sábado, 24 de julio de 2010

El universo de Chloé y los caramelos morados

Pasajeros del vuelo IB6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.
Pasajeros del vuelo
IB6871, embarquen urgentemente por la puerta 42.

Tras una alocada carrera voy a terminar a mi asiento, el de la ventanilla izquierda en la fila tropecientos de un avión atestado de gente de todo tipo. Junto a mí, se encuentra una cautivadora renacuaja de apenas tres palmos y que, probablemente, aún no haya sido capaz de apagar más de una o dos velas a lo largo de su historia.

Antes de despegar apago mi móvil soltando al aire una comercial melodía, y cautivando así la atención de la diminuta dama de rasgados ojos negros y pelo azabache. Me mira como lo hace un bebé, con entrega total, sin miedo al cruce de miradas durante segundos y segundos. Proponiendo un enlace eterno. Aprendiendo de todo.

Y entonces ella comienza el juego. Como por arte de magia, saca de su bolsillo una increíble piruleta de colores, un tesoro que habría hecho perder la cabeza a algunos de los más ilustres nombres de la historia. ¿Quién sabe si Cristobal Colón no hubiera pospuesto su búsqueda de las Indias para centrarse en conseguir aquel magnífico caramelo? Supongo que es una de esas cosas que tan pronto como las ves sabes que se hicieron para ser tuyas. Y aún más, ¿cómo demonios habría conseguido ese monigote de mirada hipnotizante - a su corta edad - tan dulce alhaja? Yo la miraba a ella, ella miraba a su piruleta y su piruleta miraba al universo entero. Tenía que ser mía.

- Hola, creo que vamos a compartir un largo trayecto en este avión, y considero razonable que nos presentemos formalmente y sepamos un poco más de nuestro compañero de viaje, ¿no? - dije tratando de ser simpático.

Sus ojos estaban fijos en mí. Por primera vez, se le escapó una juvenil sonrisa. Parecía divertida. Ante la falta de respuesta, entendí que estaba completamente de acuerdo.

- Me llamo Carlos. ¿Y usted? - añadí extendiéndole la mano.

Con su mano derecha mantenía firmemente agarrada la piruleta, y ahora sus ojos escrutaban mi mano tiesa en el aire. Parecía un poco desconcertada, aunque para conseguirla estoy seguro de que habría tenido que protagonizar decenas de presentaciones a lo largo y ancho del mundo pidiendo pistas sobre su paradero. Tras unos segundos de duda, y tras animar fervientemente a la guapa azafata que se enfundaba un llamativo chaleco salvavidas para explicar cómo actuar en caso de catástrofe, finalmente accedió. Emitió un peculiar sonido que probablemente ningún catedrático de filología del mundo podría haber entendido. Acto seguido, con su rechoncha manita agarró mi dedo meñique, y durante unos pocos segundos movimos aquel extraño encaje hacia arriba y abajo.

Ya éramos amigos. Probablemente, para siempre.

- No es mi intención ofenderla, pero considero de una dificultad que excede mis posibilidades la pronunciación de su nombre, que es muy bonito desde luego. - dije utilizando todo mi poder diplomático.

En su cuello reposaba una fina cadena de plata, que unía ambos extremos de una plaquita donde podía leerse en letras caligráficas la palabra Chloé. Aquello me dio una excelente idea.

- Sin embargo, estimada señorita, la llamaré Chloé. Si no le importa, claro está. ¿Puedo tutearla? - dije más pendiente de la piruleta que de ella.

Al oír aquel nombre, una sonrisa se adueñó de su cara y empezó a mover las piernas y los brazos con excitación. Casi recibo un violento piruletazo en la cabeza, un rápido movimiento me salvó de perder el juego nada más empezar. Para ser honesto, su reacción incluyó algún que otro sonido pero me fue imposible descifrarlos. Así pues, la diminuta señorita se llamaba Chloé. Chloé de Arco, supuse...

Mis recursos allí sentado eran ciertamente limitados. ¿Cómo podría convencer a Chloé para que me entregara su piruleta? Metí la mano en mi bolsillo y vi qué podía encontrar. Saqué un caballo de ajedrez, pero no uno cualquiera, uno pacientemente tallado en mármol blanco por un artesano indio al que conocí en uno de mis viajes. Una pieza de un valor sentimental - e incluso económico - incalculable. Aquello era un trato justo, amigos. Lo puse encima de su mesa plegable, y simule el movimiento del caballo un par de veces. De nuevo, sus ojos abiertos de par en par - haciendo casi imposible ver su nariz enanilla - estaban embobados contemplando los saltos de mi mágico corcel.

Se lo ofrecí a su mano vacía, a la vez que esperaba con mi otra mano su piruleta. Pero Chloé, definitivamente, tenía otros planes. Me arrebató el caballo sin piedad, rió encantada, lo zarandeó un poco y posteriormente lo lanzó hacia los confines del mundo. Emitió la carcajada de bruja que demuestra que el inocente ha sido engañado vilmente. Yo, por mi parte, nunca volví a saber de él. Luego lo comprendí. Ella debía ser una reina. Y yo la había insultado, ofreciéndole un simple jinete, quien sabe si de su bando o incluso del equipo contrario.

- Chloé, ¿tu crees en el destino? - intenté.

Se quedó largo tiempo en silencio, pensando. En ese momento, el comandante se presentó y ella consideró más importante atender a sus interesantes explicaciones que a mi burda treta.

Cogí la revista de la compañía, que descansaba enfrente de mí. Pasé unas cuantas páginas. Había aprendido que en cualquier negociación es bueno, de vez en cuando, dar un tiempo de descanso. Tras unos minutos, llegué a la sección de mapas, donde se reflejaban todos los destinos de la aerolínea.

- Querida, aquí es donde nací yo. - dije señalando sobre el mapa - ¿y tú, amiga, de donde has salido? - pregunté.

Chloé miraba sonriente el mapa, movía la cabeza buscando probablemente su lugar de procedencia. Seguro que era un lugar exótico, se veía en sus ojos. Empezó a bailar, allí mismo, sentada en su asiento y atada por un doble cinturón adaptado a sus pequeñas dimensiones. Le gustaban los mapas. Finalmente empezó a dar manotazos sobre el océano Indico.

- Ahmm. Así que eres una hija del océano Indico. Fascinante, querida. - espeté con total sinceridad.

Dicen que los hijos de los océanos lucen la belleza del más asombroso pez de colores que por ellos pasea, la grandeza de espíritu de las sirenas y la fuerza de las olas de alta mar en sus ojos. Pero hay pocos. Muy pocos. Yo tenía enfrente a uno de ellos. Y sólo quería robarle su divina piruleta...

Rebusque en mi bolsillo, y encontré un pintalabios rojo para el que no recordaba una explicación. Desde que lo saqué, la mirada de Chloé fue prisionera de - en sus pensamientos en Chloéliano - aquel extraño artefacto. Lo situé encima de la mesita que reposaba enfrente de la genuina mujercita. En ese preciso momento, parecía que Chloé había conseguido lo que muchos perseguimos y perseguiremos, pero jamás conseguiremos, olvidarse de todo, aislarse del mundo, las ideas y las palmeras, y centrarse únicamente en su juguete. Para luego jugar. Cogió el pintalabios abierto, y - como un tornado de apenas 10 kilos que era - impregnó su color en todo cuanto se puso a su paso. Ella tenía ese poder especial, nunca dejaba indiferente a nada que cayera en su radio de acción. Realmente, no sé qué fue del pintalabios. Probablemente, cuando se cansó de él lo lanzó al infinito, para dibujar las heridas mortales al olvidado corcél blanco. ¿Acaso importa?

¿Qué puede querer una reina? No es una pregunta trivial, y yo no era capaz de responderla. Mi rival era más fuerte que yo. No por sus bíceps del tamaño de uvas, tampoco por ser capaz de seguir las conclusiones de frías y calculadoras estrategias, no. Era una cuestión de filosofía. De escalas. Aquella dama no sabría, posiblemente, ni donde estaba, ni a donde se dirigía. Pero, no existía un sólo motivo en el universo que pudiera desanimarla, pues un simple caramelo morado de tienda de barrio sería capaz de devolverle toda la felicidad del mundo en apenas un instante. Compañeros, la niña era invencible.

Aceptando mi derrota, me puse a mirar por la ventana. Desanimado, saqué lo poco que quedaba de una bolsa de 300 gramos de M&Ms y volqué una sucesión de bolas de colores en mi mano. Ahí se produjo el milagro. Inesperado. Sin más. Como la vida misma.

Poco más puedo decir: Chloé se volvió loca.

Soltó la piruleta. Sin preocupación. Sin pasado, sin futuro. Sin mente. Y se abalanzó sobre el delicioso chocolate. Yo, por mi parte, sorprendido y creyendo tener el secreto de todas las reinas, agarré aquella piruleta con fuerza. Y he de decir que la vi más fea en ese mismo instante. Tal vez lo que habría quitado el sueño al Sr. Colón habrían sido las revoltosas pelotillas de chocolate.

Había logrado volver a ser niño por un rato. Caminar sin memoria. Poder actuar como en un videojuego, donde las consecuencias no son reales. O tener un piso en Paris donde bailar el último tango sin recordar nombres ni circunstancias cada martes por la noche. Y sin embargo, ella, la linda aventurera cuyo tamaño burlaría cualquier trampa de película de pirámides, no había notado nada especial en la situación. Nada. Pues para el que es copiloto del viento, nadar entre las nubes, adelantar a los pájaros más veloces y desafiar el rumbo de las veletas de los campanarios de mayor altura no es sino el pan de cada día, la obligación y el único destino. Lamentablemente con los años, y como tantos otros, era altamente probable que Chloé perdiera la nacionalidad oceánica. Quién sabe...


Mientras, ahí abajo, el semblante de Londres me despedía con la suavidad propia de los amantes que saben que, algún día, se volverán a ver.

2 comentarios:

  1. Simplemente, me ha encantado ;)
    Hacía tiempo que no leía algo que me llamara tanto la atención, ni que me llenara tanto.

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  2. Rikel, eres simplemente un mago de la palabra.
    Enhorabuena.

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