sábado, 22 de agosto de 2009

Escalando el Kilimanjaro

Isabel entró. No habría ido allí si no llega a ser por la insistencia de María, su mejor amiga. Ella no creía en esas tonterías, cualquier persona cuerda sabía que era una mera invención para sacar dinero a gente crédula y que necesitaba sentirse reconfortada por las cuatro mismas sandeces que decían a todo el mundo. Sin embargo, si María realmente lo deseaba tanto, ella no tenía ningún inconveniente en acompañarla. Así pues cruzaron la puerta y se dispusieron a sentarse en dos esbeltas sillas de madera, situadas enfrente de una pequeña mesa también de madera. María estaba impaciente. Siempre había sido muy supersticiosa pero la idea de ir a aquel lugar era reciente. Los últimos acontecimientos de su vida parecía que la habían empujado a un mar de historias nuevas en muchos aspectos. Y no estaba dispuesta a esperar para saber sus desenlaces.

La cortina situada tras la mesa se abrió y apareció un niño. Apenas tendría 11 o 12 años y la calidad de su ropa desentonaba con el resto del escenario. Parecía uno de esos pobres niños que rebuscaban en los vertederos de países lejanos que tantas veces había visto Isabel por la televisión. El desconcierto se apoderó de la cara de María. Desde luego, no era así como se había imaginado a su clarividente. Pero confiaría en él.

Se sentó en un taburete al otro lado de la mesa y empezó a juguetear con un lápiz que llevaba en su mano derecha. Tras tres malabarismos fugaces, el lápiz aterrizó en el suelo. Sólo entonces el niño levantó la cabeza. Miró a María. Clavó sus ojos en los de María por unos instantes. Tras ello, como el despreocupado comprador que coge una prenda de un montón, la observa sin ilusión y cruelmente la devuelve con un certero lanzamiento al enorme almacén mientras ya ha seleccionado la siguiente víctima, el joven posó su atención en el rostro de Isabel. Isabel parecía divertida al someterse al intenso examen de una magia en la que no creía. Esta vez el chico sí parecía interesado. Ladeó la cabeza a un lado y a otro manteniendo su majestuosa mirada fija en los ojos verdes de Isabel. Después de unos segundos, donde la diversión de Isabel tornó en incomodidad, él se dio la vuelta. Las dos chicas no entendían qué sucedía. Se esperaban alguna palabra, alguna explicación... De todos modos, no dijeron nada. Esperaron.

Cuando Isabel estaba a punto de levantarse para irse, el harapiento mago hizo un movimiento eléctrico. Se agachó mientras giraba sobre sí mismo y con la fuerza de un rayo cogió el lápiz del suelo e hizo aparecer, quién sabe cómo, un pequeño papel en su otra mano. Plantó el papel en mitad de la mesa con un sonoro golpe. Ambas soltaron un leve alarido debido a una mezcla de sorpresa, susto y excitación. Como si estuviera siendo dictado por el cielo, el niño comenzó a garabatear algo con su lápiz. Fueron momentos frenéticos. Parecía que aquel chico sentía dolor mientras escribía sobre la minúscula hoja. Pasó rápido. Tras escupir la última letra se incorporó con la mirada perdida. Puso su dedo índice sobre el centro del papel, y con un violento movimiento lo arrastró hacia el lado de la mesa más cercano a Isabel. El vidente se había quitado un peso de encima, su cara así lo confirmaba. Sin más, desapareció tras la cortina.

Sin pensárselo un momento, Isabel cogió el papel. Lo leyó.

Tu alma gemela:
Gokarna Yadav
Jayanti
Dhangadhi, Nepal.

Isabel se quedó de piedra. Allí estaba escrito el nombre de su alma gemela, de su conexión más perfecta, de aquella persona que la podía hacer más plenamente feliz. Resulta complicado siquiera poder imaginar el nivel al que podrían llegar juntos. La gente se termina enamorando de aquellos a los que tiene cerca. Dentro del limitado círculo de todas las personas que uno conoce, el corazón se decanta por la persona con la que se genera un mayor fuego. Sin embargo, esto era diferente. Podemos ordenar en fila a todos y cada uno de los habitantes del planeta, el máximo sólo se alcanzará con uno de ellos. Tener la posibilidad de mirar a cada persona del mundo a los ojos, hablar con ella durante horas y reír juntos sería algo imposible. Y a ella la acababan de regalar el excitante veredicto de aquel utópico proceso.

Desde luego, no podía saber si la información era cierta o no. Sólo había una forma de comprobarlo.
Probablemente todo aquello fuera falso. Tal vez ni siquiera existiera el tal Gokarna. Pero, ¿cómo iba a arriesgarse?

Había entrado en el juego. Se había contagiado. Y le gustaba.

En la vida hay que ser valiente. Por algo tenía nombre de reina...

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