martes, 13 de abril de 2010

Trayectorias

Nacen sólo cuando hay tormenta. Y son hermosas. No hay dos iguales. Lanzadas desde el precipicio más alto cuando aún no saben siquiera volar, parecen condenadas a bailar al son de los deseos del viento. Tonterías. Alguno apostaría a que su destino está escrito desde el preciso momento en que son soltadas, y los hay que irían incluso más lejos, afirmando que cualquier meteorólogo entendido podría - no sin cierto esfuerzo - calcular el lugar exacto donde todo acabará y habrá acabado. Pobres ingenuos...

Tienen voluntad propia, deciden mecerse en las ráfagas más atractivas para cambiar de rumbo y apuntar al océano índico, a la caldera de la cumbre del volcán Mauna Loa o simplemente a la reluciente calva de un visitante que espera en la cola del Louvre. A veces, las más valientes, decidieron tirar aviones y hundir barcos, inundar ciudades o apagar fuegos, caer justo encima de la semilla que daría luz al árbol más alto del mundo, aportar el último empujón a la manzana de la gravedad o, quizá, desfigurar las últimas letras de un final triste, y lo consiguieron, desde luego. Entonces, tras un tiempo prudencial, lo olvidan todo y vuelven a subirse a su montaña rusa esperando otra brutal bajada. Y así poco a poco, cambian el mundo. Gota a gota.

Pero los únicos que realmente lo comprenden son ellos. Se plantan delante de una ventana en una noche lluviosa. Con su olfato blanco, deciden no mirar más allá - y así ver algo -, prefieren ver lo primero, lo cercano, lo real. Observan cómo innumerables senderos desfilan por la ventana. Unos descienden rápidamente y en línea recta; probablemente algún día se arrepentirán de haber cruzado sin mirar alrededor. Otros describen mil curvas, rebotan, frenan, pelean y se empeñan en vivir el mayor número de aventuras posible antes de aterrizar definitivamente. Y ellos, los bebés, sólo pueden sonreír absortos, tratando de tocarlas y jugar con ellas a través del delgado vidrio. Pero no pueden. Sus rechonchos deditos son incapaces de atravesar el fino muro. Ahí caen en la cuenta. No pueden enderezar sus voluntades. Nadie puede. Y es que tienen espíritu salvaje.