algún día, se volverán a ver.

lunes, 28 de junio de 2010

Rugidos de jirafa

Nadie sabe su nombre. No tienen pasado. Quizá tampoco reino. Y sin embargo, rugen. Con fuerza. Supongo que, en la soledad de las largas noches, perdidos en su prisión en los márgenes del mapa de guantera - donde el viento ya no sopla, ni las estrellas brillan -, miran fijamente a la Luna y le hacen la misma pregunta que tantos y tantos olvidados niños de orfanato, tras las rejas de su particular ventana.

Sin presentaciones. Así funciona. Prostitución discreta. Una semana tras otra. Te entregan las llaves en un sobre medio abierto, con apenas un número garabateado en él, en color rojo y caligrafía irregular. Llegas, sonríes, abres. Te quitas la chaqueta. Cierras la puerta. Introduces. Giras. Una vez, dos... Sólo un leve gemido viola el silencio. Luego lo conduces tú. Sí, hasta donde quieras.

No hay amor. Ni una pizca. Y probablemente por ello, el acelerador se pisa a fondo. Sin piedad, sin respiro. A veces con dirección, otras sin destino, pero siempre al límite. Ese fino freno hecho de consecuencias y respeto parece estar desactivado. Cuando el miedo no existe, entonces sí se puede volar.

Realmente, es él quién te mira a los ojos. Te examina, cuidadosamente. Medita. Juzga. Y este: el mentecato número 18793, ¿qué buscará? ¿querrá realmente aprender mediante ese tipo de aventuras cuya huella es imborrable en nuestra identidad? ¿O, tal y como tantos otros, sólo buscará un calmado paseo que le permita obtener un par de fotografías para poder justificar el tick en la correspondiente casilla?

Los leones no son esos depredadores de hermoso pelaje y majestuosa figura que no necesitan siquiera rugir para reinar. No hombre, no. Son las jirafas y las ardillas, pero no las más altas o las más rápidas, sino aquellas que tienen un arco y cinco flechas, y que cada vez que avistan la diana, simplemente disparan. De hecho, los leones son como los coches de alquiler.

Sin matrícula ni dueño. Pero siempre con gasolina.

martes, 13 de abril de 2010

Trayectorias

Nacen sólo cuando hay tormenta. Y son hermosas. No hay dos iguales. Lanzadas desde el precipicio más alto cuando aún no saben siquiera volar, parecen condenadas a bailar al son de los deseos del viento. Tonterías. Alguno apostaría a que su destino está escrito desde el preciso momento en que son soltadas, y los hay que irían incluso más lejos, afirmando que cualquier meteorólogo entendido podría - no sin cierto esfuerzo - calcular el lugar exacto donde todo acabará y habrá acabado. Pobres ingenuos...

Tienen voluntad propia, deciden mecerse en las ráfagas más atractivas para cambiar de rumbo y apuntar al océano índico, a la caldera de la cumbre del volcán Mauna Loa o simplemente a la reluciente calva de un visitante que espera en la cola del Louvre. A veces, las más valientes, decidieron tirar aviones y hundir barcos, inundar ciudades o apagar fuegos, caer justo encima de la semilla que daría luz al árbol más alto del mundo, aportar el último empujón a la manzana de la gravedad o, quizá, desfigurar las últimas letras de un final triste, y lo consiguieron, desde luego. Entonces, tras un tiempo prudencial, lo olvidan todo y vuelven a subirse a su montaña rusa esperando otra brutal bajada. Y así poco a poco, cambian el mundo. Gota a gota.

Pero los únicos que realmente lo comprenden son ellos. Se plantan delante de una ventana en una noche lluviosa. Con su olfato blanco, deciden no mirar más allá - y así ver algo -, prefieren ver lo primero, lo cercano, lo real. Observan cómo innumerables senderos desfilan por la ventana. Unos descienden rápidamente y en línea recta; probablemente algún día se arrepentirán de haber cruzado sin mirar alrededor. Otros describen mil curvas, rebotan, frenan, pelean y se empeñan en vivir el mayor número de aventuras posible antes de aterrizar definitivamente. Y ellos, los bebés, sólo pueden sonreír absortos, tratando de tocarlas y jugar con ellas a través del delgado vidrio. Pero no pueden. Sus rechonchos deditos son incapaces de atravesar el fino muro. Ahí caen en la cuenta. No pueden enderezar sus voluntades. Nadie puede. Y es que tienen espíritu salvaje.

domingo, 21 de marzo de 2010

Juegos

Con el tiempo uno descubre la amplitud, el océano, la sabana africana. Por supuesto, hay una vela diferente para cada mente, para cada ocasión y para cada discurso. Las hay rojas y azules, circulares o cuadradas, las hay sin olor alguno - para que el lector imagine y decida - o aquellas que desprenden la más dulce esencia del este, las hay verdes o amarillas, con una y mil mechas, las hay que no caben en el jardín de un rey aunque existen esas que entran en el bolsillo de cualquier americana de pana, y desde luego, las hay encendidas pero también apagadas.

La vela sin su fuego no es más que un astronauta sin escafandra, un músico sin su instrumento o, a lo sumo, un patrón sin marineros. Es triste. Pero no está más muerta que las que creen estar encendidas por portar una ligera y monótona llama que nunca soñará siquiera con cambiar el mundo. Cuando el rastro de cera carece del grosor característico de la pasión, cuando no hay altibajos ni montañas de cera en el suelo, precedidas y seguidas de curvas imposibles, si faltan los goteos que indican que en alguna ocasión se perdió el aliento pero nunca el fuego, o cuando una vela rechaza tocar el cielo al precio de morir rápidamente, entonces es que, tal vez, vendió su alma. Pero como dijo aquel genio, eso es algo que se descubre únicamente con el tiempo.




Ahora súbanse y disfruten el paseo.

viernes, 12 de marzo de 2010

La princesa y la bestia

Su abuelo la fundó a principios de siglo. Inicialmente sólo tenían dos modelos. El primero de ellos - el que realmente hacía salir adelante a la humilde familia - era el requerido por el uniforme del motor de aquel pequeño pueblo, la fábrica de cerveza. No era más que un simple azul oscuro, y por supuesto, liso. Eso sí, con una orgullosa etiqueta en el reverso, donde podía leerse en elegantes letras caligráficas "Faith". Más que una etiqueta, era la seña de identidad de esos cincuenta gramos de esperanza para aquellos que se levantaban día tras día para ir consumiendo su vida poco a poco - y sin poder hacer nada - entre la monotonía de los botellines de cerveza. El otro modelo era para los domingos. Alegre. Vitalista. Con una textura más suave y dulce pero un mensaje más rebelde. Sin embargo, pocos podían permitirse una segunda corbata, y la mayoría debían conformarse con llevar la de todos los días también el domingo. Ese día iban todos a la plaza, para compartir el día de fiesta con amigos y familiares, entre tertulias y cotilleos, entre sueños sobre cómo sería su vida si fueran los millonarios dueños de la fábrica y bailes en corro, entre bocadillos de cualquier fiambre barato y carcajadas que no tenían precio.

Su padre continuó el negocio cuando su abuelo murió. Él era más atrevido, uno de esos tipos genuinos que levantan la mano cuando piden voluntarios y sólo después preguntan en qué consiste la aventura, uno de esos catedráticos de la importancia, con gracia y barba, que cuando es preguntado acerca del porqué de su sonrisa, no entiende la pregunta. Reformó y amplió la vieja tienda, diseñó una infinidad de modelos, de mil colores y estampados e incluso adquirió alguna de esas privilegiadas: las de siete dobleces. Cada vez que tuvo tiempo y dinero, viajó por el mundo en busca de nuevas ideas, de sabios secretos y asombrosas sedas. Amaba lo que hacía y, por ello, le dedicaba todo su tiempo y energías. El día en que su hijo pudo andar, le dejó sólo en mitad de una de las caóticas galerías de la tienda, para que experimentara, para que descubriera por él mismo, para que eligiera su rumbo por primera vez. Y fue en aquel preciso momento cuando lo supo, cuando su hijo volvió de la trastienda, a veces andando y a ratos gateando, con una carísima corbata italiana de seda atada de cualquier forma a modo de cinturón, con una corbata de estampado clásico en la mano izquierda y, sobre todo, con una sonrisa que no cabía en la tiendecilla. Algún día él la heredaría. Y así fue.


Había estado lloviendo intensamente durante las últimas semanas. Eso no era un buen presagio. Muchas cosechas se habían perdido y la gente andaba nerviosa. Es demasiado duro ver llorar a tu hijo porque tiene hambre...

Aquella tarde hacía mucho frío, aunque el cielo estaba despejado. De repente, alguien abrió la puerta y entró. Sus ojos tenían miedo, sus manos sudaban y le envolvía una atmósfera tal vez invisible, pero triste y agitada. Se acercó al humilde mostrador.

- Mmm... ehm... Quiero una corbata. - dijo con voz entrecortada aquel tipo.

- Estupendo. ¿Y qué tipo de corbata quiere? ¿Para qué piensa usarla? ¿Color? ¿Alguna pista? ¡Tenemos montones de corbatas diferentes, amigo! - contestó alegremente aunque algo desconcertado.

- Una verde. Quiero una verde. Para ir a trabajar. - respondió el hombre de piel castigada por el sol.

Con un movimiento rápido, el profesional de las corbatas desapareció tras las cortinas que daban acceso a la trastienda. La situación le resultaba extraña, apostaría a que aquel hombre no requería para su trabajo nada diferente de una azada, y por su pinta, igualmente apostaría a que no nadaba en una situación propicia para hacer un desembolso considerable en una corbata. Sin embargo, siempre había pensado que hay que darle al menos una oportunidad a lo increible, sería inadmisible la falta de fe en un lugar tan estrechamente vinculado a ella, así pues buscó dos corbatas verdes diferentes. Por las prisas, incluso dejó las cajas fuera de su sitio - cosa que nunca hacía - y volvió al mostrador rápidamente.

No perdió la sonrisa. Simplemente, la dulzura que desprendía tornó en decepción. Aquel hombre sostenía una afilada daga en su mano izquierda y una pequeña bolsa de tela en la otra.

- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa.

Entonces lo comprendió todo. En una batalla de hace muchos siglos, cuando a un simple carpintero de aldea lo plantaban en infantería ligera, en primera línea, aunque él no supiera apenas cómo sujetar la espada pero llevara encima el peso de sus tres hijos y esposa, el miedo era ensordecedor. Atronador. Paralizante. Mareante. Tal vez una de las pocas veces en las que el corazón se hiela. Pero todo eso sólo puede vivir en el preludio, compañeros. En el preludio. Cuando relinchaban las trompetas, cuando gritaban los tambores, hasta el más sencillo guerrero sabía que debía luchar a muerte, salvajemente, sin contemplaciones, sin absurdas miradas atrás, y que ese era el único camino por el que podía escapar de ella.

- Si te doy lo poco que tengo, aquello por lo que he luchado durante toda mi vida se habrá esfumado en apenas segundos. Aquello por lo que lucharon mi abuelo y mi padre durante años habrá caído con la fuerza del espejo que se estampa contra el suelo. Tal vez otra vida para levantarlo, a lo mejor tan sólo siete años de mala suerte o quién sabe, ¿la herencia de un familiar lejano, mañana?. Sin embargo, amigo, ese pequeño rincón por el que algo dentro de ti combatió desde el primer día, posiblemente escondido donde nunca te atreviste a mirar, tu tesoro de ser hombre, también quedará devastado. Y algún día, cuando te azote algo mucho peor que el hambre, no podrás refugiarte allí. Entonces, ya sólo serás una bestia.

El atracador bajó el brazo con el que sujetaba la bolsa. Pasaron unos segundos que envejecieron a ambos al menos una docena de años. La vergüenza que le inundaba le impedía mantener la mirada fija en los ojos que reposaban detrás del mostrador. Recordaba a aquel buen hombre. Solía ir a la iglesia algunas tardes, a contar lo que había visto en sus aventuras por el mundo o simplemente a inventar historias de vaqueros legendarios. Largo tiempo atrás, él había sido uno de esos desdichados niños que disfrutaba, absorto, con cada visita suya. Finalmente, levantó la cabeza.

- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa de nuevo.

Siempre hay una jugada maestra guardada para los que tienen fe. Cuando parece que todo está perdido, todavía hay una escotilla por la que burlar la tragedia. Pero, a veces, hasta una simple caja de cartón fuera de sitio puede tirar nuestra última carrera por la borda.


Gobernaba ese sol traicionero que luce y no calienta. Ella bajó como todas las tardes hacia el parque. Era su pequeño respiro diario. Estar rodeada de gente la quemaba, necesitaba la soledad. Bendita soledad. Además, para ellos no era más que la extraña chica que nunca tuvo padre. Y no era cierto. Su padre dejó un regalo para ella, al menos uno, aunque sólo ella lo supiera. Siempre lo guardaría, era su único vínculo con él. Sí, una corbata. Verde. Era bonita. A ella le gustaba mucho. Como aquel paseo diario, como aquel parque y como aquel banco. Se sentó.

Desde él, podía ver todo el pueblo y también las montañas y el río. La imponente iglesia que surcaba el cielo, la chimenea - fumadora compulsiva - de la centenaria fábrica de cerveza, la antigua tienda de corbatas trágicamente cerrada muchos años atrás, la nueva librería donde se podía conseguir prácticamente cualquier cuento de piratas... Y, por supuesto, la pequeña y misteriosa placa que vivía en aquel banco desde antes que ella en el mundo. El enigma encerrado por "En honor a los que dieron lo poco que tenían, porque su espíritu nunca se podrá esfumar." había conseguido que ese banco fuera su elegido. Se sentía en casa. Estaba en casa.

Y entonces ocurrió. Un atardecer más. No lo podía evitar, un escalofrío recorrió su cuerpo de extremo a extremo. Ese grito feroz, ese intenso dolor expulsado al mundo, esa solicitud a Dios para que cesara su eterno sufrimiento cuanto antes. Un descorazonador alarido proveniente de alguna de las montañas cercanas rompió la tranquilidad del pueblo y llegó a cada rincón del mismo. Nadie lo sabía a ciencia cierta. Pero había rumores. Varios, la verdad. Algunos decían que era una bestia que vagabundeaba por colinas y cuevas, otros hablaban de un alma errante que no encontraba donde esconderse de si misma y también había quien defendía que era simplemente una mirada demasiado avergonzada como para vivir por el día. No obstante, todos coincidían en que posiblemente aún llevara al cuello unos gramos de fe y esperanza robada.

La princesa de piel tostada se levantó y, lentamente, se fue.

viernes, 1 de enero de 2010

Las cerillas del farero

Esta es la historia de un hombre que cambió el mundo. Sí, como lo oyen. El mundo se puede cambiar de infinitas formas, algunos lo cambiaron con su pulgar en un coliseo, otros con un poema escrito durante largas noches de insomnio, incluso estando debajo de un manzano en el momento correcto - y con una buena dosis de talento - puede uno subirse al barco. Al barco de aquellos que entienden que en cualquier viaje de vacaciones a un país exótico de Sudamérica, hay que introducir en nuestra propia esencia un poquito de ese espíritu salvaje que allí se respira, pero igualmente hay que enterrar una dosis del nuestro al lado del árbol más bonito que encontremos.

No está muy claro porqué acabó allí. Necesitaba un trabajo urgentemente y una noche en una sucia taberna del fin del mundo un viejo borracho comentó que había un puesto vacante en un faro solitario. No se lo pensó dos veces, los trenes sólo paran siete minutos en cada estación. Mató el último gin tonic de un trago y se fue a caminar. Le encantaba caminar por la calle y observar, observarlo todo. Se preguntaba constantemente cómo funcionaba todo lo que nos rodea, desde los semáforos, coches y aviones, hasta las propias personas y sus sentimientos. Sin embargo, su último año en la escuela fue cuando apenas contaba doce años, y por lo tanto, sus conocimientos eran bastante limitaditos. No obstante, no importaba, para cada duda inventaba una respuesta: había decidido que los semáforos eran una extraña especie de seres vivos - probablemente provenientes de un lejano planeta - cuya alma tenía tres estados de ánimo y que, mágicamente, siempre que se reunían varios vecinos para charlar un rato, al menos uno de ellos estaba eufórico. Se paró. Estaba enfrente del río.

Un antiguo puente de piedra cruzaba el río. Era como aquel desdichado rey al que le robaron la corona y también la majestuosidad de la mirada, o tal vez como esa flor que un día fue la más bonita del mundo pero finalmente sucumbió al tiempo, perdiendo sus colores, su olor y su voz. Era una pena, pues el que nació con un don no debería perderlo jamás. Estuvo mirando al puente durante un buen rato y decidió que había que pintarlo, iluminarlo mejor, arreglar la carretera que lo atravesaba... Siguió caminando, pensando en si, como algunos valientes afirman, la vida pirata es la vida mejor. A partir del día siguiente él se encargaría de que cientos de sueños piratas no reposaran en el fondo del mar.

El faro estaba solo contra el peligro. Abandonado a su suerte. Faro y farero. Farero y faro. Y mucho mar. Las horas allí se hacían largas y pesadas. Por eso, empezó a bailar.

Un jueves cualquiera decidió luchar. Se acercó a su escritorio y cogió un folio. Plasmó en él sus ideas para rejuvenecer al puente con el lenguaje más formal que pudo elegir, dirigió la carta al mismísimo alcalde del pueblo y en cuanto le fue posible la mandó. Esperó impaciente. Pasaron días, semanas, meses. No llegó ninguna respuesta. Dicen los sabios que la llama que inunda a los que esperan una respuesta es la que mejor calienta, pero también se corre el riesgo de abrasarse con la esperanza y esas heridas nunca cierran. Es más, la reacción que convierte ilusión en melancolía, la reacción mata-sueños - como es comúnmente conocida entre los magos del Amazonas - es la más cruel que existe porque juega con la verdad y el deseo llevándolos lentamente al desengaño.

Un miércoles cualquiera decidió que iba a ganar. Se acercó nuevamente a su escritorio y cogió otro folio. Trato de explicar de nuevo sus motivos para proponer que se hiciera justicia con la dignidad de aquel puente, aunque esta vez añadió una cerilla y una frase. La frase decía algo así: "Pueden prender mi carta si quieren, pero miércoles tras miércoles seguirán recibiendo los sueños del farero dado que estos no se pueden quemar."

Como había prometido, tempestades terribles, olas gigantes y soleados días de pesca contemplaron los gritos de su pluma. Incontables miércoles volaron. Sin embargo, su buzón siempre estaba vacío. Pero creía. Creía.

Un martes cualquiera se encontraba bailando. Bailaba el vals de la boda que nunca protagonizaría con la mujer imaginaria que nunca tendría en sus brazos. Probablemente, hasta la música estuviera únicamente en su cabeza. Definitivamente era grandioso. Un vals silencioso en medio del océano. Y entonces sucedió. Llegó el pequeño barco que le solía traer el contacto con el mundo exterior. Y sí, esa vez sí, llevaban una carta para él.

Los fuertes latidos de su corazón demostraban que en esos momentos de incertidumbre, en el puntiagudo instante que puede decidir si los castillos caen o los caballeros conquistan, si la dama se casará contigo o preferirá caminos separados, es cuando uno más disfruta del juego. Abrió la carta con delicadeza, había esperado mucho tiempo. Sacó el contenido, únicamente una fotografía.

Era su puente. Era su puente renovado con sus ideas y propuestas. Y arriba a la izquierda lucía el Sol. Además, en una de las pilas del puente, a la vista de todo caminante que viniera por la ribera del río, se podía leer "Puente del farero", cuyos trazos estaban plenamente hechos con cerillas.