viernes, 4 de septiembre de 2009

Altos vuelos

Adrian era un modesto piloto francés de globo aerostático. El globo que acostumbraba a pilotar no era suyo, él simplemente llevaba a turistas a dar un paseo entre las nubes a cambio de un mísero jornal. Con ese poco dinero era capaz de sacar adelante a su familia. Sin embargo, cuando los inviernos eran especialmente crudos, dado que las gélidas alturas no eran un lugar muy agradable para los aventureros viajeros, alarmantes dificultades llamaban a su puerta.

Le encantaba oler las nubes, saborearlas y atravesarlas con la decisión del pirata que surca el océano sabiéndose libre. Además, se había dado cuenta de que los problemas no tenían alas y, por tanto, no podían volar. Cada vez que se elevaba surcando el cielo, dejaba todas sus preocupaciones en tierra y, aunque fuera sólo por un rato, podía flotar en un mundo donde únicamente importaba cada instante.

Era una tremenda suerte poder conocer cada día a gente proveniente de los rincones más inesperados del planeta. Durante las travesías aéreas sus clientes le contaban fascinantes historias sobre sus lugares de origen. Le habían hablado de montañas de coloridas y sabrosas especias, de pirámides que pinchaban al cielo, de monstruosos y fieros animales que habitaban en misteriosas selvas e incluso de mujeres de una belleza que cortaba la respiración. Soñaba con poder viajar por el mundo y conocer aquellos magníficos sitios y muchos otros. Quería dar la vuelta al mundo en globo. Algún día...

La mayoría de la gente que subía al globo venía de países extranjeros y no todos poseían la moneda local. Muchos pagaban en oro ó plata. Por ello, Adrian poseía una pequeña y vieja balanza de metal con la que pesaba lo que debía abonar cada cliente. Por supuesto, también disponía de toda una ristra de simpáticas pesas patrón. Al cabo del tiempo, debido al intenso uso diario, la balanza fue perdiendo precisión y estropeándose. Desde luego, ya no podía emplearla para sus fines comerciales. Necesitaba una nueva y fiable para no adentrarse en el riesgo de hacer cálculos erróneos con oro y plata.

Se llevó la balanza antigua a su casa. Decidió coger las dos pesas patrón de mayor masa y atarlas a uno de los dos platillos de forma que quedaran bien sujetas. Acto seguido, buscó un pequeño trozo de papel y escribió en él con una excelente caligrafía "vida". Pegó el papelito a ambas pesas y dejó flotar la realidad sobre la balanza. La balanza se inclinó hacia la vida, por supuesto.

El día en que su hijo cumplió seis años le dijo que quería ir a dar una vuelta con él en el globo. Si existía alguien en el mundo que amara más al viejo globo aerostático que Adrian, ese era su hijo Christophe. Los ojos del niño se abrieron como platos y un inmenso júbilo le inundó.

Aquella tarde el cielo estaba despejado. Adrian conducía el globo de forma suave y lenta. Apenas intercambiaron palabra alguna, Christophe observaba atónito el paisaje, como siempre, parecía bajo el efecto de un placentero embrujo que cubría su cara con una enorme sonrisa. Volaron hasta que el sol empezó a desaparecer disimuladamente. Cuando sólo eran capaces de vislumbrar medio círculo, Adrian se acercó a su hijo y le abrazó dulcemente. Sacó de su mochila un objeto que estaba envuelto en un desgastado trapo.

- Christophe, este es tu regalo. - comenzó susurrando - Yo no te podré acompañar siempre, ella sí. Es una balanza, pero ni mucho menos una balanza cualquiera. Es la balanza de las sonrisas. Cuando ella sonría tú sonreirás, cuando no lo haga tu cara se teñirá de tristeza. Su funcionamiento, como el de una bonita sonrisa, es sencillo. Cada vez que algo te produzca alegría o satisfacción, cada vez que una chica no te permita pensar en nada más que en ella, cada vez que la adrenalina te haga sentir invencible, cuando vayas a pescar y tras horas esperando pacientemente, un pez muerda el anzuelo, cada vez que te apetezca saltar y bailar hasta caer rendido, cuando disfrutes con la vida y anheles seguir viviendo para siempre, escríbelo en un ligero papel y ponlo en este lado. - señaló al sólido bando de la vida - Igualmente, cada vez que tu cielo se nuble y comience a llover, cuando algún problema se cierna sobre ti con fuerza, en esos momentos en los que querrías tirarlo todo por la borda y luego tirarte tú también, cuando creas que luchar no vale la pena, entonces, escríbelo igualmente en un, aún más, ligero papelito, y ponlo en este otro lado. - señaló el platillo contrario - Cuando esos sentimientos desaparezcan, retira su correspondiente recordatorio de la balanza. En cada instante, tu rostro deberá ser un reflejo del dictamen de la balanza. Si la alegría vence, sonreirás exultante y la música del mar te hará avanzar encendido con la furia de una ola. Sin embargo, si la alegría perece, tu rostro, tu voz y tu alma envejecerán bajo el agrio silencio del que no puede amar ni a su propia vida. - apuró su cigarrillo, lo lanzó al vacío y contempló cómo el sol moría en el horizonte - Dicen que la vida siempre pesa más. - finalizó sonriente.


Cuentan los sabios que no había suficiente papel en toda Francia para poder cambiar la divina predisposición de aquella balanza de las sonrisas. Cuentan también que aquel joven muchacho, Christophe, jamás dejó de sonreir.

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