jueves, 20 de agosto de 2009

Ni se mueve la bandera, ni se mueve el viento.

Una vez conocí en el Gran Bazar a un anciano con un desgastado sombrero rojizo. Se movía con serenidad y elegancia entre mareas de cuerpos sin rostro. No vendía nada ni tampoco parecía interesado en ninguno de los mil productos exhibidos a su alrededor. Simplemente avanzaba y observaba con detenimiento. Sus ojos revelaban las puertas de un museo de vivencias por calurosos caminos de arena clara y de airadas discusiones con barbudos ególatras e irreverentes mozalbetes. Sus descuidadas facciones demostraban el peso de los años, del viento y de la soledad, pero algo en aquel octogenario era, sin duda, joven.

Oteó el revuelto horizonte del alegre mercadillo. Se fijó en mí. Me miró. Me penetró. Se introdujo mediante su fogosa mirada en todo mi ser. Y, con despreocupación, cotilleó en mi alma. Entonces, al fin, confesó ante ella. Buscaba tiempo, el mayor de todos los tesoros.

- Y tú, ¿qué buscas?.

Nunca lo he sabido, pero cuando lo encuentre me daré cuenta.

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