lunes, 19 de septiembre de 2011

El Arte del Huracán. El Arte Huracanado.

El entrenador entró en la sala. Todo su equipo aguardaba. Muchos ojos se clavaron en él. Se aflojó el nudo de la corbata. Y alzó la mirada hacia su público.

- Existe una enfermedad muy común y extendida en el mundo de los grifos. Se conoce como el Síndrome del Pomo Cerrado. Y, créanme, es algo terrible. En ocasiones, el grifo tiene agua esperando. Agua que desea salir. Agua que merece salir. Pero el grifo, tras pensarlo detenidamente y sopesando demasiados factores, entiende y decide que lo mejor es esperar. Simplemente esperar. Esperar a tiempos mejores. O esperar a tiempos peores. Esperar a tener más agua para poder soltar cierta cantidad y, simultáneamente, ser capaz de mantener unos litros en la recámara. Por si acaso. El grifo considera que él no tiene control alguno sobre el agua que le llega. Y, por tanto, debe ser prudente. Prudente. El grifo actúa fatalmente influenciado por la filosofía del agricultor del desierto, ese que no sabe qué día las nubes le sorprenderán enviándole el agua que tanto necesita.

Finalmente, el grifo llegará un momento en que fallezca. Por causas terceras. En ese preciso instante, la tragedia será un hecho. Un grifo que pudo haber llenado el lago Atitlán, apenas habrá derramado unas pocas gotas más que lágrimas la mujer media de Brooklyn. Dicen que la energía ni se crea ni se destruye. Dicen que la energía sólo se transforma. Lamentablemente, esto no ocurre con el agua que un grifo no compartió. Ese agua muere. Desaparece. Probablemente, ese agua jamás existió.

En mi primer día en la Academia de Entrenadores, el director del curso comenzó diciendo “Señores, las decisiones correctas son aquellas que conllevan el menor tiempo de lloros.” Es paradójico, ¿saben? Ese grifo que no quiso llorar en vida, llorará desde cualquier cementerio para grifos. Y lo hará para siempre.

No hay que reservar nada. No hay que guardar las ideas en un baúl cerrado con un candado por miedo a que nos las roben. Puesto que pueden robarnos una idea concreta, o dos, o quizá incluso quinientas, más no pueden robarles la capacidad de generar ideas. Eso es algo que es únicamente suyo. Está grabado a fuego en su mente.

No hay que esperar. Ni por miedo a tiempos de menor inspiración. Ni por inseguridad. No se pasen la vida diseñando, revisando y mejorando un único avión sin llegar siquiera a probarlo. No. Construyan cien aviones y háganlos volar. Habrán conquistado el cielo. Habrán experimentado y visto algunos arder. Aprenderán. Y además el último será espectacular. Cualquier chef con las yemas de los dedos insensibles por las repetidas quemaduras puede confirmar lo que les digo: hasta los más finos manjares de la cocina oriental pierden su sabor si se quedan demasiado tiempo en el congelador. Asuman su responsabilidad con la Humanidad, compartan su talento, compartan todo aquello que tengan dentro. Sea mucho ó sea poco. Y háganlo ya. Llamen a las puertas que se encuentren. Usen su tiempo, pues éste se les acabará cuando menos lo sospechen. Su tiempo es finito. Lo que podrán producir a lo largo de su vida también lo será. No obstante, su capacidad para crear es infinita. Así que no intenten repartir la creación en el tiempo. Lo hecho, hecho queda. Y lo intentado despeja las dudas del alma.

No hay que posponer lo genial. Así habrá tiempo para más.

Amigos, let the water flow. – concluyó con una leve sonrisa.

the time of your life.

lunes, 18 de julio de 2011

El silencio de los mapas de Inés

Fue todo muy rápido. Yo estaba concentrada en mi plano. Era una ciudad que nunca antes había visitado. Tenía que estar atenta para no pasarme de estación, dado que iba con el tiempo justo y una leve desviación del camino exacto conseguiría que el motivo de mi viaje se desvaneciera ante mis narices mediante un cruel “Closed”. Tal pensamiento me recordó lo ocurrido el verano anterior en Florencia. De ninguna manera.

Sin embargo y por un momento, levanté la cabeza pues el tren frenaba ostentosamente al llegar a una nueva estación. Un nombre extraño comandaba el rótulo, la verdad, pero entraba en mis planes ya que había estudiado cuidadosamente la trayectoria que debía seguir. La realidad que aguardaba unos cuantos metros por encima de mi cabeza era algo totalmente desconocido para mí. Y probablemente siempre lo sería. Entonces vino a mi mente la vieja historia – que había oído en más de una ocasión - sobre un remero maltés que consumió su vida en las entrañas de una galera galocha sin llegar jamás a ver el mar. Sonreí.

Entonces - mientras cientos de ingenieros frenaban mi tren - advertí aquella figura. Inmóvil en el andén. Erguida. Con un paraguas negro. Negro, plegado y firme. Desprendía la convicción de aquel que sabe que la puerta obedecerá sus deseos y se posará exactamente frente a él. Y así sucedió. Avanzó un par de pasos y entró en el vagón. El tren se puso de nuevo en marcha.

He de reconocer que desde el principio captó mi atención. Tengo vecinos de vida que jamás lo admitirán, no obstante, créanme, con apenas ver los ojos de una persona soy capaz de saber con quién valdría la pena recorrer la Muralla China a paso lento ó cuando es preferible mirar el reloj dos veces, hacer un falso aspaviento y salir corriendo a ningún lado en particular.

Por su parte, él parecía más interesado en conseguir alcanzar la siguiente estación sin haber movido un sólo músculo del cuerpo que en lo que ocurriera en el resto del vagón. Era más joven de lo que había imaginado en un primer momento. Y más guapo.

No sé cuántas estaciones me pasé mirándole. Muchas, creo. Era cómodo pues no había riesgo alguno de ser descubierta. Inventé setenta vidas para aquel señor. Todas extravagantes. Ninguna real. Finalmente, apareció tras mi ventana y sus cien grafitis el nombre que buscaba. Era mi estación. Me levanté.

Supongo que fue, en gran medida, debido a una mezcla de prisa, nerviosismo y la poca habilidad que me había caracterizado desde pequeña. Además, mi manía por llevarlo todo en las manos fue la gota que colmó el vaso. Al intentar cruzar la puerta para acceder al andén, mi bolso golpeó al extremo izquierdo de las puertas automáticas, desestabilizándome. Aún así, en última instancia pude conseguir no caerme agarrándome a la barra alrededor de la cual se deslizaba la propia puerta. Como consecuencia, tuve que soltar lo que llevaba en mi mano izquierda: el plano de metro, la entrada y un recorte de periódico. Aterrizaron dentro del vagón, a escasos centímetros de la puerta. Aturdida, observé como las puertas comenzaban de nuevo a cerrarse. En ese momento, el caballero del paraguas negro dio un paso adelante y extendió su brazo de modo que la puerta no pudiera cerrarse. Apuesto a que habría mostrado la misma seguridad para pedirle a un león que se sentara. Se agachó despacio y recogió mis cosas del suelo. Suspiré aliviada.

Al levantarse, me ofreció en primer lugar el recorte de periódico. Lo acepté y antes siquiera de poder agradecérselo, dirigí mi mano de forma automática hacia el plano de metro. Sin embargo, no me lo dio. Retiró la mano con la cual lo sostenía. Apenas pasó una fracción de segundo. Mi cara no lo entendía y él me miró a los ojos. Luego comenzó a hablar:

- Sólo origen y destino. Únicamente dos chinchetas: una azul y otra roja. Dos puntos. Lo demás nos da igual. Nos pasamos la vida decidiendo donde ir y siguiendo mapas para lograrlo. Siguiéndolos en silencio y sin levantar la cabeza de ellos. Sin levantar la cabeza por miedo a desviarnos, a llegar tarde, a perdernos. Y, sin embargo, realmente nos perdemos el camino, el cual es, en general, mucho más valioso en sí mismo que su desembocadura. Preferimos arrastrar el dedo por un sucio papel que la mirada por un paisaje, preferimos lo discreto en detrimento de lo continuo, preferimos la confortabilidad de los puntos ante la inmensidad de las rectas que los conectan. Corremos para no andar, para no ver, para no tener la responsabilidad de saborear. Nos quema la trayectoria, nos metemos bajo tierra para no ver lo intermedio y poder esperar ansiosos, acurrucados y cálidos con el único fin de, finalmente, subir las escaleras de nuevo para acceder a nuestro destino. Sanos y salvos. Sin habernos expuesto al proceso, al cambio. A la evolución. Somos forofos de los railes, amantes del ascensor veloz y fanáticos de los siete hitos que resumen una travesía, independientemente de su magnitud. Olvida tus mapas y disfruta del fin disfrazado de medio.

Llegas tarde, Inés. – añadió extendiéndome la entrada.