domingo, 13 de septiembre de 2009

Sobre la lluvia

Aquel día tenía su encuentro mensual. Estaba obligado por ley a él. Cada mes la mayoría de los ciudadanos debían acudir a un lugar determinado, vistiendo de una forma concreta y esperando encontrarse a una persona que respondiera a un cierto atuendo igualmente. Debían pasear juntos durante setenta y cinco minutos y, normalmente, charlar desenfadadamente. Era, por supuesto, un ordenador el encargado de decidir mensualmente todos los encuentros del país. Analizaba una serie de datos de cada persona para tratar de emparejarle con alguien a quien no conociera, exterior a su ámbito. Posteriormente a la elección, era seleccionada una hora y un lugar que pudiera acoger un agradable paseo así como una prenda claramente identificativa que debía llevar cada una de las partes del encuentro. Una carta era enviada a ambos informando de dichos datos. No se desvelaba en ella el género del compañero de paseo. Desde luego, nunca nada de nombres. Aquello enriquecía el espíritu de cada persona, ampliaba los ojos de cada ciudadano y, en ocasiones, hasta derivaba en grandes amistades e incluso matrimonios.

A lo largo de los años se había encontrado con gente de casi todo tipo. Hombres y mujeres. Ricos y pobres. Creyentes y ateos. Gente que llevó la dirección de la conversación y gente que necesitaba ser guiada. Tímidos interlocutores que rara vez aportaban palabras y desenfrenadas marujas que generaban avalanchas de sonidos que acababan por perderse para siempre sin ser oídas. Gente que le aseguró tener revolucionarias ideas para cambiar el país y gente a la que simplemente esos temas no le interesaban. Artistas, deportistas y filósofos de hora punta en TV por cable. Profesores, alumnos y auténticos maestros. Una vez caminó junto a un músico que aseguraba que cada objeto del mundo posee, finalmente, una esencia musical única y que descubrir su melodía propia era lo que le había ocupado en los últimos años. En otra ocasión coincidió con un arquitecto de pelo canoso que le expuso el proyecto de su vida, levantar una torre de base pentagonal que alcanzara la mayor altura vista jamás. Le prometió dedicarle una de las plantas de la torre. A veces había tratado de acortar la reunión y finalizarla cuanto antes, aunque otras veces se habían llegado a prolongar durante horas. Sin embargo, la verdad es que en muy contadas ocasiones había mantenido el contacto una vez despedidos del paseo inaugural.

Se enfundó su sombrero de copa verde y salió a la calle. Llovía. Cuando alcanzó la mayoría de edad y empezó a recibir cartas con datos de prometedoras tardes, tenía mucha ilusión. A medida que los años pasaron y las cartas desfilaron por su buzón, la ilusión tornó en pesadumbre. No obstante, en las últimas ocasiones había recuperado cierta de aquella ilusión juvenil. Era su respiro mensual, podía olvidar el resto de su vida y aventurarse en un paseo con alguien, probablemente, muy diferente a él para charlar sobre el precio del pan o acerca del sentido de la vida. Se dirigió al lugar estipulado caminando. Era un antiguo jardín botánico que estaba ciertamente cerca de su casa. Llovía.

Llegó a la puerta de piedra que daba acceso al jardín un par de minutos antes de la hora. Se resguardó de la lluvia bajo un pequeño saliente que emergía en las alturas de la puerta y esperó fumándose un cigarrillo. Aquellos momentos previos a la visión de su extraño acompañante siempre generaban en él una buena dosis de nerviosismo y también un placer fugaz que solía apagarse al vislumbrar la silueta en cuestión. Llovía.

Cuando el segundo cigarrillo agonizaba, una silueta apareció a lo lejos, avanzando entre la lluvia. En efecto, era la mujer del sombrero de vaquero del mismísimo western a la que estaba esperando. Ella se acercó rápido y reparó en su llamativo sombrero verde. Él hizo una aparatosa reverencia quitándose el sombrero. Ella golpeó suavemente con su dedo índice la parte delantera del suyo. Llovía. Él desplazó su brazo señalando en dirección al interior del jardín. Ella comenzó a andar y él la acompañó. Anduvieron juntos y en silencio. El sonido de la lluvia era maravilloso, mejor que cualquier conversación posible. Él, situado a la izquierda, miraba a la izquierda. Ella, situada a la derecha, miraba a la derecha. Árboles. Plantas. Verde. Llovía.

Avanzaban lentamente. Al llegar al primer cruce ella decidió tomando la iniciativa. En el segundo, él se adelantó. Y en el tercero, ambos trataron de mover el timón, pero en sentidos opuestos. Ante ello, ambos se pararon y se miraron. Fijamente. Eran desconocidos. Sin embargo, aquel juego era divertido. De nuevo, él se quitó su sombrero y con un movimiento de la mano que lo sostenía mostró el camino que prefería mientras le ofreció la otra para ayudarla en aquel cambio de dirección. Ella, sonriente, accedió. Llovía.

Jugaron y giraron durante largo tiempo hasta que, tras la alternancia de decisiones, se encontraron justo enfrente de la puerta original. Todo, sin decir nada. Por primera vez, ella se salió del camino y se adentró en la vegetación. Vio dos pequeñas flores azules que sobrevivían juntas entre inmensos árboles procedentes de Canadá. Con convicción, las arrancó y volvió junto al hombre del sombrero verde. Con las flores en una mano, las dispuso enfrente de él y este eligió la de la derecha. Ella era una gran poetisa. Llovía con fuerza.

Cruzaron la puerta y caminaron unos pocos metros. Finalmente, él se detuvo. Ella continuó un paso más y se dio la vuelta. Se miraron. Usaron en ello tiempo, mucho tiempo. Él hizo una reverencia quitándose su espectacular sombrero de copa verde y ella se lo cogió cuando este extendió el brazo con él. Tras ello, la atrevida dama lanzó al aire el suyo y se dio nuevamente la vuelta. Comenzó a caminar mientras se enfundaba aquel peculiar gorro. Llovía.

Él evitó que aquel símbolo de espíritu vaquero besara el suelo con un ágil movimiento de su mano derecha. Estaba quieto, de pie, mirando al frente. Llovía con fuerza y lágrimas de lluvia descendían por su mejilla al ver como aquella bella muchacha se alejaba. Cuando ella desapareció, bajó la mirada al suelo. Por accidente, reparó en el interior del sombrero de vaquero que sostenía en la mano. Dentro de él, reposaba una pequeña fotografía. La sacó y observó con detenimiento. Se quedó perplejo. Dio la vuelta a la fotografía y se encontró con un nombre de pila y un teléfono. Un calor vital le recorrió cada célula del cuerpo.

- Cuando llueve, sonríes o te mojas. - pensó al darse cuenta de que no había caído en que estaba total y absolutamente empapado.

1 comentario:

  1. Sería muy interesante que ocurriera eso, aunque solo fuera el hecho de compartir con gente desconocida una hora sin compromisos...

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