lunes, 18 de julio de 2011

El silencio de los mapas de Inés

Fue todo muy rápido. Yo estaba concentrada en mi plano. Era una ciudad que nunca antes había visitado. Tenía que estar atenta para no pasarme de estación, dado que iba con el tiempo justo y una leve desviación del camino exacto conseguiría que el motivo de mi viaje se desvaneciera ante mis narices mediante un cruel “Closed”. Tal pensamiento me recordó lo ocurrido el verano anterior en Florencia. De ninguna manera.

Sin embargo y por un momento, levanté la cabeza pues el tren frenaba ostentosamente al llegar a una nueva estación. Un nombre extraño comandaba el rótulo, la verdad, pero entraba en mis planes ya que había estudiado cuidadosamente la trayectoria que debía seguir. La realidad que aguardaba unos cuantos metros por encima de mi cabeza era algo totalmente desconocido para mí. Y probablemente siempre lo sería. Entonces vino a mi mente la vieja historia – que había oído en más de una ocasión - sobre un remero maltés que consumió su vida en las entrañas de una galera galocha sin llegar jamás a ver el mar. Sonreí.

Entonces - mientras cientos de ingenieros frenaban mi tren - advertí aquella figura. Inmóvil en el andén. Erguida. Con un paraguas negro. Negro, plegado y firme. Desprendía la convicción de aquel que sabe que la puerta obedecerá sus deseos y se posará exactamente frente a él. Y así sucedió. Avanzó un par de pasos y entró en el vagón. El tren se puso de nuevo en marcha.

He de reconocer que desde el principio captó mi atención. Tengo vecinos de vida que jamás lo admitirán, no obstante, créanme, con apenas ver los ojos de una persona soy capaz de saber con quién valdría la pena recorrer la Muralla China a paso lento ó cuando es preferible mirar el reloj dos veces, hacer un falso aspaviento y salir corriendo a ningún lado en particular.

Por su parte, él parecía más interesado en conseguir alcanzar la siguiente estación sin haber movido un sólo músculo del cuerpo que en lo que ocurriera en el resto del vagón. Era más joven de lo que había imaginado en un primer momento. Y más guapo.

No sé cuántas estaciones me pasé mirándole. Muchas, creo. Era cómodo pues no había riesgo alguno de ser descubierta. Inventé setenta vidas para aquel señor. Todas extravagantes. Ninguna real. Finalmente, apareció tras mi ventana y sus cien grafitis el nombre que buscaba. Era mi estación. Me levanté.

Supongo que fue, en gran medida, debido a una mezcla de prisa, nerviosismo y la poca habilidad que me había caracterizado desde pequeña. Además, mi manía por llevarlo todo en las manos fue la gota que colmó el vaso. Al intentar cruzar la puerta para acceder al andén, mi bolso golpeó al extremo izquierdo de las puertas automáticas, desestabilizándome. Aún así, en última instancia pude conseguir no caerme agarrándome a la barra alrededor de la cual se deslizaba la propia puerta. Como consecuencia, tuve que soltar lo que llevaba en mi mano izquierda: el plano de metro, la entrada y un recorte de periódico. Aterrizaron dentro del vagón, a escasos centímetros de la puerta. Aturdida, observé como las puertas comenzaban de nuevo a cerrarse. En ese momento, el caballero del paraguas negro dio un paso adelante y extendió su brazo de modo que la puerta no pudiera cerrarse. Apuesto a que habría mostrado la misma seguridad para pedirle a un león que se sentara. Se agachó despacio y recogió mis cosas del suelo. Suspiré aliviada.

Al levantarse, me ofreció en primer lugar el recorte de periódico. Lo acepté y antes siquiera de poder agradecérselo, dirigí mi mano de forma automática hacia el plano de metro. Sin embargo, no me lo dio. Retiró la mano con la cual lo sostenía. Apenas pasó una fracción de segundo. Mi cara no lo entendía y él me miró a los ojos. Luego comenzó a hablar:

- Sólo origen y destino. Únicamente dos chinchetas: una azul y otra roja. Dos puntos. Lo demás nos da igual. Nos pasamos la vida decidiendo donde ir y siguiendo mapas para lograrlo. Siguiéndolos en silencio y sin levantar la cabeza de ellos. Sin levantar la cabeza por miedo a desviarnos, a llegar tarde, a perdernos. Y, sin embargo, realmente nos perdemos el camino, el cual es, en general, mucho más valioso en sí mismo que su desembocadura. Preferimos arrastrar el dedo por un sucio papel que la mirada por un paisaje, preferimos lo discreto en detrimento de lo continuo, preferimos la confortabilidad de los puntos ante la inmensidad de las rectas que los conectan. Corremos para no andar, para no ver, para no tener la responsabilidad de saborear. Nos quema la trayectoria, nos metemos bajo tierra para no ver lo intermedio y poder esperar ansiosos, acurrucados y cálidos con el único fin de, finalmente, subir las escaleras de nuevo para acceder a nuestro destino. Sanos y salvos. Sin habernos expuesto al proceso, al cambio. A la evolución. Somos forofos de los railes, amantes del ascensor veloz y fanáticos de los siete hitos que resumen una travesía, independientemente de su magnitud. Olvida tus mapas y disfruta del fin disfrazado de medio.

Llegas tarde, Inés. – añadió extendiéndome la entrada.