viernes, 1 de enero de 2010

Las cerillas del farero

Esta es la historia de un hombre que cambió el mundo. Sí, como lo oyen. El mundo se puede cambiar de infinitas formas, algunos lo cambiaron con su pulgar en un coliseo, otros con un poema escrito durante largas noches de insomnio, incluso estando debajo de un manzano en el momento correcto - y con una buena dosis de talento - puede uno subirse al barco. Al barco de aquellos que entienden que en cualquier viaje de vacaciones a un país exótico de Sudamérica, hay que introducir en nuestra propia esencia un poquito de ese espíritu salvaje que allí se respira, pero igualmente hay que enterrar una dosis del nuestro al lado del árbol más bonito que encontremos.

No está muy claro porqué acabó allí. Necesitaba un trabajo urgentemente y una noche en una sucia taberna del fin del mundo un viejo borracho comentó que había un puesto vacante en un faro solitario. No se lo pensó dos veces, los trenes sólo paran siete minutos en cada estación. Mató el último gin tonic de un trago y se fue a caminar. Le encantaba caminar por la calle y observar, observarlo todo. Se preguntaba constantemente cómo funcionaba todo lo que nos rodea, desde los semáforos, coches y aviones, hasta las propias personas y sus sentimientos. Sin embargo, su último año en la escuela fue cuando apenas contaba doce años, y por lo tanto, sus conocimientos eran bastante limitaditos. No obstante, no importaba, para cada duda inventaba una respuesta: había decidido que los semáforos eran una extraña especie de seres vivos - probablemente provenientes de un lejano planeta - cuya alma tenía tres estados de ánimo y que, mágicamente, siempre que se reunían varios vecinos para charlar un rato, al menos uno de ellos estaba eufórico. Se paró. Estaba enfrente del río.

Un antiguo puente de piedra cruzaba el río. Era como aquel desdichado rey al que le robaron la corona y también la majestuosidad de la mirada, o tal vez como esa flor que un día fue la más bonita del mundo pero finalmente sucumbió al tiempo, perdiendo sus colores, su olor y su voz. Era una pena, pues el que nació con un don no debería perderlo jamás. Estuvo mirando al puente durante un buen rato y decidió que había que pintarlo, iluminarlo mejor, arreglar la carretera que lo atravesaba... Siguió caminando, pensando en si, como algunos valientes afirman, la vida pirata es la vida mejor. A partir del día siguiente él se encargaría de que cientos de sueños piratas no reposaran en el fondo del mar.

El faro estaba solo contra el peligro. Abandonado a su suerte. Faro y farero. Farero y faro. Y mucho mar. Las horas allí se hacían largas y pesadas. Por eso, empezó a bailar.

Un jueves cualquiera decidió luchar. Se acercó a su escritorio y cogió un folio. Plasmó en él sus ideas para rejuvenecer al puente con el lenguaje más formal que pudo elegir, dirigió la carta al mismísimo alcalde del pueblo y en cuanto le fue posible la mandó. Esperó impaciente. Pasaron días, semanas, meses. No llegó ninguna respuesta. Dicen los sabios que la llama que inunda a los que esperan una respuesta es la que mejor calienta, pero también se corre el riesgo de abrasarse con la esperanza y esas heridas nunca cierran. Es más, la reacción que convierte ilusión en melancolía, la reacción mata-sueños - como es comúnmente conocida entre los magos del Amazonas - es la más cruel que existe porque juega con la verdad y el deseo llevándolos lentamente al desengaño.

Un miércoles cualquiera decidió que iba a ganar. Se acercó nuevamente a su escritorio y cogió otro folio. Trato de explicar de nuevo sus motivos para proponer que se hiciera justicia con la dignidad de aquel puente, aunque esta vez añadió una cerilla y una frase. La frase decía algo así: "Pueden prender mi carta si quieren, pero miércoles tras miércoles seguirán recibiendo los sueños del farero dado que estos no se pueden quemar."

Como había prometido, tempestades terribles, olas gigantes y soleados días de pesca contemplaron los gritos de su pluma. Incontables miércoles volaron. Sin embargo, su buzón siempre estaba vacío. Pero creía. Creía.

Un martes cualquiera se encontraba bailando. Bailaba el vals de la boda que nunca protagonizaría con la mujer imaginaria que nunca tendría en sus brazos. Probablemente, hasta la música estuviera únicamente en su cabeza. Definitivamente era grandioso. Un vals silencioso en medio del océano. Y entonces sucedió. Llegó el pequeño barco que le solía traer el contacto con el mundo exterior. Y sí, esa vez sí, llevaban una carta para él.

Los fuertes latidos de su corazón demostraban que en esos momentos de incertidumbre, en el puntiagudo instante que puede decidir si los castillos caen o los caballeros conquistan, si la dama se casará contigo o preferirá caminos separados, es cuando uno más disfruta del juego. Abrió la carta con delicadeza, había esperado mucho tiempo. Sacó el contenido, únicamente una fotografía.

Era su puente. Era su puente renovado con sus ideas y propuestas. Y arriba a la izquierda lucía el Sol. Además, en una de las pilas del puente, a la vista de todo caminante que viniera por la ribera del río, se podía leer "Puente del farero", cuyos trazos estaban plenamente hechos con cerillas.