miércoles, 6 de noviembre de 2019

La gente que no podía ignorar

Recuerdo cuando aún pensaba que las tres monedas que me daba mi madre cada mañana de sábado me hacían rico. Por aquel entonces, en mi barrio era difícil dividir a los vecinos en dos tipos de personas, en dos grupos. Cualquier diferencia era poco relevante. Ni los buenos eran tan buenos, ni los malos tan malos. Ni los más felices poseían un secreto definitivo y envidiado por sus compañeros de escalera, ni conocimientos, puntos de vista o anhelos de signo cambiado podían dar al traste con una primera cita. Lo que es aún más importante: cualquier diferencia oscilaba y fluctuaba en el tiempo como las olas del mar. Padres e hijos lanzaban sus dados de forma prácticamente independiente; el pasado no encarrilaba el futuro. Los buenos y los malos momentos en las vidas de unos y otros iban y venían sin más patrón que el camino del borracho que vuelve a casa. Por ello, si me hubieran ofrecido los caramelos llenos de azúcar que compraba con mis tres monedas por describir una división de mi vecindario en dos, no habría sabido qué decir. Habría argumentado, como mucho, que unos animaban al equipo Norte mientras que otros eran incondicionales del Sur en el derbi futbolístico de la ciudad.

Las personas nacen con dos cámaras acorazadas en el mismísimo fondo de sí mismas: la de su memoria y la de sus deseos. Esta es la triste historia sobre cómo demasiadas llaves fueron robadas, muros derruidos, y almas pirateadas. Y, de paso, es la historia sobre cómo años después podría haber obtenido mis caramelos con una respuesta más sencilla, evidente y, a la vez, desgarradora.

Todo comenzó un día de verano cuando yo era ya un adolescente. Bueno, posiblemente todo comenzó mucho antes, pues al fin y al cabo mi barrio no era nada especial, y lo mismo ocurrió simultáneamente en otros lugares. Los vendedores de gafas llegaron. Llegaron haciendo ruido, en una caravana amarilla, moderna y atractiva, con una ventana alargada que emulaba la barra de un bar. Los barman encarnaban la primera impresión que cualquiera desearía producir; eran guapos, sonrientes, simpáticos, y parlanchines. En un barrio donde rara vez pasaba algo, la novedad atrajo a la gente de inmediato. Aquellos hombres y mujeres, ataviados con una gorra con un enigmático símbolo griego, vendían un producto extraño. Inicialmente, los vecinos comentaban que eran gafas. Aún recuerdo cómo algunos —degustando ese placer periodístico de informar al de al lado— afirmaban que la montura era glamurosa, pues estaba a la última moda, y era parecida a la que llevaban los actores tales o cuales de Hollywood. Al principio no le di mucha importancia. Pensé que sería una de esas agresivas campañas de marketing para publicitar un producto nuevo y bonito. Un producto cuyo alto precio respondía no sólo al objeto en sí, sino que reflejaba la oportunidad de diferenciarse del vecino que no podía permitírselo. Una manera de comprar estatus; una forma de hacer signaling. Lo habíamos visto antes. Pero luego me di cuenta de que me equivocaba.

Pasaron los días, y los más aventureros se decidieron a ir a la caravana más cercana y hacerse con unas gafas. Entonces la información fue fluyendo por el vecindario. Todo el mundo tenía un amigo lejano que se había hecho con ellas. La patilla izquierda tenía grabado el logo de la marca en gris oscuro, una elegante Gamma cursiva. Y la montura venía con un conjunto de lentes diferentes que el propietario podía intercambiar con facilidad. Sorprendentemente, el color de la montura cambiaba en función de las lentes que se colocaran en ella, en varios tonos agradables aunque, a la vez, llamativos y exóticos. Según decían los primeros vecinos, más allá de lo estético, distintas lentes tenían diversos efectos característicos. Aunque estos efectos sólo se entenderían con el tiempo. Lo más curioso de todo es que las gafas eran totalmente gratuitas. O, al parecer, no había que pagar por ellas. Ninguno de mis vecinos preguntó el porqué.

Al igual que tantos jóvenes, en tantos barrios, uno de mis planes de tarde de viernes favoritos consistía en comprar cervezas y frutos secos con mis amigos, y subir al parque del mirador desde el que podíamos ver todo nuestro barrio, e incluso más allá. Charlábamos durante horas, hasta que el sol se iba. Hablábamos de todo y de nada, pero allí estábamos, juntos y entretenidos. Aprendiendo a querernos, construyendo una historia común. Poco tiempo después de que la primera caravana amarilla hiciera resonar su sirena por la calle grande del barrio, mi amigo Andrés trajo sus nuevas gafas al banco del parque donde siempre acampábamos. Todo giró en torno a ellas aquel día. Éramos unos cuantos, como de costumbre, y nos turnamos en hacer mil preguntas y en probar las gafas. Mis amigos estaban entusiasmados con el nuevo gadget. Venía con tres lentes: unas transparentes y clásicas, unas más oscuras, y finalmente unas de tono verdoso. Con las primeras lentes, el color de la montura apenas cambiaba de su amarillo original. Sin embargo, con las lentes oscuras la montura adquiría un espectacular color rojizo. Finalmente, los cristales verdosos hacían que la montura se tornase azul turquesa, un color parecido al del fondo del mar en las fotos de lunas de miel de revista. El nombre impreso en la pequeña tarjeta que acompañaba esas lentes era “reflejo”.

Andrés estaba encantado con su adquisición. ¡Y no le habían costado nada!

Era sólo el principio; y es que eran unas gafas especiales. Por lo visto tenían una tecnología novedosa y futurista que permitía al portador mirar igual, pero ver más. La versión clásica no parecía ayudar de modo alguno, pero las lentes oscuras eran otra historia. Apenas me las probé un minuto; lo suficiente para pensar que aquello era prácticamente mágico. Las gafas me absorbieron, mis sentidos se agudizaron. Cuando movía los ojos, las gafas enfocaban algunos de los objetos más cercanos. Eran capaces de detectar hasta el movimiento de las hojas de árboles lejanos. Su uso era estimulante y divertido, podía apuntar y hacer zoom con un sutil movimiento de mirada. Normalmente, la diferencia entre unas gafas de mayor o menor precio recaía en su diseño, sus materiales, y la calidad de sus lentes. Las Gamma, sin embargo, complementaban al dueño, permitían ver más. O eso queríamos pensar.

— Y eso no es todo. Mejorarán con el tiempo; su software se actualiza automáticamente por Internet. — aseguró Andrés orgulloso, repitiendo lo que aseguraban todos los carteles que ahora inundaban las calles.

Entre gritos, risas, y afirmaciones rotundas y poco científicas se nos fueron las horas. Soñábamos juntos con las cosas que podríamos hacer con esas gafas. Todos envidiábamos a Andrés, y era evidente que el viernes siguiente cada uno de nosotros tendría sus propias Gamma. Cuando finalmente las gafas ya habían pasado por todas las manos, volví a probármelas. Esta vez quería ver cómo eran las lentes reflejo. Al principio, no estaba claro lo que hacían. Todo parecía igual. Puede ser que viera a algunos de mis compañeros de batalla más borrosos que a otros, puede ser que mi buen amigo de la infancia Bruno proyectara a mis ojos más carisma que de costumbre, ó tal vez mi mente —simplemente— intentaba encontrar alguna explicación que justificase la razón de ser de tales lentes.

Los días y las semanas pasaron, y la fiebre por las gafas sólo aumentó. Todos mis amigos se hicieron con unas; cada vez se veía a más vecinos con ellas. Por eso, las volví a probar un par de veces. Sin embargo, algo me inquietaba. Las gafas me hacían sentir enclaustrado, incómodo, prisionero. La realidad aumentada era adictiva, y —al mismo tiempo— notaba que tenerlas puestas me obligaba a fijarme en aspectos de mi alrededor que no me interesaban, en detalles, en ruido. Tenía la sensación de que perdía el control y el mando de mi mente, ó, cuanto menos, de que lo compartía con los dictados de aquel aparato de plástico.

Finalmente, me decidí a ir a la tienda, aunque no sé muy bien porqué ni con qué objetivo. Es lo que tienen los carteles. Acabé pasándome por una de las caravanas que solía estar aparcada a escasos metros de mi casa.

— Hola, buenos días. He venido porque quería informarme un poco sobre las gafas Gamma. — comencé, intentando dejar claro que aún no había decidido si me iba a llevar unas.
— ¡Bienvenido! Las Gamma son unas gafas revolucionarias, con el diseño más moderno y elegante del mercado. No se arrepentirá de llevárselas puestas. — respondió, con un mensaje que probablemente hubiera repetido cientos de veces.
— Sí, la verdad es que muchos conocidos míos las tienen, y están muy contentos. Sin embargo, las he probado un par de veces, y he notado sus efectos. No son como unas gafas corrientes, y querría entender mejor qué es lo que hacen. — pregunté.
— ¡Exacto! No son como las demás gafas. Hacen a su portador único y especial. Con ellas será usted la envidia del barrio. — volvió a añadir. Entonces entendí que iba a ser complicado sacarle de tales eslóganes. Armado de paciencia, lo volví a intentar una vez más.
— ¿Cómo funcionan? ¿En qué consiste su tecnología? — mi cara denotaba ya cierto hastío, y mi tono no era tan simpático. Mi interlocutor, un chico joven y sonriente por obligación, comprendió que no podía volver a soltarme una de sus frases genéricas de manual.
— Las Gamma tienen una tecnología super avanzada, diseñada por nuestro equipo que cuenta con los mayores expertos del planeta. Y las actualizamos constantemente. — dijo con visible orgullo en su cara.

Entonces lo entendí. Aquel hombre no sabía lo que estaba vendiendo. No es que no quisiera responder a mis preguntas, es que no podía. Ni vendedores ni compradores comprendían qué era aquello que las personas usaban diariamente durante horas. Apuntaba a receta para el desastre. Alguien podría argumentar que un vendedor de coches no conoce los detalles de los motores de cuatro cilindros. Y vende coches con elocuencia. No obstante, sí entiende los beneficios, los peligros, y las consecuencias que puede tener el uso de su producto.

— Y ¿cómo puede su empresa sobrevivir si regalan todas las gafas? — pregunté de repente, al ver como otras personas a mi lado se llevaban las gafas tras firmar unos cuantos papeles pero sin abonar nada. Esta vez algo brilló en los ojos de aquel hombre.
— Bueno, no regalamos todas las gafas. — acto seguido, se agachó durante unos segundos, buscando algo debajo del mostrador de la caravana, y entonces me mostró una funda verde parecida a las que había visto a mis amigos — Estas son las Gamma NoiseCancelling. Por ellas hay que pagar una tasa mensual… sustancial. — me dijo mientras señalaba un papel con un número demasiado alto para mí.
— Qué raro, — respondí de manera prácticamente instantánea mirando aquellas gafas verdes — no había oído a nadie hablar de este modelo.
— Sí, la verdad es que casi nadie llega a preguntar por ellas. — sentenció el vendedor.
— ¿Y qué tienen de diferentes? ¿Por qué ese precio?
— Usan nuestra tecnología más avanzada. — pensé que el vendedor volvía al manual de frases genéricas, cuando por fin añadió — Estas gafas ayudan a concentrarse.

Me fui de allí con un sabor agridulce. Por un lado, quería las gafas que no me podía permitir. Por otro, aún no sabía en qué consistía lo que todos mis amigos y familiares llevaban puesto cada vez más horas al día. Al mismo tiempo, empezaba a darme cuenta de que el hilo conductor de la historia era la atención; probablemente, la nueva divisa de nuestros tiempos.

[…]

Andrés siempre había sido alguien con hábitos corrientes. Tenía un grupo de amigos al que se sentía unido: nosotros. Sus amigos formábamos parte de su identidad. Por ello, se apuntaba a casi todas nuestras actividades: íbamos a comer, a cenar, hacíamos deporte juntos, o pequeñas escapadas a conocer el mar y la montaña. Además, Andrés disfrutaba tocando el violín desde que era un crío. Puede ser que no fuera un ávido lector, si bien es cierto que de vez en cuando nos sorprendía con alguna recomendación literaria. La verdad es que se inclinaba más por las películas; preguntarle por las triunfadoras de Venecia, Cannes o Sundance era una apuesta segura. De hecho, en su tiempo libre publicaba críticas online sobre sus últimas visitas al cine. Yo las leía de vez en cuando.

Aquellas gafas cambiaron a Andrés. Sin duda seguía queriéndonos; en la historia de Andrés nuestros nombres aparecían y aparecerían. Y continuaba viniendo a nuestras reuniones, desde luego. Al menos físicamente. Las veladas donde antes defendía apasionadamente sus opiniones sobre el tema de actualidad de la semana, se transformaron lentamente en otras donde un Andrés más silencioso cenaba aislado de su mesa, mirando algo a lo que los demás no podíamos acceder. Los viajes seguían sucediendo, aunque motivados de forma distinta. No tenía tiempo de disfrutar los paisajes ni la experiencia, pues debía compartirlo todo con el mundo entero simultáneamente.

Las películas y el violín también sufrieron un gran varapalo. Andrés iba al cine —como a todos lados— con sus gafas puestas. Y seguía yendo a ver películas elegidas con el criterio de un experto. Antes, sus ojos despiertos eran capaces de advertir detalles que otros no veíamos, y de extraer todo el sabor de aquellas obras de arte. Pero ahora las gafas filtraban su visión, direccionaban lo mostrado en la pantalla en ciertos ángulos, especiaban el plato a su discreción antes siquiera de que Andrés pudiera probarlo.

Aún recuerdo cuando le pregunté por la última producción de su director americano favorito. Nervioso, no supo explicarme qué le había parecido. Y admitió, balbuceante, que no recordaba bien los detalles.

Y el pobre violín y las reseñas online requerían demasiado tiempo concentrado. Las constantes interrupciones de las gafas lo hacían imposible. La paciencia era cosa del pasado; los bloques de tres minutos pedir demasiado.

No había, sin embargo, nada especial en el caso de Andrés. Podría contar lo mismo sobre mi amigo Bruno y el tenis y la cocina, o sobre Carmen y su extinguida pasión por la pintura y la escritura.

[…]

Durante los siguientes meses fui testigo de cómo las gafas de Andrés accedieron a apartados de su persona que deberían ser inquebrantables. Dicen que en cada persona hay un faro de base pentagonal, posiblemente pintado a rallas blancas y rojas, que emite luz potente, y en lo alto tiene una pequeña sala de mandos desde la cual se contempla el mundo exterior y se toman decisiones de todo tipo. Diferentes culturas le dan diferentes nombres. Hasta entonces, siempre existió un fino muro que separaba el mando de control del faro de Andrés de ese mundo exterior. Es cierto que sus decisiones se veían influidas por lo que veía desde allí arriba y lo que experimentaba; sí, claro. Y no me malinterpreten, a veces Andrés tomaba decisiones equivocadas. Sin embargo, las Gamma fueron más allá. Abrieron la puerta de su faro y subieron las escaleras; se agenciaron un sillón junto a él, y empezaron a tomar decisiones de forma conjunta o —a veces— incluso unilateralmente.

Se libró una lucha silenciosa entre su voluntad y la del aparato; una lucha que desafortunadamente nadie advirtió, ni siquiera el propio Andrés. Una lucha que —poco a poco— Andrés y todos sus amigos fueron perdieron. Progresivamente; socialmente; asumiendo como normal algo que poco tiempo atrás habría justificado una visita al loquero. Y entonces Andrés pasó a ser esclavo del piloto automático —el peor de los compañeros—, y a consumir todo aquello que las gafas decidieron mostrarle. Sin rechistar. Pensamientos que habrían nacido en su mente libre fueron abortados antes incluso de ser embrión. No había tiempo para ellos en una realidad donde se le servía constantemente algún contenido nuevo que ver o escuchar, acompañado siempre de una pregunta diabólica y muchas veces implícita: ¿te gusta o no?

Al fin y al cabo, la pregunta constante es la más sencilla forma de dominación.

[…]

Años después lo comprendería mejor. Mihaly Csikszentmihalyi, un psicólogo húngaro de la Universidad de Chicago, definió hace décadas el flow como un estado mental de concentración absoluta para alcanzar un objetivo concreto. En ese estado interaccionan profundamente el reto de la propia empresa, las habilidades de la persona, y, cómo no, el sex-appeal del juego que nos conduce a nuestra meta. Obras de arte, teorías científicas disruptivas, ó decisiones estratégicas en guerras demasiado largas nacieron de este tipo de hechizo. Pero también creaciones intelectuales más mundanas de gente corriente: desde los malabarismos necesarios en las cuentas a fin de mes de una familia humilde, ó la forma de reutilizar y renovar la ropa remendada que perteneció al hermano mayor, al siguiente y al posterior, hasta la nueva lasaña de la abuela con su toque especial.

Ahora, desgraciadamente, nos veíamos empujados de manera salvaje al flow prostituido, al bucle lúdico. Csikszentmihalyi lo describió hace casi 25 años como el ‘lado oscuro del flow’, y eso que aún no había oído hablar de las gafas Gamma. Andrés había caído en ese bucle: una interacción solitaria, con pequeñas inyecciones de placer y estímulo cada cierto tiempo, y un futuro monótono y uniforme, sin final ni objetivo definido.

Las gafas eran nuevas; el fenómeno no tanto. De pequeño había visto entrevistas en la televisión a ludópatas adictos a las tragaperras, en casinos brillantes de Las Vegas. Recuerdo mi sorpresa cuando, tras horas y horas allí sentados, ante las preguntas del reportero, los adictos admitían saber que habían perdido, perdían y perderían dinero. Les daba igual; no querían dinero. Estaban allí porque el continuo y vacuo juego les permitía entrar en un estado mental de reposo y paz silenciosa. Entrar en stand-by.

Las gafas habían traído el casino a nosotros. Lo habían envuelto, actualizado y disfrazado, eliminado su estigma. Habían modernizado y optimizado el concepto de stand-by. La brutal diferencia era que nosotros no éramos conscientes de lo que estábamos perdiendo. No sabíamos que llevábamos una máquina tragaperras sobre las orejas y la nariz, ni tampoco lo que nos estaba costando.

[…]

Algún sabio afirmó que la atención es el guardaespaldas del hotel de la memoria. Y, efectivamente, ante una atención desbordada, bombardeada, desfigurada por la constante promesa de la novedad, sobrepasada por estímulos infinitos y por llamadas fosforitas en todas direcciones y a todas horas, las compuertas de nuestra cabeza quedan rotas. El guardaespaldas cae; ya no hay cola ordenada, ni lista de espera, ni dress-code. Todo puede entrar. Y, por tanto, todo debe salir, para que luego pase lo siguiente. Y ya nada destaca, pues destacar requiere tiempo. Y evaluación. Y detalles. E intimar, con nuestras propias vivencias, con el nacimiento de nuestros propios recuerdos.

La gente que no puede ignorar está condenada a no poder recordar. Y es difícil decidir si aquel que no recuerda ha vivido en absoluto.

[…]

Natasha Dow Schüll pasó muchos años viajando de forma regular a Las Vegas. Esta antropóloga americana descubrió que el maná perseguido por los adictos al juego no era sino la posibilidad de fundirse en una realidad adormecida, donde las máquinas marcan el tempo, y uno sólo ha de responder de forma automática y dejarse llevar. Sin expectativas, sin futuro, sin miedo a no saber qué hacer, en ese scroll infinito.

Lo bautizó como la zona de la máquina.

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El nuestro es un mundo selvático; de grandes victorias y grandes derrotas personales, de montañas rusas de ánimo, con sequías de adrenalina durante mucho tiempo y décadas vividas en apenas segundos. Por ello, por lo que tiene de extremo e inestable, a veces el mundo da vértigo. Y ahí las gafas aportaban seguridad. Tranquilidad. Racionalizaban los estímulos, la novedad, mandando pequeñas cápsulas de ilusión como un sistema de riego por goteo.

No sé a qué tenían miedo mis vecinos antes. Ahora les aterraba el no hacer nada, y mirar al frente, sin más. Y aburrirse, llegado el caso. Les aterraba enfrentarse a tomar el mando de sus pensamientos. Las gafas ofrecían una solución, una salida barata, dando al portador siempre algo que ver y consumir, y la garantía de que eso no cambiaría.

[…]

Las gafas y las actualizaciones que nos habían prometido llegaron. Y aprendieron a hacer cosas sorprendentes. De alguna forma, por algún motivo, por alguna correlación estadística cotilla o quién sabe qué, cada vez acertaban más en cómo enfocarnos la mirada, y en qué mostrar. 

Las gafas descubrieron que pintar las flores y los árboles de colores estrambóticos y con estampados de mascotas divertidas embelesaba a la mitad de los encuestados. Tal fue el efecto, que el concejal en funciones tuvo que pasar una propuesta para añadir una sirena a los pasos de peatones y evitar un despunte en los atropellos.

Igualmente, las Gamma aprendieron que a la gente le gustaba ver las calles limpias y relucientes, y por ello filtraron todo aquello molesto a los ojos del portador. Sin embargo, las colillas y los papeles seguían cayendo diariamente en las aceras. Pero ya nadie lo veía. Y la distancia entre realidad y mundos ficticios individuales aumentó.

Las lentes “reflejo” no eran sólo polarizadas sino también polarizantes. Exaltaban aquello que ya nos habitaba, reforzándolo, y eliminando disimuladamente cualquier sana incertidumbre que pudiera desafiarlo. Por otro lado, las lentes manipulaban tamaños, formas y demás mensajeros de la percepción para ocultar y ridiculizar cualquier realidad que no encajara con el color de nuestra camiseta ideológica cual piezas de Tetris. Al fin y al cabo, ese comportamiento era el más rentable para unas gafas que querían ser usadas. Cambiar camisetas se hizo más complicado sin poder ir de compras. Y la muerte de la incertidumbre nos condujo al más lúgubre de los callejones: el de estar equivocado y no poder saberlo.

Más allá de estos episodios —tal vez anecdóticos, tal vez sintomáticos—, los vecinos parecían cada vez más satisfechos con sus gafas, pues el servicio incrementó su calidad. Y con ello el problema; cada vez era más difícil defenderse ante una extensión de nosotros mismos que parecía conocer nuestro apetito mejor que nuestro propio alma.

[…]

Triste, aquella noche, me dirigí al mirador del parque. Estaba vacío. Y contemplé mi barrio. Innumerables puntos amarillos, rojos, y azules brillantes cruzaban las calles a paso rápido. Siempre corriendo. Lo que antes eran mil entes con dos ojos, parecía ahora uno sólo, con dos mil ojos. Tal y como había anticipado Ortega cien años antes. A su vez, algunos, pocos, puntos verdes se movían despacio por la ciudad, viviendo, con escafandra. La división del barrio en dos era ya evidente. La desigualdad no era en conocimientos, en monedas, ni en creencias, aunque eso dijeran siempre los periódicos. La desigualdad era mucho más profunda: en control de uno mismo. Y, como casi todo, se reforzaría con el paso de los años.

El salto de la atención secuestrada y la memoria destrozada a los deseos profanados era sólo una cuestión de tiempo. Nuestra última cámara acorazada parecía no tener escapatoria.