domingo, 20 de septiembre de 2009

La guitarra del gurú

En la habitación 152 no había luz. Allí noche y día eran lo mismo: un monótono y continuo silencio desgastado como la suela de unas botas viejas. Parecía que alguien, con amargas intenciones y ambas manos, hubiera exprimido la estancia hasta que el color de aquel lugar se hubiera derretido, cayendo lentamente de cuadros, paredes y demás objetos, fluyendo hacia un desagüe sin retorno posible y dejando el paisaje mudo. En aquella mente, la vida carecía de un interés que no fuera el de finalizar pronto y dar paso a cosas mejores y más interesantes. Si hubiera tenido un cuchillo a mano o una simple cuerda, no habría dudado un sólo segundo. ¿Por qué no? La vida era una estafa. Encima, de las baratas. Los sentimientos eran burdas mentiras que engañaban al alma para mantenerla entretenida, las aceitunas de la sala de espera. Sí, sí, el hombre inventó todo tipo de extraños artefactos para matar tiempo hasta la muerte. Lo peor de todo, es que algunos hasta se lo creían. Vándalos intelectuales...

Todos nacían de la misma forma y todos estaban condenados a la muerte. ¿Acaso era eso bello? Menudo juego más aburrido, inicio y final estaban ya decididos. Quería pulsar el botón que le llevara al siguiente juego y quería hacerlo ya. Anhelaba poder participar en un juego de verdad, uno de esos donde puedes ganarte tu propio final y escapar del destino común. Las palabras eran balas de agua que se evaporaban con el tiempo. Los hechos caían en el olvido con la misma facilidad con la que la manzana cae del árbol. La propia importancia no tenía importancia. Todo daba igual. Rojo o negro, par o impar... ¿Qué más daba si siempre salía el cero, verde? Sólo deseaba prender fuego al mundo y quemarse con él.

En la habitación 154 no había fe. El cielo estaba nublado. Llovía. Y siempre sería así. Desde pequeña todo había sido dolor. Violaciones, palizas, insultos, lloros y gritos. Lloros y gritos. Gritos, insultos y más gritos. Tenía aquellos gritos grabados en su cabeza, seguían revoloteando en sus pensamientos como relámpagos ensordecedores que trataban de que la tormenta no cesara. Había navegado por el mar de la maldad humana, ese donde ni se ve el sol ni se ve la luna, ese donde todos los peces son tiburones y no hay sirenas, ese donde el agua es ácido y el viento te envenena. Nadie le había tendido la mano jamás. Una simple sonrisa en el momento adecuado, una mirada de complicidad y conexión, o tal vez, unas dulces palabras declarando un amor imposible en una servilleta, habrían salvado su alma de la muerte más terrible, la desconfianza. Era tarde. No creía ni creería en otros, todos eran enemigos dispuestos a hacer heridas, amantes del daño más peligroso: el gratuito. Cada segundo de existencia dolía.

Allí estaba, sentada en su cama mirando al techo. Horas y horas. Días y meses. A veces se levantaba y miraba por la ventana al patio. En cuanto sus observados mostraban un atisbo de interés por su minúsculo cuadrado, ella se apartaba. Tenía miedo, vivía con miedo. Odiaba el contacto directo, una batalla de la que había salido golpeada demasiadas veces. Cada noche soñaba con poder vivir en un trono alejado del mundo, con un enorme catalejo que la permitiera ver sin ser vista, tocar sin ser tocada, existir sin dejar huella.


En la habitación 156 no había fuerza. La ventana estaba abierta y el viento se colaba gélido. Pero la habitación ya estaba helada. Montones de cartas reposaban en el suelo, unas leídas, otras sin leer, pero todas sin contestar. Cogió una que estaba cerrada, miró el remitente, suspiró y la lanzó por la ventana. Había plantado en el altar a tantas mujeres, había abandonado a familiares terminales sin que le temblase el corazón, había cambiado de canal en la parte difícil de la película una y otra vez. Cuando el sol caía y él se acostaba, cuando trataba de dormir sobre su cama, todas las lágrimas de aquellas desdichadas mujeres, todas las miradas sombrías de sus agonizantes abuelos, padres y hermanos, todas aquellas tristes cartas pidiendo porqués, le consumían por dentro cual voraces termitas. Por ello, calzaba unas pronunciadas ojeras que delataban todos sus crímenes.

No era capaz de sentir con intensidad. No podía sentir ese bendito apego que los entendidos consideraban como la obra divina del hombre. No quería, no amaba, no podía... Nació con una marcha menos, y por tanto, nunca pudo circular realmente por la autopista de la vida. El cobarde, maldita enfermedad, amordaza a su conciencia, y la asfixia poco a poco quitándola el aire hasta que finalmente ese pequeño y gigante fuego encendido en lo más profundo de uno mismo se reduce a cenizas. Aquella silueta sabía, como dijo Shakespeare, que los cobardes morían muchas veces. Y aunque tenía dos piernas y dos brazos, dos ojos y una boca, estaba muerto, y no era más que un zombie esperando a ser enterrado para siempre.


En la habitación 157 había un gurú de pelo revuelto. Y el gurú tenía una guitarra. Sobre su mesa siempre reposaba una vela encendida, la cual alumbraba la pequeña estancia. Terminó de ojear un libro donde explicaban las últimas teorías físicas acerca del origen y el destino del universo, e insatisfecho con lo que había leído, se entregó al presente. Cogió su guitarra y se sentó en la cama. Recorrió su memoria en un tren silencioso, de los de vapor, mirando por la ventana y viendo aquellos momentos en los que perdió la respiración. Luego las notas salieron solas. Veloces y decididas inundaron su habitación, el pasillo, las demás habitaciones, y finalmente, supongo, el mundo.

Aquel gurú solía afirmar que la belleza de las cosas se mide por la pasión que las impulsa. De su teoría de la medida se desprendía que esa música concentraba la pasión de las olas del mar en días de bandera roja, pues era francamente bella. Por un fugaz y breve instante, todo fue mejor. Aquella música, directamente nacida del corazón del gurú, transportaba la luz de su vela, la fe de su espíritu y la fuerza de su pelo revuelto. Un espejismo de color resopló en la 152, una invitación de amistad aterrizó en la 154 y un diario en blanco recibió el de la 156. Tal vez fuera apenas un instante, tal vez sólo un efímero momento, pero quedó grabado en el cuaderno de bitácora de cada alma de aquel pasillo, y eso sí es para siempre.


El mármol del pasillo de aquel manicomio estaba ahora un poco menos frío.


Y es que un alma puede iluminarlas a todas.

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