miércoles, 26 de agosto de 2009

David y Goliat

Eran las 7:50 de la mañana. Un BMW de gran cilindrada se detuvo enfrente del rascacielos donde el gran despacho de abogados O´Melveny & Myers tenía su sede. Inmediatamente, el conductor descendió servicialmente del vehículo con la intención de abrir la puerta al ocupante del asiento trasero.

Tras un impoluto traje de Armani se encontraba Daniel J. Goliat, el prestigioso abogado que tantas veces había copado la portada de periódicos y telediarios. Lo definían como un tiburón, en otras palabras, como un individuo que cuando quería algo, simplemente lo conseguía. Recientemente, la mismísima revista 'People' lo había definido como "el último soltero de oro de NY".

Miró su reloj, aún faltaba un rato para la reunión, tenía tiempo para fumarse un cigarrillo y contemplar el paisaje de Nueva York. Luego cogería un ascensor que le llevaría al cielo, y una vez allí tendría que ganar otra batalla. Se apoyó en una barandilla de las escaleras que conducían a la entrada del rascacielos; comenzó a observar el variopinto desfile de gente que pasaba por la calle a esa hora. Adoraba eso. De hecho, en su casa, un moderno apartamento en la planta 27 del antiguo Hotel Plaza, tenía un telescopio con el cual a veces contemplaba sus queridas estrellas y otras veces se contentaba con escrutar la cabalgata de hormigas que poblaban las grandes avenidas. Gente de un sinfín de razas y etnias, gente que probablemente creyera en multitud de dioses diferentes, gente cuyos valores caerían en sacos totalmente dispares, pero gente, al fin y al cabo, con algo en común: gente esclava del reloj, gente invadida por el estrés, gente que todas las mañanas caía en el "café y carrera" hacia el trabajo. Sin duda, él era otra hormiga más. Una hormiga de BMW y Armani, eso sí. Se le revolvió el estomago.

Como parte de su ruta habitual, David empujó su puesto ambulante por la 18th y giró en la esquina con la séptima avenida. La avalancha amarilla cubría el horizonte, el ruido inundaba el ambiente y la vida rebosaba en cada rincón de aquella estampa. Vislumbró al fondo la intersección con Broadway, lo que muchos consideraban el centro del universo. Se dirigió hacia allí; siempre había mucha gente.

David había aprendido a interpretar rostros con el tiempo. Sabía quién era probable que terminara siendo su cliente, quién era posible y quién jamás le miraría siquiera a la cara. Sabía quién era probable que fuera feliz, quien era posible que lo llegara a ser y quién no lo sería nunca.

Levantó la mirada al llegar a aquel rascacielos. Nunca había entendido como podían los hombres construir semejantes obras, era fascinante. ¿Qué debía sentir un arquitecto al ver cómo su propio edificio se extendía cientos de metros sobre la superficie? Sin duda, le entrarían ganas de hacer otro más alto, y otro, y así sucesivamente. Era natural. Era hambre. Insaciable. Colosal.

Se fijó en aquel estilizado ejecutivo de imponente figura. Fumaba con tranquilidad mientras su mirada permanecía perdida. Se acercó. Dejó el carrito en la calle y subió un par de escalones en dirección al joven abogado.

- No, gracias. No quiero nada. - adelantó el sagaz jurista sin mirar a su acompañante.
- ¿Ni siquiera un consejo? - lanzó el vendedor.

En ese momento, Daniel se despidió de los pensamientos que regaban su cabeza y se fijó en el semblante de aquel atrevido conductor de puestecillo. En el mismo momento en que, intrigado y divertido, Daniel decidió darle permiso para que le otorgara su consejo con un movimiento de su mano, David vislumbró cierto pesar entre el potente éxito que el rostro del abogado emitía.

- Sí, sin duda. Yo tenía el mejor trabajo del mundo. Era probador de helados de chocolate. Viajé por toda Europa: el magnífico chocolate belga, el sublime y sensual sabor suizo y el mítico chocolate Richart de París. También fui a Madagascar, a México y a la Isla de Trinidad, en busca de los mejores cacaos y los secretos mejor guardados respecto a este tesoro amargo y frío. - paró unos segundos paladeando sus propios recuerdos con una satisfacción descomunal - Probé mil y un helados, en mil y un sitios. Me levantaba cada mañana con un entusiasmo desbocado para comenzar con mi cometido diario. Conseguí unificar pasión y oficio en un único concepto. Dicen que el trabajo dignifica al hombre; yo te digo que la pasión dignifica al espíritu. Así que imagínate cuando ambas cosas van de la mano. ¡Llegué a odiar tener que dormir! - de pronto, detuvo su voz, y señaló al lugar donde el rascacielos y el cielo se fundían, al costoso reloj que el abogado llevaba en su muñeca, y a los estupendos coches que había estacionados enfrente del edificio - Todo el mundo parece anhelar esto. ¿Y tú? ¿Te brillan los ojos cuando te preguntan a qué te dedicas? ¿Acaso no es un camino más corto y efectivo disfrutar con lo que uno hace, que cambiar lo que uno hace por una divisa que luego intercambiará por algo que le haga disfrutar? Cuando seas anciano, veas el final próximo y tu nieto se siente en tu regazo y te comente que quiere seguir tus pasos, ¿crees que le recomendarás que entregue su vida a esto? ¡Desembucha! - gritó David excitado.

Daniel parecía sorprendido ante la fuerza exhibida por su repentino compañero.

- Eres afortunado. No ya por poder trabajar en aquello que amas, sino simplemente por ser capaz de identificarlo. No todos tienen esa suerte. Si ser probador de helados te producía tal orgasmo sentimental, ¿por qué hablas en pasado? ¿por qué cambiaste de trabajo? - preguntó Daniel pensativo.

- No es fácil descubrir lo que a uno le apasiona, al menos, no siempre. Antes de vender helados de chocolate, construí barcos de papel, fui inventor de palabras, traté de escribir mi nombre en el fondo del océano, trabajé como guía en museos donde yo decidía lo que había deparado la Historia, fundé un periódico que predecía noticias futuras... Cuando los barcos se hundieron, mis palabras cayeron en el desuso, el mar me enseñó que hay olas que tumban a cualquier hombre, la Historia castigó mis difamaciones, el futuro me dejó claro que sólo él sabe qué ocurrirá... cuando todo aquello ocurrió, no me rendí, sabía que la vida me tenía guardada una pasión irracional e imposible de enjaular. Era cuestión de tiempo, de lucha, de fe. Finalmente, caí en los helados y en el chocolate. ¡Bingo! - cerró el puño y lo levantó en el aire con determinación - Luego, llegó un día en el que quise compartir la ilusión que llevo dentro con todos los demás. Ese día me transformé en vendedor de helados de chocolate. - añadió David con un fiero brillo en sus ojos.

Daniel pensó que, de vez en cuando, entre las hormigas se alza algún león.

- La decisión es tuya, amigo. - susurró con complicidad David.

Daniel miró el reloj. Pasaban tres minutos de la hora a la que debía empezar la reunión.

- Quiero uno de tres bolas. - dijo Daniel J. Goliat.

6 comentarios:

  1. Mola! Me ha gustado mucho! se te dan bien los relatos cortos, pero seguro que tienes una historia larga por ahí escondida... a ver si un día lo compartes! ;)

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  2. ¡Wow! Me encanta Rikel, ¿es tuyo? Me encantan este tipo de relatos, como sean así todos voy a ser asidua a tu blog :P. Y eso que solo he podido leer uno... genial!

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  3. Weeeee! ¿Qué tal Elisa? Me alegra verte por aquí. Sí, claro que es mío, y espero que tú, una de las pocas personas razonables y amantes de ABBA que conozco, te des paseos por aquí regularmente! Los ABBianos siempre tienen hueco.

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  4. David iba vestido de verde, supongo

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  5. Es bueno, escueto y al grano, me gusta; sin embargo no puedo sino plantearte You talk the talk, do You walk the walk?! Ahí lo dejo...
    Sea como fuere, mi más sincera enhorabuena, escribes mejor de lo que imaginaba y eso que lo que me habían contado era muy bueno, no dejes de hacerlo, vales mucho.
    Alex

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  6. Gracias Alex, trataré de seguir escribiendo mientras se me ocurra algo que contar. Me alegro mucho de que te haya gustado.

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