lunes, 28 de junio de 2010

Rugidos de jirafa

Nadie sabe su nombre. No tienen pasado. Quizá tampoco reino. Y sin embargo, rugen. Con fuerza. Supongo que, en la soledad de las largas noches, perdidos en su prisión en los márgenes del mapa de guantera - donde el viento ya no sopla, ni las estrellas brillan -, miran fijamente a la Luna y le hacen la misma pregunta que tantos y tantos olvidados niños de orfanato, tras las rejas de su particular ventana.

Sin presentaciones. Así funciona. Prostitución discreta. Una semana tras otra. Te entregan las llaves en un sobre medio abierto, con apenas un número garabateado en él, en color rojo y caligrafía irregular. Llegas, sonríes, abres. Te quitas la chaqueta. Cierras la puerta. Introduces. Giras. Una vez, dos... Sólo un leve gemido viola el silencio. Luego lo conduces tú. Sí, hasta donde quieras.

No hay amor. Ni una pizca. Y probablemente por ello, el acelerador se pisa a fondo. Sin piedad, sin respiro. A veces con dirección, otras sin destino, pero siempre al límite. Ese fino freno hecho de consecuencias y respeto parece estar desactivado. Cuando el miedo no existe, entonces sí se puede volar.

Realmente, es él quién te mira a los ojos. Te examina, cuidadosamente. Medita. Juzga. Y este: el mentecato número 18793, ¿qué buscará? ¿querrá realmente aprender mediante ese tipo de aventuras cuya huella es imborrable en nuestra identidad? ¿O, tal y como tantos otros, sólo buscará un calmado paseo que le permita obtener un par de fotografías para poder justificar el tick en la correspondiente casilla?

Los leones no son esos depredadores de hermoso pelaje y majestuosa figura que no necesitan siquiera rugir para reinar. No hombre, no. Son las jirafas y las ardillas, pero no las más altas o las más rápidas, sino aquellas que tienen un arco y cinco flechas, y que cada vez que avistan la diana, simplemente disparan. De hecho, los leones son como los coches de alquiler.

Sin matrícula ni dueño. Pero siempre con gasolina.