viernes, 12 de marzo de 2010

La princesa y la bestia

Su abuelo la fundó a principios de siglo. Inicialmente sólo tenían dos modelos. El primero de ellos - el que realmente hacía salir adelante a la humilde familia - era el requerido por el uniforme del motor de aquel pequeño pueblo, la fábrica de cerveza. No era más que un simple azul oscuro, y por supuesto, liso. Eso sí, con una orgullosa etiqueta en el reverso, donde podía leerse en elegantes letras caligráficas "Faith". Más que una etiqueta, era la seña de identidad de esos cincuenta gramos de esperanza para aquellos que se levantaban día tras día para ir consumiendo su vida poco a poco - y sin poder hacer nada - entre la monotonía de los botellines de cerveza. El otro modelo era para los domingos. Alegre. Vitalista. Con una textura más suave y dulce pero un mensaje más rebelde. Sin embargo, pocos podían permitirse una segunda corbata, y la mayoría debían conformarse con llevar la de todos los días también el domingo. Ese día iban todos a la plaza, para compartir el día de fiesta con amigos y familiares, entre tertulias y cotilleos, entre sueños sobre cómo sería su vida si fueran los millonarios dueños de la fábrica y bailes en corro, entre bocadillos de cualquier fiambre barato y carcajadas que no tenían precio.

Su padre continuó el negocio cuando su abuelo murió. Él era más atrevido, uno de esos tipos genuinos que levantan la mano cuando piden voluntarios y sólo después preguntan en qué consiste la aventura, uno de esos catedráticos de la importancia, con gracia y barba, que cuando es preguntado acerca del porqué de su sonrisa, no entiende la pregunta. Reformó y amplió la vieja tienda, diseñó una infinidad de modelos, de mil colores y estampados e incluso adquirió alguna de esas privilegiadas: las de siete dobleces. Cada vez que tuvo tiempo y dinero, viajó por el mundo en busca de nuevas ideas, de sabios secretos y asombrosas sedas. Amaba lo que hacía y, por ello, le dedicaba todo su tiempo y energías. El día en que su hijo pudo andar, le dejó sólo en mitad de una de las caóticas galerías de la tienda, para que experimentara, para que descubriera por él mismo, para que eligiera su rumbo por primera vez. Y fue en aquel preciso momento cuando lo supo, cuando su hijo volvió de la trastienda, a veces andando y a ratos gateando, con una carísima corbata italiana de seda atada de cualquier forma a modo de cinturón, con una corbata de estampado clásico en la mano izquierda y, sobre todo, con una sonrisa que no cabía en la tiendecilla. Algún día él la heredaría. Y así fue.


Había estado lloviendo intensamente durante las últimas semanas. Eso no era un buen presagio. Muchas cosechas se habían perdido y la gente andaba nerviosa. Es demasiado duro ver llorar a tu hijo porque tiene hambre...

Aquella tarde hacía mucho frío, aunque el cielo estaba despejado. De repente, alguien abrió la puerta y entró. Sus ojos tenían miedo, sus manos sudaban y le envolvía una atmósfera tal vez invisible, pero triste y agitada. Se acercó al humilde mostrador.

- Mmm... ehm... Quiero una corbata. - dijo con voz entrecortada aquel tipo.

- Estupendo. ¿Y qué tipo de corbata quiere? ¿Para qué piensa usarla? ¿Color? ¿Alguna pista? ¡Tenemos montones de corbatas diferentes, amigo! - contestó alegremente aunque algo desconcertado.

- Una verde. Quiero una verde. Para ir a trabajar. - respondió el hombre de piel castigada por el sol.

Con un movimiento rápido, el profesional de las corbatas desapareció tras las cortinas que daban acceso a la trastienda. La situación le resultaba extraña, apostaría a que aquel hombre no requería para su trabajo nada diferente de una azada, y por su pinta, igualmente apostaría a que no nadaba en una situación propicia para hacer un desembolso considerable en una corbata. Sin embargo, siempre había pensado que hay que darle al menos una oportunidad a lo increible, sería inadmisible la falta de fe en un lugar tan estrechamente vinculado a ella, así pues buscó dos corbatas verdes diferentes. Por las prisas, incluso dejó las cajas fuera de su sitio - cosa que nunca hacía - y volvió al mostrador rápidamente.

No perdió la sonrisa. Simplemente, la dulzura que desprendía tornó en decepción. Aquel hombre sostenía una afilada daga en su mano izquierda y una pequeña bolsa de tela en la otra.

- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa.

Entonces lo comprendió todo. En una batalla de hace muchos siglos, cuando a un simple carpintero de aldea lo plantaban en infantería ligera, en primera línea, aunque él no supiera apenas cómo sujetar la espada pero llevara encima el peso de sus tres hijos y esposa, el miedo era ensordecedor. Atronador. Paralizante. Mareante. Tal vez una de las pocas veces en las que el corazón se hiela. Pero todo eso sólo puede vivir en el preludio, compañeros. En el preludio. Cuando relinchaban las trompetas, cuando gritaban los tambores, hasta el más sencillo guerrero sabía que debía luchar a muerte, salvajemente, sin contemplaciones, sin absurdas miradas atrás, y que ese era el único camino por el que podía escapar de ella.

- Si te doy lo poco que tengo, aquello por lo que he luchado durante toda mi vida se habrá esfumado en apenas segundos. Aquello por lo que lucharon mi abuelo y mi padre durante años habrá caído con la fuerza del espejo que se estampa contra el suelo. Tal vez otra vida para levantarlo, a lo mejor tan sólo siete años de mala suerte o quién sabe, ¿la herencia de un familiar lejano, mañana?. Sin embargo, amigo, ese pequeño rincón por el que algo dentro de ti combatió desde el primer día, posiblemente escondido donde nunca te atreviste a mirar, tu tesoro de ser hombre, también quedará devastado. Y algún día, cuando te azote algo mucho peor que el hambre, no podrás refugiarte allí. Entonces, ya sólo serás una bestia.

El atracador bajó el brazo con el que sujetaba la bolsa. Pasaron unos segundos que envejecieron a ambos al menos una docena de años. La vergüenza que le inundaba le impedía mantener la mirada fija en los ojos que reposaban detrás del mostrador. Recordaba a aquel buen hombre. Solía ir a la iglesia algunas tardes, a contar lo que había visto en sus aventuras por el mundo o simplemente a inventar historias de vaqueros legendarios. Largo tiempo atrás, él había sido uno de esos desdichados niños que disfrutaba, absorto, con cada visita suya. Finalmente, levantó la cabeza.

- Todo. - ordenó extendiéndole la bolsa de nuevo.

Siempre hay una jugada maestra guardada para los que tienen fe. Cuando parece que todo está perdido, todavía hay una escotilla por la que burlar la tragedia. Pero, a veces, hasta una simple caja de cartón fuera de sitio puede tirar nuestra última carrera por la borda.


Gobernaba ese sol traicionero que luce y no calienta. Ella bajó como todas las tardes hacia el parque. Era su pequeño respiro diario. Estar rodeada de gente la quemaba, necesitaba la soledad. Bendita soledad. Además, para ellos no era más que la extraña chica que nunca tuvo padre. Y no era cierto. Su padre dejó un regalo para ella, al menos uno, aunque sólo ella lo supiera. Siempre lo guardaría, era su único vínculo con él. Sí, una corbata. Verde. Era bonita. A ella le gustaba mucho. Como aquel paseo diario, como aquel parque y como aquel banco. Se sentó.

Desde él, podía ver todo el pueblo y también las montañas y el río. La imponente iglesia que surcaba el cielo, la chimenea - fumadora compulsiva - de la centenaria fábrica de cerveza, la antigua tienda de corbatas trágicamente cerrada muchos años atrás, la nueva librería donde se podía conseguir prácticamente cualquier cuento de piratas... Y, por supuesto, la pequeña y misteriosa placa que vivía en aquel banco desde antes que ella en el mundo. El enigma encerrado por "En honor a los que dieron lo poco que tenían, porque su espíritu nunca se podrá esfumar." había conseguido que ese banco fuera su elegido. Se sentía en casa. Estaba en casa.

Y entonces ocurrió. Un atardecer más. No lo podía evitar, un escalofrío recorrió su cuerpo de extremo a extremo. Ese grito feroz, ese intenso dolor expulsado al mundo, esa solicitud a Dios para que cesara su eterno sufrimiento cuanto antes. Un descorazonador alarido proveniente de alguna de las montañas cercanas rompió la tranquilidad del pueblo y llegó a cada rincón del mismo. Nadie lo sabía a ciencia cierta. Pero había rumores. Varios, la verdad. Algunos decían que era una bestia que vagabundeaba por colinas y cuevas, otros hablaban de un alma errante que no encontraba donde esconderse de si misma y también había quien defendía que era simplemente una mirada demasiado avergonzada como para vivir por el día. No obstante, todos coincidían en que posiblemente aún llevara al cuello unos gramos de fe y esperanza robada.

La princesa de piel tostada se levantó y, lentamente, se fue.

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