domingo, 20 de septiembre de 2009

La guitarra del gurú

En la habitación 152 no había luz. Allí noche y día eran lo mismo: un monótono y continuo silencio desgastado como la suela de unas botas viejas. Parecía que alguien, con amargas intenciones y ambas manos, hubiera exprimido la estancia hasta que el color de aquel lugar se hubiera derretido, cayendo lentamente de cuadros, paredes y demás objetos, fluyendo hacia un desagüe sin retorno posible y dejando el paisaje mudo. En aquella mente, la vida carecía de un interés que no fuera el de finalizar pronto y dar paso a cosas mejores y más interesantes. Si hubiera tenido un cuchillo a mano o una simple cuerda, no habría dudado un sólo segundo. ¿Por qué no? La vida era una estafa. Encima, de las baratas. Los sentimientos eran burdas mentiras que engañaban al alma para mantenerla entretenida, las aceitunas de la sala de espera. Sí, sí, el hombre inventó todo tipo de extraños artefactos para matar tiempo hasta la muerte. Lo peor de todo, es que algunos hasta se lo creían. Vándalos intelectuales...

Todos nacían de la misma forma y todos estaban condenados a la muerte. ¿Acaso era eso bello? Menudo juego más aburrido, inicio y final estaban ya decididos. Quería pulsar el botón que le llevara al siguiente juego y quería hacerlo ya. Anhelaba poder participar en un juego de verdad, uno de esos donde puedes ganarte tu propio final y escapar del destino común. Las palabras eran balas de agua que se evaporaban con el tiempo. Los hechos caían en el olvido con la misma facilidad con la que la manzana cae del árbol. La propia importancia no tenía importancia. Todo daba igual. Rojo o negro, par o impar... ¿Qué más daba si siempre salía el cero, verde? Sólo deseaba prender fuego al mundo y quemarse con él.

En la habitación 154 no había fe. El cielo estaba nublado. Llovía. Y siempre sería así. Desde pequeña todo había sido dolor. Violaciones, palizas, insultos, lloros y gritos. Lloros y gritos. Gritos, insultos y más gritos. Tenía aquellos gritos grabados en su cabeza, seguían revoloteando en sus pensamientos como relámpagos ensordecedores que trataban de que la tormenta no cesara. Había navegado por el mar de la maldad humana, ese donde ni se ve el sol ni se ve la luna, ese donde todos los peces son tiburones y no hay sirenas, ese donde el agua es ácido y el viento te envenena. Nadie le había tendido la mano jamás. Una simple sonrisa en el momento adecuado, una mirada de complicidad y conexión, o tal vez, unas dulces palabras declarando un amor imposible en una servilleta, habrían salvado su alma de la muerte más terrible, la desconfianza. Era tarde. No creía ni creería en otros, todos eran enemigos dispuestos a hacer heridas, amantes del daño más peligroso: el gratuito. Cada segundo de existencia dolía.

Allí estaba, sentada en su cama mirando al techo. Horas y horas. Días y meses. A veces se levantaba y miraba por la ventana al patio. En cuanto sus observados mostraban un atisbo de interés por su minúsculo cuadrado, ella se apartaba. Tenía miedo, vivía con miedo. Odiaba el contacto directo, una batalla de la que había salido golpeada demasiadas veces. Cada noche soñaba con poder vivir en un trono alejado del mundo, con un enorme catalejo que la permitiera ver sin ser vista, tocar sin ser tocada, existir sin dejar huella.


En la habitación 156 no había fuerza. La ventana estaba abierta y el viento se colaba gélido. Pero la habitación ya estaba helada. Montones de cartas reposaban en el suelo, unas leídas, otras sin leer, pero todas sin contestar. Cogió una que estaba cerrada, miró el remitente, suspiró y la lanzó por la ventana. Había plantado en el altar a tantas mujeres, había abandonado a familiares terminales sin que le temblase el corazón, había cambiado de canal en la parte difícil de la película una y otra vez. Cuando el sol caía y él se acostaba, cuando trataba de dormir sobre su cama, todas las lágrimas de aquellas desdichadas mujeres, todas las miradas sombrías de sus agonizantes abuelos, padres y hermanos, todas aquellas tristes cartas pidiendo porqués, le consumían por dentro cual voraces termitas. Por ello, calzaba unas pronunciadas ojeras que delataban todos sus crímenes.

No era capaz de sentir con intensidad. No podía sentir ese bendito apego que los entendidos consideraban como la obra divina del hombre. No quería, no amaba, no podía... Nació con una marcha menos, y por tanto, nunca pudo circular realmente por la autopista de la vida. El cobarde, maldita enfermedad, amordaza a su conciencia, y la asfixia poco a poco quitándola el aire hasta que finalmente ese pequeño y gigante fuego encendido en lo más profundo de uno mismo se reduce a cenizas. Aquella silueta sabía, como dijo Shakespeare, que los cobardes morían muchas veces. Y aunque tenía dos piernas y dos brazos, dos ojos y una boca, estaba muerto, y no era más que un zombie esperando a ser enterrado para siempre.


En la habitación 157 había un gurú de pelo revuelto. Y el gurú tenía una guitarra. Sobre su mesa siempre reposaba una vela encendida, la cual alumbraba la pequeña estancia. Terminó de ojear un libro donde explicaban las últimas teorías físicas acerca del origen y el destino del universo, e insatisfecho con lo que había leído, se entregó al presente. Cogió su guitarra y se sentó en la cama. Recorrió su memoria en un tren silencioso, de los de vapor, mirando por la ventana y viendo aquellos momentos en los que perdió la respiración. Luego las notas salieron solas. Veloces y decididas inundaron su habitación, el pasillo, las demás habitaciones, y finalmente, supongo, el mundo.

Aquel gurú solía afirmar que la belleza de las cosas se mide por la pasión que las impulsa. De su teoría de la medida se desprendía que esa música concentraba la pasión de las olas del mar en días de bandera roja, pues era francamente bella. Por un fugaz y breve instante, todo fue mejor. Aquella música, directamente nacida del corazón del gurú, transportaba la luz de su vela, la fe de su espíritu y la fuerza de su pelo revuelto. Un espejismo de color resopló en la 152, una invitación de amistad aterrizó en la 154 y un diario en blanco recibió el de la 156. Tal vez fuera apenas un instante, tal vez sólo un efímero momento, pero quedó grabado en el cuaderno de bitácora de cada alma de aquel pasillo, y eso sí es para siempre.


El mármol del pasillo de aquel manicomio estaba ahora un poco menos frío.


Y es que un alma puede iluminarlas a todas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Koan IV

Nan-in, un maestro Japonés de la era Meiji (1868-1912), recibió la visita de un profesor de universidad que quería informarse sobre el Zen.

Nan-in le sirvió té. Llenó la taza de su visita hasta el borde, y siguió vertiendo más té.

El profesor observó como el té llenaba la taza y se derramaba sobre la mesa hasta que no pudo aguantarse más:

"¡Está rebosando! ¡No cabe nada más!" - exclamó el profesor.

"Al igual que esta taza," - dijo Nan-in - "usted está lleno de sus propias opiniones e ideas. ¿Cómo le voy a enseñar Zen si no vacía primero su taza?"

Escalando el Everest...


Así fue como se sentó a meditar Sidarta al pie del árbol (desde entonces conocido como el árbol Bodhi, o de la "Sabiduría"), a orillas del río Neranjara, en Buda Gaya (en el actual Bihar), cuando contaba ya 35 años. Tras muchos días y noches, donde fue sometido a toda clase de tentaciones y depresiones, alcanzó la iluminación y con ella la transformación.

Se había sentado a meditar Sidarta; al levantarse era el
Buda.

martes, 15 de septiembre de 2009

La vida según Silvia II...

Sólo hay tres clases de hombres, los vivos, los muertos y los que navegan, pero cualquier navegante del Mediterráneo se volverá loco si trata hoy de encajar con la realidad los nombres de los vientos que rigen en ese mar. Según su origen, el gregal es el viento que viene de Grecia; el siroco, de Siria; el lebeche, de Libia; la tramontana, de tras los montes. El gregal es un noreste y allí no está Grecia; el siroco es un sureste y allí no está Siria; el lebeche es un suroeste y allí no está Libia; la tramontana es un norte y los montes están en todas partes. Existe también el mistral o viento maestro, que proviene del noroeste. En la Provenza hay una región con ese mismo nombre, aunque la Provenza tampoco está en el noroeste. Cuando se dice que el levante sopla del este, de donde se levanta el Sol y el poniente llega del oeste, de donde se pone, sólo es verdad los dos únicos días de equinoccio, porque el Sol va derivando hasta 30 grados al norte o al sur el resto del año.

Para resolver este enigma hay que encontrar un punto en el Mediterráneo donde el nombre y la dirección de los vientos encajen. Ese lugar existe y su elección fue producto de un consenso entre pescadores sicilianos, mercaderes genoveses y catalanes, navegantes tunecinos, corsarios y piratas berberiscos, que surcaban esas aguas en el medievo. Por supuesto no se decidió durante las travesías. Cuando se navega no se pueden hacer demasiados cálculos, ya que a los tripulantes sólo les separa de la muerte los cuatro dedos de espesor del casco de la nave. La decisión de someter la veleidad de los vientos a la lógica fue tomada a través de la experiencia de los marineros en las tabernas portuarias en largas conversaciones al calor de un aguardiente. Sólo hay una isla en medio del Mediterráneo donde los nombres de los vientos responden a su dirección. Esa isla es Malta. En La Odisea se la llama Ogigia, el ombligo del mar. Allí permaneció siete años Ulises en brazos de la ninfa Calipso. Pero en literatura el viento es una ficción. Por eso en cualquier latitud donde uno se halle, el gregal llegará de Grecia; el siroco, de Siria; el lebeche, de Libia, siempre que el viento sea una forma de poderosa locura que, unida a la marea del tiempo, al final te lleve a Ítaca.
Vientos,
Manuel Vicent, EL PAIS.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Sobre la lluvia

Aquel día tenía su encuentro mensual. Estaba obligado por ley a él. Cada mes la mayoría de los ciudadanos debían acudir a un lugar determinado, vistiendo de una forma concreta y esperando encontrarse a una persona que respondiera a un cierto atuendo igualmente. Debían pasear juntos durante setenta y cinco minutos y, normalmente, charlar desenfadadamente. Era, por supuesto, un ordenador el encargado de decidir mensualmente todos los encuentros del país. Analizaba una serie de datos de cada persona para tratar de emparejarle con alguien a quien no conociera, exterior a su ámbito. Posteriormente a la elección, era seleccionada una hora y un lugar que pudiera acoger un agradable paseo así como una prenda claramente identificativa que debía llevar cada una de las partes del encuentro. Una carta era enviada a ambos informando de dichos datos. No se desvelaba en ella el género del compañero de paseo. Desde luego, nunca nada de nombres. Aquello enriquecía el espíritu de cada persona, ampliaba los ojos de cada ciudadano y, en ocasiones, hasta derivaba en grandes amistades e incluso matrimonios.

A lo largo de los años se había encontrado con gente de casi todo tipo. Hombres y mujeres. Ricos y pobres. Creyentes y ateos. Gente que llevó la dirección de la conversación y gente que necesitaba ser guiada. Tímidos interlocutores que rara vez aportaban palabras y desenfrenadas marujas que generaban avalanchas de sonidos que acababan por perderse para siempre sin ser oídas. Gente que le aseguró tener revolucionarias ideas para cambiar el país y gente a la que simplemente esos temas no le interesaban. Artistas, deportistas y filósofos de hora punta en TV por cable. Profesores, alumnos y auténticos maestros. Una vez caminó junto a un músico que aseguraba que cada objeto del mundo posee, finalmente, una esencia musical única y que descubrir su melodía propia era lo que le había ocupado en los últimos años. En otra ocasión coincidió con un arquitecto de pelo canoso que le expuso el proyecto de su vida, levantar una torre de base pentagonal que alcanzara la mayor altura vista jamás. Le prometió dedicarle una de las plantas de la torre. A veces había tratado de acortar la reunión y finalizarla cuanto antes, aunque otras veces se habían llegado a prolongar durante horas. Sin embargo, la verdad es que en muy contadas ocasiones había mantenido el contacto una vez despedidos del paseo inaugural.

Se enfundó su sombrero de copa verde y salió a la calle. Llovía. Cuando alcanzó la mayoría de edad y empezó a recibir cartas con datos de prometedoras tardes, tenía mucha ilusión. A medida que los años pasaron y las cartas desfilaron por su buzón, la ilusión tornó en pesadumbre. No obstante, en las últimas ocasiones había recuperado cierta de aquella ilusión juvenil. Era su respiro mensual, podía olvidar el resto de su vida y aventurarse en un paseo con alguien, probablemente, muy diferente a él para charlar sobre el precio del pan o acerca del sentido de la vida. Se dirigió al lugar estipulado caminando. Era un antiguo jardín botánico que estaba ciertamente cerca de su casa. Llovía.

Llegó a la puerta de piedra que daba acceso al jardín un par de minutos antes de la hora. Se resguardó de la lluvia bajo un pequeño saliente que emergía en las alturas de la puerta y esperó fumándose un cigarrillo. Aquellos momentos previos a la visión de su extraño acompañante siempre generaban en él una buena dosis de nerviosismo y también un placer fugaz que solía apagarse al vislumbrar la silueta en cuestión. Llovía.

Cuando el segundo cigarrillo agonizaba, una silueta apareció a lo lejos, avanzando entre la lluvia. En efecto, era la mujer del sombrero de vaquero del mismísimo western a la que estaba esperando. Ella se acercó rápido y reparó en su llamativo sombrero verde. Él hizo una aparatosa reverencia quitándose el sombrero. Ella golpeó suavemente con su dedo índice la parte delantera del suyo. Llovía. Él desplazó su brazo señalando en dirección al interior del jardín. Ella comenzó a andar y él la acompañó. Anduvieron juntos y en silencio. El sonido de la lluvia era maravilloso, mejor que cualquier conversación posible. Él, situado a la izquierda, miraba a la izquierda. Ella, situada a la derecha, miraba a la derecha. Árboles. Plantas. Verde. Llovía.

Avanzaban lentamente. Al llegar al primer cruce ella decidió tomando la iniciativa. En el segundo, él se adelantó. Y en el tercero, ambos trataron de mover el timón, pero en sentidos opuestos. Ante ello, ambos se pararon y se miraron. Fijamente. Eran desconocidos. Sin embargo, aquel juego era divertido. De nuevo, él se quitó su sombrero y con un movimiento de la mano que lo sostenía mostró el camino que prefería mientras le ofreció la otra para ayudarla en aquel cambio de dirección. Ella, sonriente, accedió. Llovía.

Jugaron y giraron durante largo tiempo hasta que, tras la alternancia de decisiones, se encontraron justo enfrente de la puerta original. Todo, sin decir nada. Por primera vez, ella se salió del camino y se adentró en la vegetación. Vio dos pequeñas flores azules que sobrevivían juntas entre inmensos árboles procedentes de Canadá. Con convicción, las arrancó y volvió junto al hombre del sombrero verde. Con las flores en una mano, las dispuso enfrente de él y este eligió la de la derecha. Ella era una gran poetisa. Llovía con fuerza.

Cruzaron la puerta y caminaron unos pocos metros. Finalmente, él se detuvo. Ella continuó un paso más y se dio la vuelta. Se miraron. Usaron en ello tiempo, mucho tiempo. Él hizo una reverencia quitándose su espectacular sombrero de copa verde y ella se lo cogió cuando este extendió el brazo con él. Tras ello, la atrevida dama lanzó al aire el suyo y se dio nuevamente la vuelta. Comenzó a caminar mientras se enfundaba aquel peculiar gorro. Llovía.

Él evitó que aquel símbolo de espíritu vaquero besara el suelo con un ágil movimiento de su mano derecha. Estaba quieto, de pie, mirando al frente. Llovía con fuerza y lágrimas de lluvia descendían por su mejilla al ver como aquella bella muchacha se alejaba. Cuando ella desapareció, bajó la mirada al suelo. Por accidente, reparó en el interior del sombrero de vaquero que sostenía en la mano. Dentro de él, reposaba una pequeña fotografía. La sacó y observó con detenimiento. Se quedó perplejo. Dio la vuelta a la fotografía y se encontró con un nombre de pila y un teléfono. Un calor vital le recorrió cada célula del cuerpo.

- Cuando llueve, sonríes o te mojas. - pensó al darse cuenta de que no había caído en que estaba total y absolutamente empapado.

martes, 8 de septiembre de 2009

Ojos claros

Entró por la puerta lateral. La tormenta de flashes se desató sin tregua. Con la calma del que ya había hecho sus deberes, se acercó al asiento central de una hilera de cinco, se acomodó y contempló, sorprendida y admirada, la gran cantidad de micrófonos que tenía enfrente. El afortunado periodista que abriría la rueda de prensa se levantó y el ruido se apagó.

- Después de descubrir la vacuna que salvará a miles de personas, después de revolucionar el mundo, después de ser tildada por todos de auténtica heroína... ¿cómo se siente? - preguntó amablemente.

- Y es que aquel que nunca defendió sus sueños, se traicionó a sí mismo. Aquel que jamás luchó, no es siquiera comparable a un simple arbusto de carretera. Al menos, éste último trata, con gran coraje, de hundir sus raíces hasta el corazón mismo del planeta y enérgicamente pelea por alcanzar al sol en las alturas. La lucha hace al hombre. Y aquellos, miserables, que nunca enfundaron su voluntad cual hacha de guerra, los que únicamente llegaron al mundo, vieron y se marcharon en silencio y sin tocar nada, no son hombres. Son cobardes.

El que decidió no soñar para no caer una, dos ó mil veces, sucumbió ante la propia vida en un único y letal tropezón. Aquel que prefirió cerrar los ojos por temor a deslumbrarse es, efectivamente, ciego. Y claro, los que tienen piernas pero prefieren no correr, no podrán huir del fuego en días de incendio. Igualmente, esos imbéciles que rechazan viajar al cielo, a pasear entre las estrellas, por miedo a no encontrar el camino de vuelta, siempre estarán de por sí perdidos. El que no quiera ganar, perdedor será. Aquel que no fue capaz de desatar siquiera una sonrisa, aquel que siempre rechazó jugar, podría simplemente desaparecer entre las olas.

Los amantes de los disfraces, los que placenteramente se ocultan tras escudos y fortalezas, habrán perdido su valioso tiempo ocultando su verdadero espíritu, seguro más bello que cualquier disfraz. Las palabras guardadas que deberían haber sido ser soltadas, las lágrimas evaporadas que deberían haber sido derramadas, queman y torturan a fuego lento a sus temerosos dueños hasta volverlos locos. Los débiles morirán en la selva. Aquellos que construyan cadenas donde no debería haberlas son los verdaderos esclavos, embargados por la necesidad de que los vean guapos ya que ellos se ven feos. No obstante, el hombre que jamás galopó a caballo y sintió el aire golpeando su cara, despierto o dormido, nunca fue libre.

Aquel que no aportó, fue inútil. Quién nunca buscó una idea no es diferente de una bombilla estropeada, chatarra incapaz de devolver la luz que recibió del mundo. Y es que al que afirma nunca haberse equivocado, habría, por cínico y gamberro, que enviarle a una isla desierta para que reflexionara mirando al mar. Amigo, el que transporta veneno, se envenena. Y el de corazón negro, ennegrece lo que toca. Aquellos que nunca miraron a los ojos, sólo pudieron ver pies. También el que alberga rencor va, poco a poco, vendiendo su alma al odio y la desesperación. Más valdrían cuatro insultos y cinco puñetazos para liberar tan corrosiva carga.

El, sublime desgraciado, que nunca amó, no vivió.

Todos y cada uno de los demás, esos, son auténticos héroes. - sentenció visiblemente emocionada la chica de ojos claros.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Altos vuelos

Adrian era un modesto piloto francés de globo aerostático. El globo que acostumbraba a pilotar no era suyo, él simplemente llevaba a turistas a dar un paseo entre las nubes a cambio de un mísero jornal. Con ese poco dinero era capaz de sacar adelante a su familia. Sin embargo, cuando los inviernos eran especialmente crudos, dado que las gélidas alturas no eran un lugar muy agradable para los aventureros viajeros, alarmantes dificultades llamaban a su puerta.

Le encantaba oler las nubes, saborearlas y atravesarlas con la decisión del pirata que surca el océano sabiéndose libre. Además, se había dado cuenta de que los problemas no tenían alas y, por tanto, no podían volar. Cada vez que se elevaba surcando el cielo, dejaba todas sus preocupaciones en tierra y, aunque fuera sólo por un rato, podía flotar en un mundo donde únicamente importaba cada instante.

Era una tremenda suerte poder conocer cada día a gente proveniente de los rincones más inesperados del planeta. Durante las travesías aéreas sus clientes le contaban fascinantes historias sobre sus lugares de origen. Le habían hablado de montañas de coloridas y sabrosas especias, de pirámides que pinchaban al cielo, de monstruosos y fieros animales que habitaban en misteriosas selvas e incluso de mujeres de una belleza que cortaba la respiración. Soñaba con poder viajar por el mundo y conocer aquellos magníficos sitios y muchos otros. Quería dar la vuelta al mundo en globo. Algún día...

La mayoría de la gente que subía al globo venía de países extranjeros y no todos poseían la moneda local. Muchos pagaban en oro ó plata. Por ello, Adrian poseía una pequeña y vieja balanza de metal con la que pesaba lo que debía abonar cada cliente. Por supuesto, también disponía de toda una ristra de simpáticas pesas patrón. Al cabo del tiempo, debido al intenso uso diario, la balanza fue perdiendo precisión y estropeándose. Desde luego, ya no podía emplearla para sus fines comerciales. Necesitaba una nueva y fiable para no adentrarse en el riesgo de hacer cálculos erróneos con oro y plata.

Se llevó la balanza antigua a su casa. Decidió coger las dos pesas patrón de mayor masa y atarlas a uno de los dos platillos de forma que quedaran bien sujetas. Acto seguido, buscó un pequeño trozo de papel y escribió en él con una excelente caligrafía "vida". Pegó el papelito a ambas pesas y dejó flotar la realidad sobre la balanza. La balanza se inclinó hacia la vida, por supuesto.

El día en que su hijo cumplió seis años le dijo que quería ir a dar una vuelta con él en el globo. Si existía alguien en el mundo que amara más al viejo globo aerostático que Adrian, ese era su hijo Christophe. Los ojos del niño se abrieron como platos y un inmenso júbilo le inundó.

Aquella tarde el cielo estaba despejado. Adrian conducía el globo de forma suave y lenta. Apenas intercambiaron palabra alguna, Christophe observaba atónito el paisaje, como siempre, parecía bajo el efecto de un placentero embrujo que cubría su cara con una enorme sonrisa. Volaron hasta que el sol empezó a desaparecer disimuladamente. Cuando sólo eran capaces de vislumbrar medio círculo, Adrian se acercó a su hijo y le abrazó dulcemente. Sacó de su mochila un objeto que estaba envuelto en un desgastado trapo.

- Christophe, este es tu regalo. - comenzó susurrando - Yo no te podré acompañar siempre, ella sí. Es una balanza, pero ni mucho menos una balanza cualquiera. Es la balanza de las sonrisas. Cuando ella sonría tú sonreirás, cuando no lo haga tu cara se teñirá de tristeza. Su funcionamiento, como el de una bonita sonrisa, es sencillo. Cada vez que algo te produzca alegría o satisfacción, cada vez que una chica no te permita pensar en nada más que en ella, cada vez que la adrenalina te haga sentir invencible, cuando vayas a pescar y tras horas esperando pacientemente, un pez muerda el anzuelo, cada vez que te apetezca saltar y bailar hasta caer rendido, cuando disfrutes con la vida y anheles seguir viviendo para siempre, escríbelo en un ligero papel y ponlo en este lado. - señaló al sólido bando de la vida - Igualmente, cada vez que tu cielo se nuble y comience a llover, cuando algún problema se cierna sobre ti con fuerza, en esos momentos en los que querrías tirarlo todo por la borda y luego tirarte tú también, cuando creas que luchar no vale la pena, entonces, escríbelo igualmente en un, aún más, ligero papelito, y ponlo en este otro lado. - señaló el platillo contrario - Cuando esos sentimientos desaparezcan, retira su correspondiente recordatorio de la balanza. En cada instante, tu rostro deberá ser un reflejo del dictamen de la balanza. Si la alegría vence, sonreirás exultante y la música del mar te hará avanzar encendido con la furia de una ola. Sin embargo, si la alegría perece, tu rostro, tu voz y tu alma envejecerán bajo el agrio silencio del que no puede amar ni a su propia vida. - apuró su cigarrillo, lo lanzó al vacío y contempló cómo el sol moría en el horizonte - Dicen que la vida siempre pesa más. - finalizó sonriente.


Cuentan los sabios que no había suficiente papel en toda Francia para poder cambiar la divina predisposición de aquella balanza de las sonrisas. Cuentan también que aquel joven muchacho, Christophe, jamás dejó de sonreir.

La vida según Silvia...

"Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma. Y uno aprende que el amor no significa acostarse. Y que una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender... Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado inseguro para planes... y los futuros tienen su forma de caerse por la mitad. Y después de un tiempo uno aprende que, si es demasiado, hasta el calor del Sol puede quemar. Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores. Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno es realmente fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende y aprende... y así cada día. Con el tiempo aprendes que estar con alguien, porque te ofrece un buen futuro, significa que tarde o temprano querrás volver a tu pasado. Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de amarte con tus defectos sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad.


Con el tiempo te das cuenta de que si estás con una persona sólo por acompañar tu soledad, irremediablemente acabarás no deseando volver a verla. Con el tiempo aprendes que los verdaderos amigos son contados y que quien no lucha por ellos tarde o temprano se verá rodeado sólo de falsas amistades. Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en momentos de ira siguen hiriendo durante toda la vida. Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es atributo sólo de almas grandes. Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente, es muy probable que la amistad jamás sea igual. Con el tiempo te das cuenta que aún siendo feliz con tus amigos, lloras por aquellos que dejaste ir. Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible. Con el tiempo te das cuenta de que aquel que humilla o desprecia a un ser humano, tarde o temprano sufrirá multiplicada las mismas humillaciones o desprecios. Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el sendero del mañana no existe. Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas y forzarlas a que pasen, ocasiona que al final no sean como esperabas. Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante. Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado, añorarás a los que se marcharon. Con el tiempo aprenderás a perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, pues ante una tumba ya no tiene sentido. Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo...”


Jorge Luis Borges. Estética interior

jueves, 3 de septiembre de 2009

Koan III

Dos monjes iban caminando por un campo después de una tormenta. Al llegar a un río se encontraron a una joven vestida con un kimono magnífico que no podía cruzar.

El monje más joven cogió a la mujer en brazos y la ayudó a cruzar el río.

Tras despedirse de la mujer, los dos monjes siguieron caminando en silencio, el mayor de los dos muy enfadado y sin decir una sola palabra.

Al final del día al llegar al monasterio en donde tenían que alojarse, el monje de más edad le dijo al joven:

- ¿Cómo has podido hacer eso? ¡Sabes que hemos hecho voto de no tocar a ninguna mujer!

A lo que el monje más joven contestó:

- ¿Te refieres a la mujer del kimono que ayudé a cruzar? Yo ya hace horas que la dejé allí, ¿tú todavía la llevas encima?